Droom, Odilon Redon, 1878-1882, Museo Nacional de Ámsterdam |
—Amá,
¿por qué papá no se ha ido?
—No se puede ir. No alcanzó a irse.
—¿Y por qué llevaba a Kristina?
—Intentó salvarla; también a nosotros, pero no pudo. A
esta hora tendría que estar vendiendo arepas. ¿Cierto que estaban ricas?
—No las probé. Ustedes estaban muy emocionados, y yo no
quería quitarles arepas. Yeni y Kris sí comieron. Y Paulo. Véalos ahí —señaló con
los labios, en la oscuridad, una cama—. Parecen dormidos.
—Todos estamos dormidos, amor —respondió Amalia, mirando
el techo—. Hasta yo.
—Si estamos dormidos ¿por qué le hablo a usted y me
responde y le hablo a papá y no me responde?
—Sí estamos dormidos. Su papá se fue a dormir a otro
lado, pero dejó el cuerpo junto a Kris. A ver, háblele a Kris. Dele los buenos
días.
Estela se dirigió a los cuerpos de la entrada. Parecían
los enormes peluches grises que una vez quiso.
—Kristina, hola… ¿Qué más?... —Se dirigió a su madre—.
Está dormidísima.
—Muy dormida —señaló Amalia, en un intento de corregir lo
que la televisión imaginada enseña a su hija.
—Tanto que le di una patada y ni movió los ojos.
—Es que este sueño es profundo. Hágase de cuenta una
piscina de peluches y usted en el fondo. Yo me imagino una piscina de maíz. Me
lleno y después me duermo.
—¿Pero con los ojos cerrados? —anotó Estela.
—O abiertos. Nunca he dormido con los ojos abiertos…
Estela frunció el ceño: «Tiene los ojos abiertos y
estamos soñando, pero dice que no ha dormido con los ojos abiertos…»
—¿Y si durmiera con los ojos abiertos qué vería?
—Vería lo mismo que veía con los ojos cerrados —respondió
Amalia, con voz más apagada—. Solo que la gente que vea mis ojos puede ver mis
sueños. Podrían ver mis sueños como ven los canales. ¿Sabe qué sintonizo?
Arepas y arepas. Eso mismo sintoniza su papá. Yo sé porque dormimos juntos. Por
ejemplo usted sabe qué sueñan sus hermanas y Paulo. ¿O no?
—Paulo sueña en quedarse acá para siempre…
—… ¿Despierto o soñando? —interrumpió Amalia.
—Despierto.
—Ah… bueno… ¿Y qué sueñan las niñas?
—Yeni en otra piscina de peluches pero verdes, y Kris en
salir a pasear —miró la puerta.
—¿A dónde?
—No sé. —Cambió de tema—. ¿No les preocupa quedarse
dormidos sabiendo que tenían que salir a vender arepas?
—No —respondió Amalia, quitándose un pelo de la boca—.
Siga durmiendo, Estela. Es muy temprano, son las… —subió el reloj hasta sus
ojos clavados en el techo—. Son las diez y…
Tres toques de puerta. Seis, ocho toques. Amalia «cerró»
los ojos. Estela seguía viendo el maíz brillar en sus canales. «¡Cómo se verán
los peluches en los míos!», pensó.
—¡Alirio, responda, hermano! ¡Alirio, Alirio!
—Papá, oiga —le susurró Estela—, lo llaman, despierte.
Papá…
—¡Alirio, niños, Paulo; Amalia, mija, responda!
—Papá, nos están tocando la puerta, levántese y abra. Es
el tío, abra, suelte a Kristina que ella sigue durmiendo, papá. ¡Papá!…
Lo volteó de cara al techo y hurgó en sus ojos: «¡Ay sí,
papá también tiene el mismo canal que mamá! Pero tiene el puesto de arepas en
la calle y está vestido de blanco. Mamá hace las arepas y todo en la casa y
papá sale y las vende».
—Apá, oiga, se fue el tío…
—Entonces duérmase mija, haga el favor.
«Sí señor», respondió en su mente. Lo volvió a dejar boca
abajo y le sobó a Kris la espinilla. «No le vuelvo a pegar… Termino regañada…»
Al rato escuchó un tintineo de llaves y se durmió en el
sueño… «Ya vienen», alcanzó a decir.
