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Colado

A cat standing on it's hind legs, Louis Wain

Eran las ocho en punto: saqué la arepa, el quesito, el huevo, el tomate y la cebolla de la nevera y me puse a hacer el desayuno estirándome a ratos, bostezando como si un diablillo apretara el botón de bostezos recién acababa de cerrar uno, y escuché las voces afuera: los niños de la del tercer piso yendo al colegio.

¡Mami, mami gas!

¡Gabriel, córrete, no pises eso! Y se dirige a la amiga de enfrente. Mana, ¿es del tuyo?

¿Del tuyo qué?

Pues esto.

No, qué va ser mío mana.

Abrí la puerta y era, para el gusto del ayuno y los dolores musculares, un charquito ya estancado de bilis con dos grumos de hojas; la bilis se detuvo terminando la escala y se estancó a lo largo del borde. Por lo menos los pasitos de los niños ni de la regañona le dieron arabesco de suela; pero el artífice de la sopa, el dueño de esos deshechos gástricos, el gatico, maullaba, queriendo entrar a mi casa, bregando a abrir con su tozuda cabezita el breve espacio abierto. En esas llega, para mi bien, Luz con sus empanadas de arroz e ilusorias adiciones de pollo a rescatar mi desayuno escaso en golosinas, y como su edad la capacitó para arreglárselas con los gatos de toda calaña, le pido auxilio:

Luz, ¿qué hago Luz? El gato no se quiere... Amanecí con gato que no es mío.

Pareciera, y de esto solo puede dar razón la compatriota y ama de llaves de los eternos embajadores de Portugal en Cuba, que lo adopté o le di atún en uno de los sueños de aquella noche, en los más furtivos, los que nadan a ras de suelo y no se dejan conectar por los de toma fácil, los exhibicionistas que al menor movimiento convierten la calzada en un campo de tiro y al durmiente en un cerdo montaraz con dientes de rabino y cola de avestruz chamuscada. Ese tipo de sueños se cuelan en «los pasos naturales de la vida», como el infiltrado que se acopla al trote del batallón, y nace purgado en la mañana que menos se lo espera, justo cuando la rutina se ha sacralizado y los ademanes que no se repiten encuentran el desprecio de los que han confundido.

Ahí estaba, viéndome, maullando a las mamás que salían en chores a comprar legumbres, lanzándose para entrar a mi casa como si fuera yo el intruso. Hasta pensé que era el gato de otras personas que vivieron aquí, y en un momento se perdió o se murió, y ahora vuelve a reconciliarse, a ocupar con sus pelos las sopas, a hacerse querer sin dar nada a cambio.

¡A ver, váyase! lo reprende Luz, montándose la coca de las empanadas en la pierna y, con la mano libre, aventándole viento. Mijo, tírele agua, pero no mucha. ¡Se fue, váyase gatico!

Y medio lleno la jarra lavada de la leche, abro la puerta, le tiro un chorrito de la columna a la cola erguida, se mete por las aberturas de la reja, me mira por última vez y se mete a la derecha, a escamparse bajo el balcón del segundo piso, donde parquean, en el mejor de las colocaciones, tres motos con candados de seguridad en los ejes de las ruedas y en los discos de freno. Le saco un plato a Luz, envuelve dos empanadas en servilletas, previniendo la dureza y el frío que les puedo sacar con una calentada, «Que se calienten en el estómago», y las pasa por el hueco, rozando la herrumbe que descubre la pintura negra desgastada y dejándolas en el plato; le agradezco, le entrego un billete y el resto de monedas que no cuenta, «¿Ahi están?», «Yo creo», y dejo el plato en la estufa, relleno la jarra y lavo el vómito, lo remuevo sin estregar, que baja dos escalas y se escurre a la calle de charcos ennegrecidos.

Me asomo por la ventana y veo al gato estirado en un sillín; en la moto de la esquina, la que no van a mover hasta nuevo aviso porque el dueño se fue a resolver unos asuntos con los hijos de Venezuela, hay una rata lambida, o con los pelos revolcados, la panza blancuzca y los piececitos tiesos, siendo invadida por moscas y vigilada por el gato. «¡Conque sí!», me dije, y volví a la casa, cerré las ventanas, no vaya a metérseme la peste, a infestar los armarios y a incubarse en la nuca, mientras me lavaba las manos, como si me hubiera restregado con los aceites de la rata, para proseguir con el desayuno.

Los maullidos me acompañaron, a mí y a las que abrían y tiraban la reja, mientras comía y esperaba, el casco puesto, otro obstáculo a la infección, que tocaran el pito para subirme y hacer que acelere lejos de esta cuadra. Íbamos al cajero por Balbino, pero la novia del conductor dijo que por el Guayabo había dónde sin que anduviera temeroso del pico y placa.

¿Será que le doy cuido? el gato se entrevera a mis piernas.

No porque lo ceba.

¿Ni ponerle agüita entre las motos?

Móntese a ver.

Bajamos con la moto apagada por las ladrilleras, dejé de respirar para no tragarme el humo quemado y bajo que manda a cerrar todo orificio de casa y a pasar trapos sobre las superficies de las vitrinas, que mantiene polvoriento los vidrios opacos de la estación, la máquina y las tijeras del barbero, el frío que emana la neverita de helados y el pelambre de los callejeros, de las gardenias, y la pantalla del televisor culón del vigilante que, por más señas, es cojo, delgado, tercera edad y descendido por una mala fuerza que le malbarató la espalda; al menos con su cigarro contraataca el humo de adobe cocido y con su dentadura de comercial asusta a los intrusos y a las madres con las cocas.

Giré la plata, él dio una vuelta y subimos, le tocó prender la moto, con una brizna que se intensificó tanto que, al llegar, me dijo que luego le pagaba, y siguió monte adentro, dejándome con el ratón inflado y la patada de billar que lo tiró al cauce de la canaleta; el gato no apareció, y eso que lo busqué, tomando tinto, viendo a los mojados protegerse con sus bolsos, desde la ventana.

 

El Pedregal, octubre de 2024


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La Tinta, «Las mascotas...», Tecámac de Felipe Villanueva, México: La Tinta Ediciones, núm. 39, septiembre-octubre de 2024

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