Los ángeles de la Madonna Sixtina, Rafael Sanzio |
Un practicante, en medio de los saludos de buenos días,
mira el ojo izquierdo de F. y nota una ojera morada y, en la esclerótica, una
lágrima de sangre perdida en su recorrido… Pero F., contrario a su ojo, le
pregunta cómo está, qué ha hecho, si sabe dibujar un tiburón… La cooperadora le
pregunta: «¿Cómo te has comportado en casa?» Y responde: «Bien. Solo que mi
hermano y yo peleamos mucho, ¡y yo no me voy a dejar de él!»
Entonces para
el tema: el practicante y la profesora no preguntan más: una palabra basta;
saber que le pegó su hermano, y que le tuvo que haber dolido el golpe, basta:
las clases se dan, el descanso se da y F. trapea como cualquier otro
estudiante.
Este es, pedagógicamente hablando, el compromiso de una
profesora y un futuro profesor: «Te han hecho daño, F., muy mal por ti; ¿qué tanto de la culpa de ese morado tienes?
¿Habrás dejado ese rojo para que lo viéramos? ¿Qué esperas de nosotros? Que te enseñemos… No más».
Puede que tenga la culpa, que su manera de ser en casa no
sea la misma en el colegio, que intente mostrar algo, pero, ¿y nosotros? Un testimonio, las señoras del
aseo le averiguan, le entrega un dibujo al practicante, y ya. Nadia pasa del «Dios,
ayúdalo»; nadie dice: «Dios, danos fuerza» —por lo menos.
Y, aunque ambos se suman en la reflexión, en el papel de
la familia, en planear una clase
sobre el respeto —hasta que encuentren otro tema—, no habrá, para F., algo que
le asegure no acostumbrarse a los
morados y al dolor.
Esta insensibilidad obedece a la falta de preocupación
docente. (Y, tal vez, a la anestesia de la rutina). El ojo morado de F. es más locuaz
que sus ansias de interesarse en el
asunto.
De todas maneras, ojalá
que la cooperadora haya compartido el caso. Aunque ese ojalá, esa teoría, esa
abstracción de la práctica docente, esa entrega de deberes para que a ninguno
le toque el tango.
En fin, hubo más alboroto cuando F. llegó dos horas antes
al colegio.
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