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Mostrando las entradas de febrero, 2022

Hijos para el régimen

Los tres hermanos y el padre de Yang Yong-hi El 16 de abril de 1972, a dos meses de que Nixon visitara la china maoísta, Kil Il-sung, el Gran Líder, el presidente eterno de la «República», cumplía sesenta años —faltaban veintidós para que los norcoreanos lloraran, en una escena parecida, en multitud y en arrebato, a la orgía de El perfume , y para que el techo de un Ford transportara su tumba—. Los colegios, universidades y militantes pro Corea del Norte en Japón celebraban el cumpleaños regalándole sus hijos al líder comunista, con la ilusión de «ayudar a construir un paraíso socialista». Uno de esos jóvenes repatriados fueron los tres hermanos de Yang Yong-hi, quien en 2005 estrenó Dear Pyongyang , un documental en el que explora los silencios familiares —que se fortalecían a causa de la vanagloria norcoreana: de puertas para afuera los padres se ufanaban de que sus hijos eran felices y leales a su patria—, el presente de sus hermanos y el remordimiento por haberlos enviado a un r

El milagrito

Fragmento: el manco y su familia veneran al estilita. Simón del desierto , 1965. Hay una escena de Simón del desierto (1945), de Luis Buñuel, en la que el santo, estrenando la columna que le donó un rico por curarlo de un mal, ante una ola de creyentes, atiende la súplica de una mujer para que le permute los muñones de su esposo en manos. Simón se arrodilla a orar (todos lo siguen), espera, se levanta y con pose de iluminación, señala: «Ya estás bien. Da gracias a Dios y vuelve a tus quehaceres»… El hombre contempla el milagro, figura sorprenderse y sanseacabó: vuelve con su familia a la cotidianidad, se paran y empiezan a enumerar las tareas aplazadas: zanjar la huerta, comprar un nuevo azadón… El enjambre se disuelve y ni unas gracias para el estilita. Luego, la hija del hombre le toma las manos, le pregunta si son las mismas de antes y este le responde: «¡Cállate tonta! —le da un pescozón— ¡Déjame en paz!». El milagro es tan efímero, de tan buen servicio y a tan buena hora, que n

Ocupados

Fuente: Paul Rogers Echando ojo a una peluquería, vi a un niño sacando las manos de la bata, la cabeza inclinada y la mamá y el peluquero atentos a que no se moviera ante cualquier imprevisto que le diera el celular (cuya batería cargo la mamá para que no se le apague y para que el filo de la Minora siga sin reveses su curso)… En el metro, en esas conversaciones que se escuchan aún bajo el tapabocas y a pesar de las llamadas, los chismes y los lloriqueos de los bebés en hora pico, una mujer —ya entrada en años— le decía a su hermana que el nieto, cuando se le moría el celular, iba a pedirle la tablet (con la cual estaba jugando), primero, con un por favor y un please ; segundo, con una lambonería que, bien o mal, hacía entregarle el rectángulo no sin antes pedirle un pico en el cachete. Multitud de significados se pueden reflexionar de esas anécdotas (que son pocas). Pero lo que me llama la atención es la necesidad y la angustia con que los niños (y los jóvenes y los adultos) buscan

III y XXV

Fragmento de  Una pasión discreta  (2016), de Terence Davies III   A las hermanas Dickinson   A la par de los gritos, distendida la carne, soltando la peinilla, humo de sepelio, dos mujeres, madres de las velas, hijas del sigilo, venda de cocuyos, acompañantes del traje y el alba, redobles de tambores para una misa sin párroco.   ¿Quién, sino ellas, sulfuro de ojos, dientes a la lágrima; quién, sino ellas, par de hombros ante el vidrio, cuerpos amasados por un sollozo, el prolongado por la memoria y las consideraciones; quién sino ellas, hijas, han de sobrevivir la pena, han de serle testigas?   Otra mano puede callarlas, otro sol acusarlas… Pero nadie, ninguno, sabor a rocío y perfumes de baño, arruga estéril (forzada); nadie merece callar su ahogo.   ¿Quién, sino ellas, pueden hacerlo… aflojar los círculos del nunca, hundirse al calor de la yacente, oír los adioses como silbidos?   *** XXV   cada noche una idea

Revisión compartida

Dos árabes leyendo en un patio , Edwin Lord Weeks Hace días revisamos, un compañero y yo, un texto mío antes de ser publicado. Las frases que menos esperaba incomprensibles le resultaron difusas y algunas ideas no le quedaban claras —y para mí eran más que explícitas—. Meditando el encuentro, recordé a Rafael Aguirre, de cuya mano me inicié en la creación literaria, que decía que hay interpretaciones de lectores que el escritor no esperaba. (Umberto Eco saldría a decir que la interpretación tiene límites, y agregaría un libro de juicios). Pero yo, más que darles pie a interpretaciones nuevas, o diferentes (que las hubo), me encontré con la lectura por parte de otro, inmediata (nos sentamos en un rincón de la Biblioteca Diego Echavarría Misas, con el cielo por testigo), y la confrontación , la necesidad de hacerme entender y de explicarle, más allá del texto, lo que quiero decir. Antonio Caballero Holguín, que descanse en paz, aclaraba en una entrevista que en sus artículos políticos