Hay una escena de Simón del desierto (1945), de Luis Buñuel, en la que el santo,
estrenando la columna que le donó un rico por curarlo de un mal, ante una ola
de creyentes, atiende la súplica de una mujer para que le permute los muñones
de su esposo en manos. Simón se arrodilla a orar (todos lo siguen), espera, se
levanta y con pose de iluminación, señala: «Ya estás bien. Da gracias a Dios y
vuelve a tus quehaceres»… El hombre contempla el milagro, figura sorprenderse y
sanseacabó: vuelve con su familia a la cotidianidad, se paran y empiezan a
enumerar las tareas aplazadas: zanjar la huerta, comprar un nuevo azadón… El enjambre
se disuelve y ni unas gracias para el estilita. Luego, la hija del hombre le
toma las manos, le pregunta si son las mismas de antes y este le responde:
«¡Cállate tonta! —le da un pescozón— ¡Déjame en paz!».
El milagro es tan efímero, de tan buen
servicio y a tan buena hora, que no sorprende. ¿Tener de nuevo las manos que
perdí por robar? ¿Acaso me tengo que sorprender? La familia, todos naturalizan
el hecho, y bueno, sí. La instantaneidad desentiende la vena del pasmo, del
asombro. Esto se asemeja a las cosas que bien tienen su proceso, su camello, su
odisea, pero que llegan a mí con la bienaventuranza del empaque (papitas,
aperitivos, sopas, etc.), del plato servido, del conocimiento con más de tres
resúmenes encima, más el resumen «didáctico» en clase, de la imagen de Jesús en
el sedimento de la taza, después de tomar café. Los sucesos ocurren fugazmente,
y los pobres testigos apenas alzan las cejas, abren la boca, para darle paso a
la cámara y a la propaganda (que si da lucro, mejor).
El milagro es un salto de longitud de los
pasos que lo hubieran generado, es llegar a la meta incluso antes de planear el
objetivo (cuando se busca el verbo que encaje). Si bien el hombre no podía
hacer nada para recuperar sus manos, a diferencia de quien tiene que volver a
casa (sea Odiseo o los Diez Mil), el milagro le dio todo en un momento, y sin
parpadear, hizo la creación norma. ¿Cómo se sentiría Odiseo si, en las
melancolías que aguantaba en la isla de Cirse, pasase de un pispás a Ítaca, sin
pretendientes y en la habitación con su mujer? ¿Qué sería de los que, a mitad
de carrera, en sus trasnochadas de indecisión por haber escogido la correcta,
cruzan de una vez por todas a la ceremonia de grado?
En la mentalidad de chancero se comprende el
milagro. El que piensa un número, o el que lo ve en las alas de la mariposa o
en la placa de un carro que se parqueó por ventura frente suyo, busca saciar
sus necesidades de un día a otro o esa misma noche. Trabaja porque sabe que si
no se muere de hambre, pero hace los números para que no tenga que morirse de
hambre al dejar de trabajar; para no aguantarse las madrugadas, el metro que
entibia las mañanas gélidas, las filas de los buses y, en total, los pasajes y
los oficios; para jubilarse antes de tiempo y no tener que lidiar con los
proyectos de la empresa (a los cuales no daría, si fuera por él, ni un centavo
ni un esfuerzo).
Que lo jueguen las clases bajas no es de mi
asunto: a veces, lo que viven de su explotación, las culpan de supersticiosas o
facilistas, cuando son ellos los facilistas y, por su parte, los teóricos que
pasan del elogio al fetiche de la dificultad. Mas ¿qué sucede después de ganar
el chance? ¿Se acaban verdaderamente las penas, las congojas, los fastidios y
las madrugadas? ¿Hay seguridad en ese sujeto? ¿No tendrá que volver a sus
quehaceres, a seguir con el avance de la vida y sobrellevarla? Y ¿qué sería de
esa persona si ganara el chance la primera vez que lo hiciera, cuando lo
inician sus abuelos o sus padres? ¡Equilicuá! Gastar la plata (perderla) y
seguir compitiendo —si es que estaba al tanto de los ganadores y no dejó pasar
la victoria.
Las escalas que se salta el milagro, o que
hace saltar el milagrero, son las que unas secuencias de actividades para la
aprehensión de algo buscan, son la negación del método cartesiano y la búsqueda
de las verdades por uno mismo. El milagro es la tristeza de san Judas Tadeo:
¿quién lo invocaría? ¿Cuántos velones dejarían de refinar su contemplación?
Horquilla. Oír a Putin echarse flores de que Rusia es
potencia en bombas nucleares, a pesar de no ser rival para la OTAN, eriza la
piel. Si todos pierden, como afirmó, ¿para qué «ganar» a medias? Estas
situaciones mundiales lo hacen sentir a uno afortunado de no pertenecer a los
países que conforman la alianza, hasta que investigo que Santos ya nos ingresó
en 2018... ¿A esperar el milagrito?
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