Ahora que la familia está emprendiendo, hay que
esforzarse. Me tengo que esforzar. Eavemaría si no. Vea no más a esas cuatro
criaturas —tengo que incluir al sobrino porque más viejo necesitaré de él… O
mejor dicho, tengo que incluirlo porque, de todos modos, es familia—. Y la
señora… Nos conocemos desde hace rato pero hoy es como si apenas la hubiera
visto. Cuando tengamos trabajadores, y el negocio vaya en forma, ¡cómo se verá
de bella, de mujer independiente! Ella fue la que tomó la determinación de
empezar a vivir juntos. Y aquí estamos. Con la ayuda de Dios esto irá bien.
¿Que trasnochar? Trasnochamos, no importa. ¿Que aguantar sueño? Aguantamos
sueño, no importa. ¿Que despertarse temprano? Despertamos temprano, no importa…
Hay que hacerle. Por Kris, Estela y Yeni. Por el sobrino y toda la familia. Ni
qué decir que por Amalia. Ni qué decir… Ya no se la pasará en vela mirando el
techo… Ya no se pasará los días en la cama, abatida… Cuando todo vaya viento en
popa les compro un televisor a las niñas. Se los compro y después las llevo al parque.
Nada es fácil. Yo sé. ¿Pero a quién no le gusta las arepas? ¿Quién no necesita
arepas por estos lados? El que no coma arepas es porque se le olvidó
comprarlas, pero ¿quién les hace el feo a las arepas?
—¿Cómo va ese maíz amor? —preguntó Alirio.
—Hay que dejarlo esta noche a fuego lento.
—A la mano de Dios.
Ya ocuparon la cama, voy a cerrar. Mañana abren esta
ventana bien tarde. No me puedo quedar dormido. Igual Amalia es un despertador:
ella le madruga a la muerte. ¿Por qué será así? Se duerme con las gallinas —cuando
estábamos mal; hoy es un paso a la mejora— y despierta con los gallos. Así es
Estela, igualita a la mama. En cambio esas dos criaturas y ese señorito… Ea,
bien duro verlos antes del sol. A mí me tienen que ver antes del sol las
viejitas que despachan a los trabajadores, para que me compren y me cojan
confianza y me recomienden. ¿Usted se imagina?... Usted ¿quién? Ay, tengo que respirar… Listo, chao ventana. Mañana
la abre Kris. O la abre Paulo o Yeni. Pero no Amalia ni Estela. Y yo sí que
menos, ¡a la hora que salgo! Se mueren de frío… Ojalá que sí esté el maíz en la
noche. Si nos funciona lo podemos seguir haciendo, ¿no? Listico para hacer y
vender. ¿Quién le monta competencia a unas arepas recién hechas? («Las que ya están
en la barriga»). Justo lo que necesitan las viejas de por acá. «Lleve eso bien
caliente y ni respiran por embutírselo todo». Ese Pablo… El Pablo… El único que
comprendió a Amalia. El único que nos abrió la puerta. Y el señorito Paulo.
—Déjelo en juego medio.
—Antes en bajo.
—Si queda en bajo se apaga.
—¿Cuándo se ha apagado una estufa en bajo?
—No sé, pero no quiero que seamos los primeros a los que
se les apaga una estufa en bajo.
—Ni los últimos
—…
—Bueno, en medio mejor.
—Mejor. —Alirio dio un suspiro y le habló de sus ojos—:
Están amarillos, amarillos.
—Sí, compramos buen maíz.
—El maíz no; usted, señorita. Usted tiene los ojos
amarillos.
—¡Y los suyos! Parecemos soñando. Ay… —suspiró Amalia.
—Vamos mejor a dormir, soñadora. Ya sabe, tempranito.
»Hágase en el rincón amor, para ahorrarnos tiempo, no
vaya a ser que se me peguen las cobijas.
—Bobo. Pablo pidió un paquete a primera hora. Bien
temprano. Que para que lo despachen.
—Pablo primer pedido.
—Sí.
Se acostaron. Amalia a mirar el techo y Alirio a verla mirar
el techo. Sus ojos parecían dos bombillas. «¿Que así tengo los míos?», pensó.
«Ojalá eso ayude a vender».
