El 16 de abril de 1972, a dos meses de que Nixon
visitara la china maoísta, Kil Il-sung, el Gran Líder, el presidente eterno de
la «República», cumplía sesenta años —faltaban veintidós para que los
norcoreanos lloraran, en una escena parecida, en multitud y en arrebato, a la
orgía de El perfume, y para que el
techo de un Ford transportara su tumba—. Los colegios, universidades y
militantes pro Corea del Norte en Japón celebraban el cumpleaños regalándole sus hijos al líder comunista,
con la ilusión de «ayudar a construir un paraíso socialista».
Uno de esos jóvenes repatriados fueron los tres
hermanos de Yang Yong-hi, quien en 2005 estrenó Dear Pyongyang, un documental en el que explora los silencios
familiares —que se fortalecían a causa de la vanagloria norcoreana: de puertas
para afuera los padres se ufanaban de que sus hijos eran felices y leales a su
patria—, el presente de sus hermanos y el remordimiento por haberlos enviado a
un régimen que les encerró la juventud no por cuenta propia.
Yong-hi, a los 17 años, hizo una excursión con su
colegio a Pionyang. Además de
visitar museos y lugares emblemáticos de la revolución, se vio con sus
hermanos. No podían hablar de temas políticos («temas difíciles») en los veinte
minutos de encuentro que les daban, porque se sentían grabados (Big Brother is watching you). Inclusive,
en una caminata (¡ni en la complicidad de los árboles!) el hermano mayor rechazó
hablar al respecto del país…
Los tres hermanos enviaban cartas y fotos a Japón.
La madre, viendo al menor tan flaco, rompió la foto. La respuesta a las cartas
eran provisiones, más que todo en la década del 80 y en la hambruna del 90.
En el tráiler oficial hay un fragmento donde la
hija, ya mayor, le pregunta al padre, viejo, cabizbajo, con el mismo corte Juche
(véase, para una ejemplificación americana, a Lezama Lima) y con una sencilla
camiseta blanca: «¿Te arrepientes de haber enviado a todos tus hijos a Corea
del Norte?»… El padre sigue en su posición… No sube la mirada… Mueve los
labios…
«En el mismo documental él aceptó, en voz muy baja,
que no tenía la menor idea de lo que ocurría en Corea del Norte cuando envió
sus hijos como un regalo. Que era muy joven»… La fe intacta, el impulso
ideológico, el halo del monte Paektu vacila, cojea, se encuentra con la
fragilidad de las decisiones y sus consecuencias. Facilitó a sus tres hijos
para el sexagésimo cumpleaños del presidente que, no bien está muerto, sigue
con la propiedad psicológica o material de sus hijos, los que le recomendaban a
Yong-hi que escuchara toda la música que deseara y viera todas las películas
que pudiera.
Sin embargo, el padre continuó fiel al partido.
Muchas personas le recriminaron sus palabras. En el velorio le decían a su
esposa que era un traidor. Casi nadie asistió a su entierro. ¿Qué pensaría en
sus últimos días? ¿Qué se le pasaba por la cabeza en los aniversarios de sus
hijos? ¿Creía firmemente en el paraíso socialista que le prometieron?
Hay un poema de Mejía Vallejo («Un silbo de
turpial, tan alto / que el mismo silbo / creó al pájaro»), en el que el silbo «es»
la propaganda creadora de quien la emite: la misma fuerza norcoreana estableció
al padre en su defensor acérrimo, su célula en Japón. Pero («Cuando el turpial
voló, / su silbo / prolongó, ya sin final, / la tarde») el silbo del turpial
socialista no limitó las fechas del proyecto; lo hizo al vamos a ver cuándo se
acaba, y lo heredó a su dinastía. Quien está en el medio, o afuera, envejece
sin sus hijos, roído por la ideología y sin frutos qué celebrar.
La tarde se hizo noche y la hermana no puede
visitar a sus hermanos. El documental le sirvió de purga y denunció la
irracionalidad hermética de Corea del Norte. Hay otro rodaje (Our homeland, 2012), en el que uno de
sus hermanos, tras 25 años de ausencia, vuelve a Japón. Nuevamente lo mismo,
solo que ya no Kim Il-sung sino su papá: él voló y prolongó, ya sin final, la
tarde.
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