Atardecer desde mi ventana, Torres Nava, 2019 |
Rafael sigue viendo el arrebol. Busca algo en su mente. Es una palabra para describirlo. Redondea una nube con los ojos. La mirada no parece suya. Es de la noche, en su cabeza. Detiene los ojos en el marco de la ventana. Está de pie. Siente un cuádruple trote en su corazón. No razona. Qué sed, piensa, pero ignora cómo zafarse del momento. Las nubes no demuestran energía: están perezosas, como pintadas por un raquítico. Y del marco ni hablar. Hay un monte al fondo, buscando favor. ¿Qué tendrá en el pecho? Su mirada busca otra cosa, otro estímulo. El monte mece sus vacas, y las nubes, reconociendo su insolencia, mecen la tarde. Desde antes de la ventana, en el segundo piso, se proyecta una sombra, como un reguero de pintura. Escucha otra voz. ¿Dijiste algo, Mirada? Sus ojos están en algún lado. En sus cuatro galopes. Las vacas dejaron de ser vacas en el lapso de la pregunta. Empieza a extrañar el día. Está más atado, inamovible, unido. Su mirada y sus ojos son uno, justo cuando la noche cierra la ventana. Escucha la voz, cerca al oído. No abre la boca porque tiene mal aliento; mucha sed. Un vaso de agua. ¿Quieres un vaso de agua?, escuchó. Sin preguntarse quién le preguntaba por un vaso de agua, siente que alguien lo suelta, y como un carro detenido por un mal cambio, dos latidos se separan del pecho, dos manos le desatan la espalda, y la voz se aleja con la ilusión de traerle un vaso con agua. Y no deja de ver el cielo. Ni de extrañar el día.
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El Narratorio, Buenos Aires, Argentina, año 6, núm. 61, marzo de 2021.
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