La lectura, Picasso, 1932 |
Hay lecturas que llegan a las manos, los
pelos, las ansias y las necesidades de uno cuando más lo necesita. Es como el
guiño de alguien que nunca conoceremos —o Él sabrá cuándo lo conoceremos— y
que, muy buena gente, nos toma de la cabeza y nos acaricia con su barba, o sus
uñas, o sus dientes (hay quien dice que Cronos amaba a sus hijos a su manera
—nadie lo dice, en verdad—). Una de las lecturas que menciono, la conocí
—quiero prestar ojo a cómo llegué, o cómo llegaron a mí, por la intersección de
Él (la lectura de místicos o una espiritualidad exacerbada justificaría tanta
mencionadera de Él, pero es mero llamado a quien pueda escuchar)—, la conocí,
digo, en cuarentena, la mal aprovechada cuarentena (comparada literariamente
con otras: siempre hay alguien delante de uno y uno delante de alguien). La
segunda, después de cuarentena, gracias a un compañero.
Esas lecturas que llegan y se amalgaman, se
conjuran, dialogan y debaten cuando uno va por ahí, achicharrándose al sol o
cegado por el polvo, y le hacen preguntas, le hacen rascarse la cabeza y lo
hacen sentirse incómodo a uno. Lo hacen caminar de para atrás (o para adelante,
depende de quien lo considere) mientras uno supone ir hacia el fondo, pecho a
la ruta. Entonces lo agonizan —bajo el sentido de Unamuno: lo contradicen, lo
ponen en cuestión, lo hacen padecer la dialéctica— y, hasta que no se regale un
minuto, una hora, un buen trozo de tarde para pensarlos, para que lo recorran
los autores y sus escritos, para que él bucee y salga a tomar aire, o huya de
animales incógnitos (o los comprenda); hasta que no se deje ser en lo leído, no
hay calma, paz, sosiego.
Es necesario, pues, que vayamos a las
lecturas, y que las lecturas vuelvan a uno. Aunque, para este caso, para mi
caso, las lecturas son una invitación a la no lectura (con sus excepciones), al
no libro, y una invitación —vital, orgánica— a la «vida en vivo», a la «vida
caliente», a la vida muchacha (¡qué ardor!). Las lecturas de las cuales hablo
son: Si no se va no se ve, de Héctor
Abad Faciolince (la primera que leí), y Epístola
sobre los libros y los viajes, del barboseño Luis Tejada. Di con la primera
perdiéndome en casa, creyéndome un electrodoméstico, barriéndome en las infinitas
vueltas con la escoba, durmiéndome en el eterno insomnio de las fechas. Me
dieron la segunda comiendo pan para embolatar el hambre, bebiendo vino —añejado
por el compañero. Él es, juntos, el método Waldorf y Montessori—, esperando
fuera de la Casa del Teatro y Biblioteca Gilberto Martínez a que empezara la
función, mientras subestimábamos a un hombre que nos recomendó no hacernos
allí, mientras un habitante de calle nos pedía pan y otro, antes de pedírnoslo,
nos enumeraba su hoja de vida.
Al final entramos. Pero sentimos cosas antes de entrar. ¡Sentimos! Eso es
lo que nos da la vida (la «vida “viva”»): sentires.
Por lo que, «Si nos acostumbramos a hacerlo todo desde la casa, sin movernos,
virtualmente, nos vamos a perder la mitad, mucho más de la mitad de la vida».
Nos perdemos más de la mitad —sigámosle el hilo a Faciolince— de lo que pudimos
haber sentido. Y sin esa mitad, la muerte no es gozo, éxtasis, agradecimiento,
un «Por fin, Dios mío», sino una queja, otro inconveniente, otra gota de
estrés, un «Ah, ay, ah…»
Después de leer el primer texto, me decía:
«Bueno, esto se tendrá que acabar y tendré que salir». Y ahora, después de leer
el segundo, me digo: «¡Jesús!, lo que he perdido». Es por ello que una
frasecita redunda en mí: abrir de puertas, opening
of doors, portas abertas. Abrir
la puerta y dejar de contemplarla, de abstraerla; abrirla y traspasarla, para
oler, ver, escuchar, tocar, gustar, ¡sentir fuera de ella! Cruzarla para no
encontrar las lecturas encuevado, sino libre, fresco, al sol y la lluvia, con
sed y con hambre, con los pies quejumbrosos y las pantorrillas mallagadas. Eso
es vida, muchacha vida. No hábito monacal, emparedamiento, claustro,
biblioteca, incunables, Lucas Caballero Calderón o Nicolás Gómez Dávila.
Para estos la «calle numerosa y tumultuosa no
sería un espectáculo grato, con su explosión de colores, con sus músicas de
voces, con su variedad infinita de formas». Para estos no habrá quién les
enumere su sarta de oficios para después pedirles pan, ni quien les aconseje
con cara de loco, o quien les comparta un texto fuera de las bibliotecas, o
quien les ofrezca vino, diciéndoles: «Lo hice en mi casa». Para mí no había
cosas antes de estas dos lecturas, no había quien me dijera: portas abertas. Por último, y un poco
patraseándome, habrá un punto medio entre libros y vida, entre encierro y
abertura. Por algo existen los libros de viaje… Pero no. O una cosa u otra. O
la vida o el libro. Y en este caso, la vida, aunque Él no lo quiera —si quiere
algo.
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