Las niñas y el niño se durmieron. Quedaban ellos dos.
—Amor, para después bregamos hacer todo para los nueve en
punto, ¿sí? —propuso Alirio.
—Usted; yo ni acostándome a las cinco duermo.
—Espere y verá que con el trabajo va a dormir como un
bebé, profundo como… —no tenía la comparación en la mente— profundo como una
piscina de maíz con olas. ¿Se imagina?
—Ay, encontré algo para dormirme…
—¿Ah?
Después de que nadie le abriera, sofocado a pesar del
frío, Paulo corrió a pedirle las llaves de la casa a la mamá de Amalia.
—Si no abrieron es porque no hay nadie —increpó Berta—.
¿No que ya están trabajando?
—Por eso mismo mujer —continuó jadeante—. Por eso mismo:
el que sale a trabajar es Alirio y nadie más, las niñas se quedan con Amalia,
¡y con ellas está Paulo, mujer! —le dolía el pecho al hablar—. ¡Páseme las
llaves!
Berta fue con él y las llaves. Uno era la antonimia de la
otra. «Si no contestan es porque no se
han despertado», pensó Berta quitándose una lagaña. «O porque no le quieren
abrir… Si estuviera Amalia y Estela ya le hubieran abierto, pero como no
entiende que ya trabajan…» Así llevaba su monólogo la vieja madre. Como no era
capaz de seguirle el paso a «don Carreras», detalló su andar y una pizca de
incertidumbre la interpeló: «Aunque está muy tarde…»
—¡Oíste, ey! —detuvo a Paulo.
—¿Qué querés? —tragó saliva—. Vieja, mire: yo le tenía un
encargo de arepas a Alirio, y no apareció; súmele a eso que no abran la casa.
¿Claro o con plastilina?... Corra con esas llaves mujer, desgástese otro
poquito.
«Güebón», murmuró Berta.
—Venga yo abro —dijo Pablo.
—No señor, espere.
La vieja tocó tres, seis, ocho veces la puerta.
—¡Oí, Amalia, Estela, Yeni, Alirio, Kristina, Paulo! —gritó.
Pablo escuchó el nombre de su hijo, en la mañana blanca y
azul, y sin importarle la terquedad de Berta, le arrebató las llaves. Intentó
varias veces.
—No, esa no es —observó Berta. Luego otra—: tampoco. —Otra—:
menos.
—¡Entonces hacele vos, vieja inútil! ¡No ves que allá
pueden estar quién sabe cómo!
Berta escogió la llave, y al girarla, justo cuando iba a
decir: «No veo», como una niña chiquita, la mano helada de Alirio cayó en su
pie.
Una fósil sensación de trueno por su columna, una
frontera pocas veces explorada, un grito muchas veces sofocado acompañó su derrumbe.
Paulo no atajó su cuerpo; como la habitación exhaló una
mezcla de colonia humana y maíz quemado, reprimía un vómito. ¿Por qué lo
evitaba?
«¡Alirio! ¡Kris!», sollozó como un forastero. Tenía los
ojos abiertos, uno más grande que otro, uno más rojo que otro. Vio el sueño de
su sobrino y de Kristina. Tenían lagañas. «¡Qué importan esas lagañas!»,
hubiera pensado; pero no pensaba. Iba a decir «Con permiso»; pero no decía.
Saltó cuidadosamente los dos primeros cuerpos y vio el techo que Amalia veía.
—Tengo que cerrarle los ojos.
Parpadeó y los tenía cerrados. «Como arreglarle la señal
a un televisor de un golpe», hubiera
dicho.
Buscó a tientas más al fondo. Se devolvió a abrir la
ventana. Respiró el dulzor limpio del aire y, desde allí, quieto, ingrávido,
encontró a su hijo. Corrió hacia él, hacia sus ojos abiertos, hacia su dormir.
No le cerró los ojos; se sentó a verlos y a compararlos con los de las niñas.
En los ojos de Paulo había un cuarto como ese donde estaban; en los ojos de
Yeni y Estela había un montón de peluches verdes y grises, y un niño como
Paulo. Estuvo sobando sus cabezas. La de Estela, en especial, miraba la olla de
maíz, y Pablo apagó el gas. Escuchó unas llaves tintinear en la entrada.
—¡Silencio! —burbujeó.
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