Alejandro Zapata Espinosa, 2024 |
La Santísima Trinidad concluye los rosarios que ve la
doña antes de que le coja la noche viendo capos libres por un tiempo gracias a sapear
alias y rutas. Su disposición no acata el orden. Fue colocada ahí para mirar a
la cama y protegerla de todo mal y peligro. Ese blanco en el balcón, que antes
de ser volteado ofrecía la cara de dos candidaturas a concejales, manillas y
cadenas de San Benito, cubre las matas de una anciana, si aún conservan algo de
matas esos rastrojos, y un uniforme sucio, por si llueve o, más bien, por si un
viento lo tira a la calle: porque les ha pasado, y no por servir al partido
cuyo presidente desplegó renuncia al Directorio Nacional, aceptaron la valla.
En el poste, el de las dos orejas candongas, se suben, en
escaleras de mano, traída por ellos o prestada al que enchapa el frontispicio
de un spa de uñas, o en el techo de
un furgón, a arreglar conexiones y a anotar en papelitos y a gritarle, el
chocoano comedor de espinas al de los siseos de bráquets por palabras, cosas
que no me dejan oír los crujidos, chasquidos y golpeteos.
Hemos presenciado, los que vivimos aquí, no quienes
observan, pues no creo posible que la casualidad nos premie con uno, dos
choques: contaré el bobo: un particular levantó a un motorista metido en su
carril: él, que cayó como una “plasta”, miedoso de los agentes, se paró rengo,
cuadró la arreglada del retrovisor lateral, una persona se acercó y le colocó
el sillín y lo ayudó a subirse a la moto y le dio una palmada, como palmoteando
una yegua, para que arrancase.
Veamos la medalla de San Benito: la abuela se montó a un
taburete, martilló un clavo, le pasó una seda y la colgó: si está visible, “de
por dentro”, es para proteger de malos espíritus; si se esconde es para hacer
aburrir a las personas. Al padre que bendijo el amuleto se le hunde la encía de
arriba: parece que masca con los labios; y la mano derecha se le vuelve
inservible: quién sabe cómo hará para dar el cuerpo de Cristo. Esa medalla y
varios santos regados sobre mesas, repisas flotantes y un clóset, son nuestro amparo
contra todo mal.
Salgamos a este balcón: sentémonos en una de las cuatro y
esperemos, como cuando hay visita, que pongan la desmangada, y veamos pasar lo
que el espejo no nos permite: la mona que se puso la misma pantaloneta todo un
mes; su esposo bregando a pasar con un bulto de verduras; la del bolsito y los
cachetes desinflados del brazo con su amiga coja; el que trae a la muchacha y
le promete, “¡Vaya poniendo la película!”, volver con combos; e imagínense que
mi abuela se apoya en los antebrazos y cree ver en una camioneta de la policía
toda una revelación sobre la muerte de las especies y el juicio final; y, en
los regaños de una madre al hijo, mechas empacadas, apoyado por su hermano, “¡Desagradecido,
que no me quiera entonces, que no me quiera!”, el apremio del Día del Juicio
“pa que acabe y venga otro mundo; este ya está muy miedoso; yo porque vivo con
Dios sino...; ¡qué pesar de los niños que van a nacer... de la juventud!”; y luego
se acuesta a cambiar de canal.
***
La planta sobre la que grabo la trajimos de un vivero
siempre atendido, en la caja, por una mujer de un resto de moño, y en los acicates,
en las aguas medidas, el trapo limpiando hoja por hoja, el cambio de tierras,
la ubicación, por un hombre que es mezcla de camionero con subteniente. Ambos
ya saben que cuando la abuela me arrastra es porque va a comprar novios,
cactus, conservadoras, begonias, conchitas... Yo le digo que sí a todo lo que
tenga tallo y color; se las traigo y se las vendo; y en la caja, independiente
de quien empaque, me aclaro a mirar a la mujer como divisando algo que debo
recordar para consuelo de mi embeleco, porque no siempre mira a los ojos.
Ese adobe mascado lo martilló un señor de El Pedregal. La
vieja que no vive en este barrio tiene su número y se lo da al inquilino por si
una canilla se dañó; o un enchufe o una chapa no funciona; o hay que girar el
bombillo para que apague; o caen goteras por un toma y en el lavadero.
Para encaramarse a acomodar tejas, a encarrarlas, monta
ahí el pie y se sube. Uno, desde abajo, lo debe seguir con la voz y decirle más
o menos dónde caen las goteras punteando el techo con el palo de la escoba.
Aunque el señor es robusto, un enano fisiculturista,
piernas chonchas que refuerza montando bici a donde lo llamen, brazos velludos
y corte a cepillo, encima del techo pierde espesor, se almifica, no se siente;
y cuando salta al embaldosado, cae con todo: músculos, pelamen y fémur; cae por
dos. Y le damos jugo o tinto y se pone a contar los arreglos en otras casas, la
de un balcón que se metía en el balcón de otra señora, y a decir qué hará con
la plata del trabajo: tomarse una cerveza solo, para no tener que invitar a
nadie, y subir pedaleando a desacalorarse en el patio y tirarse agua serenada
de la poceta.
Nunca al venir tememos que se caiga al campo de batalla
gatuno, oloroso a café por las mañanas y a tajada de plátano por la tarde;
creemos que, si sucede, Dios no quiera, le abriría un hueco y traspasaría
varios pisos; o, a lo mejor, antes de tocar teja, se detendría y, parándose en
el aire, ojearía los inconvenientes en esos techos, les tomaría fotos y se las
mostraría a posibles afectados, ahora no porque no llueve ni en la bañera,
ofreciendo sus servicios de albañil baratero.
San Pío X, febrero de 2024
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Ouroboros, «Iluminaciones», San Cristóbal, Colombia, núm. 31, septiembre 26 de 2024.
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