Fuente: Paul Rogers |
Echando
ojo a una peluquería, vi a un niño sacando las manos de la bata, la cabeza
inclinada y la mamá y el peluquero atentos a que no se moviera ante cualquier
imprevisto que le diera el celular (cuya batería cargo la mamá para que no se
le apague y para que el filo de la Minora siga sin reveses su curso)… En el
metro, en esas conversaciones que se escuchan aún bajo el tapabocas y a pesar
de las llamadas, los chismes y los lloriqueos de los bebés en hora pico, una
mujer —ya entrada en años— le decía a su hermana que el nieto, cuando se le
moría el celular, iba a pedirle la tablet
(con la cual estaba jugando), primero, con un por favor y un please; segundo, con una lambonería que,
bien o mal, hacía entregarle el rectángulo no sin antes pedirle un pico en el
cachete.
Multitud
de significados se pueden reflexionar de esas anécdotas (que son pocas). Pero
lo que me llama la atención es la necesidad y la angustia con que los niños (y
los jóvenes y los adultos) buscan la realidad virtual, la pantalla negra para
«desvanecerse» de lo que los rodea, para no estar «de pie con los pies» ni
donde se está. Así, recibir una clase, ocupar una silla en la reunión, sentarse
a la mesa, ir en el transporte o caminar no es recibir la clase, ocupar la
silla, sentarse a la mesa, etc. Las cosas reales, el momento, se desfigura y se olvida.
El
aburrimiento es uno de los motivos: como me aburro viendo al profesor, las
maticas del patio, la Comunión, los desniveles de la calle, entonces prendo el
celular y ahora sí hablamos el mismo idioma. El sujeto se entretiene, se
distrae, se ríe y se comunica. No bosteza (o no inmediatamente), no mira
alrededor, no hace figuritas en la hoja ni se detalla las uñas sucias, no es
con y en el instante. El estímulo a hacer algo, a ocupar el tiempo lo mueve por
moverse, por «nutrir» lo que ya está lleno (como la digestión: ¡qué mejor
espacio para aburrirse que la «pateada después del almuerzo»). Se es
proactivamente ejemplar para una hoja de vida y más multitarea que la exesposa
(para entonces esposa) que relata Vargas Llosa en el discurso de aceptación del
Premio Nobel: «Ella hace todo y todo lo hace bien», con la diferencia de que
nuestro sujeto hace todo mal, a medias y muy pocas veces bien.
Inclusive,
la disponibilidad continua abre el camino a hacer las cosas sobre la marcha: la
vieja de la tablet hablaba sin mirar
a su hermana; el niño no advertía cómo el peluquero cumplía la estética de la
madre, dejándolo sin el pelo mínimo para cubrirle las orejotas. El estudiante
habla con su condiscípulo y todos los planes que tienen se concretan en el
transcurso de la cátedra. Ir de uno en uno en la consecución de las tareas es
mala efectividad: he de ser capaz de hacer el refrigerio, leer el poema del día
y sobar con el pie a la mascota. Si amontono más de dos actividades a la vez,
tendré el resto de tiempo libre para… para reunir otras actividades y
atosigarme.
Practicar
las cartas a papel y lápiz (o lapicero) en este siglo retoma la paciencia de la
espera, la especulación del remitente. Y, en un momento u otro, sale a luz la
pregunta: ¿esto hacían mis antepasados? «Esto»: escribir a mano, corregir,
sacar en limpio, guardarla en el sobre, entregarla cuando se vean los
correspondientes (o cuando el cartero llegue al buzón), habitar el espacio de
expectativa, preguntarse por lo dicho y a quién se lo dijo, la sinceridad y la
coherencia; y la respuesta, abrir la carta (olerla, examinarla, ojearla), leer
con la responsabilidad de quien va a responder, escribir de nuevo.
Una
cosa a la vez, una carta a la vez. El mensaje se demora en tocar y la demora se
acepta. Las personas están disponibles en el encuentro de entrega y se ven a la
cara, se escuchan, se conocen más que por cualquier perfil. Y no hay más tareas
que lo ocupan, correos electrónicos, videos de canales desconocidos,
aplicaciones tristes porque no se han visitado (y reclamando atención), lo
último en la farándula, el recordatorio sacudiendo la modorra del firme
ajetreo.
La
señora de la tablet terminó yéndose
con el aparato, agarrado fuertemente (escuchó que hay «personas
malintencionadas»), y el niño no se dio cuenta de su corte sino cuando llegó al
colegio y se le burlaron los amiguitos. Yo, en el primer caso, ocupé su puesto,
y en el segundo, continué mi camino: no tenía nada que hacer…
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