Hace
días revisamos, un compañero y yo, un texto mío antes de ser publicado. Las
frases que menos esperaba incomprensibles le resultaron difusas y algunas ideas
no le quedaban claras —y para mí eran más que explícitas—. Meditando el
encuentro, recordé a Rafael Aguirre, de cuya mano me inicié en la creación
literaria, que decía que hay interpretaciones de lectores que el escritor no
esperaba. (Umberto Eco saldría a decir que la interpretación tiene límites, y
agregaría un libro de juicios). Pero yo, más que darles pie a interpretaciones
nuevas, o diferentes (que las hubo), me encontré con la lectura por parte de
otro, inmediata (nos sentamos en un rincón de la Biblioteca Diego Echavarría
Misas, con el cielo por testigo), y la confrontación,
la necesidad de hacerme entender y de explicarle, más allá del texto, lo que
quiero decir.
Antonio Caballero Holguín, que descanse en
paz, aclaraba en una entrevista que en sus artículos políticos hacía lo máximo
posible por ser muy trasparente e inteligible para que nadie hiciera fiesta con
hermenéuticas de doble filo, malintencionadas, en busca del Schadenfreude. Mi texto no era solo
político; era una écfrasis con intentos poéticos, por lo que no trataba de dejar
las cosas a modo de manual pedagógico. Puede que la lectura del compañero no
era del todo hábil: muchas aclaraciones eran de índole gramatical y otras, muy
jugosas, de complementos a las frases, de reforzamiento del sentir. Y ahora el
texto crea mejor lo que deseaba: la indignación por los inmigrantes haitianos
expulsados de la frontera sur de Estados Unidos con más argumento, más ejemplos
y más descripción de las condiciones de vida (las galletas de barro que
consumen para embolatar el hambre, las maletas llenas con las que salen de
Haití y la reducción a bolsas con las que se acercan a la frontera gringa,
etcétera).
Las recomendaciones de ese lector, que a la
vez se desempeñó como editor, ultimó algo que yo juzgaba no se le podía agregar
más letras. Si hubieran sido más lectores, más complementos tendría y, por
tanto, más sugerencias anotaría para trabajarlas. No obstante, era solo uno. Y
la frase de Mónica Maud cobró valor: «De los otros, ¡tan valiosos para nuestra
formación!». Y la pregunta que siempre acompaña el aprendizaje: ¿cuánto he
escrito y no he examinado? Y lo más trágico: ¿cuánto he publicado y no he
retroalimentado con otro, sea quien fuese? Nadie más que yo (a veces únicamente
una persona) lee estas columnas antes de enviarlas. En este caso el tiempo
escasea, el cual sí debe emplearse de buen modo al detallar un libro sobre un
tema científico, o una revista que se preocupe por su conjunto (portada,
sumario, editorial, créditos, contenido, ilustraciones, contraportada…).
Uno de los agradecimientos de la segunda edición de Documentos de identidad (Tadeu da Silva) versa así: «Mi mayor
agradecimiento a las personas que leyeron las primeras versiones del libro y me
dieron valiosas sugerencias». Y esas sugerencias eran de especialistas, supongo
yo, a diferencia de las de mi compañero y las mías.
Entonces entra al ruedo el papel del editor,
además de los que individualmente suman su grano de crítica, para filtrar,
seleccionar, hacer desistir, servir de garante de la obra y tener un gusto que
sirve de base para otros. Drama que, para Eco, en el maremágnum de cosas sin
criterio y sin distinción que se combinan y pasan en la red (para alguien
inadvertido) de conspiraciones o teorías de bachillerato a citas académicas o
de culto:
¿Es posible que existan en internet sitios que
desempeñen esta misma función? Podría objetarse que por cada Fiera
Letteraria, que era el único semanario de información sobre literatura y
arte que un joven podía encontrar entonces en el quiosco, internet ofrece diez
mil sitios análogos y, por tanto, surge asimismo en este caso el drama de la
imposibilidad de seleccionar. Recuerdo que en mis tiempos también circulaban
(gratis) revistillas de pago para poetas, pero en cierto modo (o por olfato o
por consejo de alguien) entendí que era más de fiar La Fiera que los
otros papeluchos. Y eso mismo podría suceder con la poesía en internet. Del
mismo modo que tienen razón los que dicen que existen festivales y revistas, se
presume que un poeta o un lector de poesía serios puedan recibir información
adecuada para orientarse a sitios fiables.
Horquilla. ¡Qué ruido el de los precandidatos! El refinado instinto electorero los llevó al partido a hacer propaganda que, pobrecitos, se vuelve en su contra. Y a Benedetti se le sale por la culata lo de bulto de sal.
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