Fuente: Esteban Vega La-Rotta |
¿Conocen un departamento en Colombia en el que
se pueda comparar la vida de los niños con la de una efemeróptera, un
gastrorico o una abeja obrera? Pues La Guajira. ¿Conocen un lugar donde se haga
una protesta de hambre contra el hambre que se combate? Pues en Colombia.
¿Saben quiénes cargan con ese peso o esa liviandad mortal del hambre? Los niños
muertos por desnutrición o que están a punto de padecerla.
Hay que recordar los versos de Miguel
Hernández, en El hambre, para
dejarnos de preguntas y apelar a la conciencia: «Tened presente el hambre […]»
Esto significa olvidar, por un momento (o para siempre) la llenura acomodada:
el letargo; en la pereza de las barrigas llenas no funciona la crítica, propia
o ajena. Mi hambre se sacia; ¿y la tuya? El hambre que ha matado a niños wayuu
¿es el hambre que lleno abriendo la nevera o comprando en la tienda? Ni con
hambre nos sentimos hambrientos,
psicológicamente en inanición, lejos
de preocuparnos porque no hay comida, porque en el basurero no hayan traído las
descompuestas, babeadas y sucias raciones diarias. De eso no nos preocupamos;
en La Guajira sí.
«El hambre paseaba sus vacas exprimidas, / sus
mujeres resecas, sus devoradas ubres, / sus ávidas quijadas, sus miserables
vidas […]» El hambre crea un séquito de hambrientos a los cuales el verbo vivir les queda corto, entonces le
agregan el prefijo sobre. Y andan por
aquí y por allá, sin mirar el sol, ni la arena, ni los palos secos, ni la piel
tostada. No miran ni saben que hay algo que, gracias a un librito, tiene como
deber cumplir con sus derechos básicos. Y como sol, arena, palos y pieles se
convierte la salud, la alimentación —agregaría la educación, pero la barriga
todavía no está llena— por avanzados parques eólicos y fructíferos (para unos)
proyectos de multinacionales.
«Los años de abundancia, la saciedad, la
hartura, / eran sólo de aquellos que se llamaban amos», para quienes desviar el
arroyo Bruno es un mero interés capital. Para quienes miden el arroyo por
toneladas de carbón. Para quienes poco les vale, aunque lo sepan, que ese
arroyo tiene un significado cosmogónico y ontológico, como es el caso de las
comunidades indígenas y afrodescendientes (y eso sin mencionar el valor mismo
que tiene como parte de un todo en la naturaleza). Por esto «Nosotros no
podemos ser ellos, los de enfrente, / los que entienden la vida por un botín
sangriento: / como los tiburones, voracidad y diente, / panteras deseosas de un
mundo siempre hambriento».
«Años del hambre han sido para el pobre sus
años. / Sumaban para el otro su cantidad los panes». Del hambre guajira, de la
vida de los niños guajiros se ha alimentado el Cerrejón, los que han desviado las
sumas del alimento escolar a sus bolsas, a sus glotonas papadas, a sus
proyectos «nacionales». Pero hoy alguien dijo: «Hambrientamente lucho yo, / con
todas mis brechas, / cicatrices y heridas, señales y recuerdos / del hambre,
contra tantas barrigas satisfechas: / cerdos con un origen peor que el de los
cerdos». Y no solo lo dijo uno; lo dijeron tantos como para que los cerdos no
se puedan hacer los sordos, para que no los delate su escucha y su
indiferencia.
«Por haber engordado tan baja y brutalmente, /
más bajo de donde los cerdos se solazan, / seréis atravesados por esta gran
corriente / de espigas que llamean, de puños que amenazan» —en sentido figurado
o en materia cruel (menos que el hambre del verdadero hambriento) pero justa—.
La pasividad de los apetitos colmados, de los sueños hechos a costa de la
vigilia de otros, se verán reñidos por quien alimentó sus llenuras, por quien
nunca durmió. No es inevitable que suceda; no hay dios que no lo espere; no hay
filosofía que los escude. El país de cucaña se les nubló, se hizo sueño en sus
sueños (es decir, mentira).
«El hambre es el primero de los conocimientos:
/ tener hambre es la cosa primera que se aprende». El hambre alimenta su
universo vocabular, así como la muerte y el usufructo, la dejadez y los
aprovechados, los gritos y la extracción, la riqueza: los ricos y sus riquezas.
El hambre es la «pedagogía» que unos hombres de otros países, con trajes de
empresarios y un peso saludable, les enseñaron —y nosotros no subvertimos—. A
la vez de atujawaa (mamá) y taata (papá o abuelo), aprendieron a
decir jamü (hambre), ouktaa (morir) y alapajaa (lamentar la muerte de uno; asistir a un velorio)… El
hambre y el silencio. Mucho silencio. Tanto que lo aprendieron sin
pronunciarlo. Hasta ahora, que lo pronuncian y lo protestan.
«Por hambre vuelve el hombre sobre los
laberintos / donde la vida habita siniestramente sola». Más sola y mísera que
el espectáculo, privada de los jugos ancestrales, del porvenir en lucha (en
infinitivo: eejirawaa). Es la
inconsistencia de las cosas, de la humanidad. Eso es el hambre. «Reaparece la
fiera, recobra sus instintos / sus patas erizadas, sus rencores, su cola». El
hambre, los que provocan el hambre, se asustan de los hambrientos, les huyen,
procuran que otros hagan sus diligencias, que otros hagan trabajo de campo, que
otros no estén en sus pantallas, que nunca aparezcan en
las pantallas, en ninguna de las que disponen o controlan, para estar seguros
de informar al país «sus» mejoras y, dado el caso de que los esbirros no les
trabajen concertadamente, de tener a quien culpar.
«Arroja sus estudios y la sabiduría, / y se
quita la máscara, la piel de la cultura, / los ojos de la ciencia, la corteza
tardía / de los conocimientos que descubre y procura». No le sirven al hambre.
O no ya, como hambre. Les hubiera servido, y les serviría, para eliminar el
hambre: ciencia, conocimientos para matarla, para enseñar a sus víctimas la
causa política de su estado, para distinguir a su a’ünüü (enemigo), a su ka'ruwarai
(ladrón). «Ayudadme [ayúdenme] a ser hombre: no me dejéis ser fiera /
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente», exclaman los guajiros.
Comentarios
Publicar un comentario