III
A las hermanas Dickinson
A la par de los gritos,
distendida la carne,
soltando la peinilla,
humo de sepelio,
dos mujeres, madres de las
velas,
hijas del sigilo, venda de
cocuyos,
acompañantes del traje y el
alba,
redobles de tambores para
una
misa sin párroco.
¿Quién, sino ellas,
sulfuro de ojos,
dientes a la lágrima;
quién, sino ellas,
par de hombros ante el
vidrio,
cuerpos amasados por un
sollozo,
el prolongado por la memoria
y las consideraciones;
quién sino ellas,
hijas,
han de sobrevivir la pena,
han de serle testigas?
Otra mano puede callarlas,
otro sol acusarlas…
Pero nadie, ninguno,
sabor a rocío y perfumes de
baño,
arruga estéril (forzada);
nadie merece callar su ahogo.
¿Quién, sino ellas, pueden
hacerlo…
aflojar los círculos del
nunca,
hundirse al calor de la
yacente,
oír los adioses como
silbidos?
***
XXV
cada noche una idea del adiós
tantas noches
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