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Individualidades en masa

Collage de Barry Kite

Recuerdo que una testigo de Jehová me enseñó, ayudada por el método socrático y un conocimiento sociolingüista admirable, la diferencia entre mundo y tierra: «¿Sabe por qué decimos, en un centro comercial, “Qué mundo de gente”?» Y supe porqué: el mundo son las personas, los pecadores, los salvos (o no), según su pensamiento. La Tierra es Madre, biología, Casa Común, biomas, Ecosistema. Es lo que Él creó para que lo habitemos. Eso me enseñó la señora.

Pero esta columna no será un alegato religioso; quiero tratar el mundo, la gente; en específico (y en general) la masa, los mares de fulanos, peranos, menganos, zutanos, perencejos y zutanejos; la irreconocible cara en el millón de caras. Resulta que yo me creía masa —¿secuela del reciente Paro Nacional?—, imposibilitado como individuo, un cero entre muchos ceros. No me imaginaba que hubiera instituciones capaces de individualizar, caracterizar, censar al gentío de un país, y guardar esos datos, esas formas en archivos que lo empolvan a uno en una parte de su vida. Hasta que fue corriendo el tiempo, fue sumándose en los relojes y fue agotando los afanes, y sí, después de la masa, e incluso durante la masa, hay individuos con una reseña de lo que hacen, dicen, gustan, piensan; ello anejo al arsenal informativo que tienen organizaciones para «conocerlo» a uno. (Es más, la criminalística técnica policial dispone la reseña dactilar, fotográfica y antropométrica para identificar a los detenidos).

El personal médico, abarrotado durante la pandemia, avalanchada sobre él la urgencia de ministerios y del mundo, tiene que vacunar, brazo por brazo, persona por persona, para detener el avance del virus. Y como cada brazo necesita un enfermero, digamos, que lo atienda, cada enfermero necesita un brazo para chuzar. De uno en uno se suman. Individualidades en la masa. ¿O no son multitud las filas que esperan recibir el biológico? ¿No fue extensa y larga la capacitación de personal para ocupar sus puestos durante la crisis?

Hace días escuchaba la publicidad de un consultorio médico para un cambio total (cambio total —cambio total—) mediante productos vegetales. Es decir, publicidad de yerbateros, pero en televisión. El locutor decía que allí dan un trato especial a cada paciente, y que han recibido muchos, tantos como para, infiero, traer el consultorio a las pantallas. Cada una de las personas atendidas (creámosle) recibieron un trato exclusivo, específico. De la masa a lo singular.

Y yo creía imposible que hubiera algo diferente para todo el mundo. En serio me sorprende, aunque sea un axioma (en algunos casos, menos en cuestión de derechos). Mientras, no veía lo que para un colegio es gestionar la logística de la noche de los mejores, de una ceremonia de grados, sabiendo que lo hicieron con muchas tandas de estudiantes hoy perdidos también en la masa, pero, tal vez, conscientes de su individualidad, de la caracterización que tiene el trabajo, la empresa, el sistema de ellos.

Vuelvo a una consideración sociolingüista: si no fuéramos individuos, la expresión «¿Por qué a mí?» demuestra la singularidad de los sucesos de la vida —de las personas sobre la vida, o del destino superior sobre la vida—. Ese «¿Por qué a mí?» es casi la exhortación metafísica del yo soy, aunque esta es de ímpetu y aquella de agobio. La suspiran los reclusos, los estudiantes que perdieron una materia por una nota, el empleado despedido por una mala venta, los primeras líneas detenidos y judicializados después del Paro (olfateo incansable de investigadores urgidos por encerrar a los luchadores del pueblo).

El mundo que me diferenció la testigo de Jehová tiene una cédula, una hoja de vida, un nombre, una cama, propia o ajena, catre o lecho, en la cual duerme; un baño, público o privado, en el cual hace sus necesidades; un cepillo, nuevo o viejo, con el cual se cepilla; unos zapatos, de marca o chiviados, con los cuales protege sus pies; una carrera (los más privilegiados: competencia); una moto; un carné de vacunación; un cigarrillo que fuma y bota para que un recogedor o un aguacero lo tienda al mar. Y ese fulano, perano, mengano, zutano, perencejo y zutanejo que hace parte del mundo, después de ser archivo, perito, investigación de Uno contra Uno, muere en la masa (los más desafortunados).

 

***

 

Para reforzar la cuestión de la individualidad, esta vez menos explícita en la masa, traigo a Eduardo Caballero Calderón. En serio que, a veces, la simple manera de un hombre, frágil pero lleno de insignias como ministro, canciller, teniente, etc., vuelca hitos históricos a la basura: (Hablamientos y pensadurías, sexto cuaderno):

 

Hace muchos años, en plena guerra de España, entrevisté al presidente de la comunidad vasca o vascuence, señor Irusta, recién llegado a Colombia a negociar con el Gobierno el asentamiento de doscientos o trescientos mil compatriotas suyos en nuestras costas del Caribe. Hombres de tierra y mar, rudos campesinos de una comarca verde y húmeda, salpicada de caseríos encantadores, seguramente se amañarían —como decimos los colombianos— en el esplendoroso paisaje que le da la cara al mar en bahías y caletas rodeadas de bosques, y las espaldas a la imponente Sierra Nevada de Santa Marta. Me decía Irusta que esos hombres y sus familias, o las que no tardarían en fundar al mezclarse con nuestros compatriotas costeños, formarían pequeñas aldeas de pescadores y labrarían la tierra. Sólo pedían al Gobierno colombiano protección y crédito para iniciar sus trabajos.

Personalmente me entusiasmó esa idea, pues además de acoger como nacionales a esos millares de exiliados, por ellos y con ellos los colombianos estableceríamos una industria pesquera y poblaríamos la costa del Caribe, desde Santa Marta hasta la península Guajira. Sobre todo inyectaríamos nuestra raza costeña con sangre de una de las más antiguas y ricas que se conozcan en el mundo. Para acelerar el camino hacia el progreso, a nuestro país le convenía y le conviene injertar en el plasma nacional nuevos elementos, como en el sur del continente lo hicieron brasileños, uruguayos, chilenos y argentinos, con alemanes, portugueses, italianos y españoles que emigraron a América.

Eso pensaba el burro que era yo, pero no el canciller de la república que habría de enjalmarnos al presidente Irusta y a mí. Ya no recuerdo quién era, lo cual sirve de paso para mostrar cómo muchas veces a lo ancho del mundo basta un hombre que incidentalmente desempeña un cargo, o basta el capricho de ese hombre en un momento dado, para desviar el destino de un pueblo. La naricita de Cleopatra se mete a todas horas y en todas partes a lo largo de la historia. El argumento clave del canciller, obsesionado con los sudetes austríacos, consistía en que era peligroso desde el punto de vista de la integridad nacional el establecimiento de una colonia vasca en costas colombianas.

 

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