Hace una columna hablaba de ver las cosas que
pasan, de no ser un compartimento estanco y darme cuenta de lo que sucede a mi
alrededor, en términos de injusticia y barbarie. En esta ocasión hablaré de las
tres masacres y de los cuatro líderes sociales asesinados (y el cuerpo
encontrado de una lideresa) la semana pasada. (No puedo asegurar que fue una de
las semanas más sangrientas, pero sí es cierto que, para iniciar este año, es
una de las más indignantes).
El 17 de enero en Orocué, Casanare, se encontró el
cuerpo, a orillas del río Meta, de la «lideresa campesina, médica, reclamante
de tierras» y presidenta de la veeduría de Orocué, Luz Marina Arteaga Henao,
que había desaparecido el miércoles 12 cuando salió de su finca. Este atentado
fue el cuarto en lo corrido del 2022 y sumó un número —una historia, un
recorrer, un espíritu— a los 1289 líderes asesinados desde el acuerdo de paz.
El mismo lunes ocurrió la séptima masacre del año
de cuatro personas —tres hombres y una mujer de la misma familia— en la vereda
Las Beatrices, Santo Domingo (Antioquia). E, igualmente, en El Carmen de
Viboral, a Mario Jonathan Palomino Salcedo, profesor de agricultura del colegio
Monseñor Ramón Arcila Ramírez, acompañante de las comunidades en temas de
defensa ambiental, lo atacaron cuando iba en su moto y lo dejaron al borde de
la carretera. Es el líder número seis (y el 1292).
Sin pasar a otro día, en Puerto Guzmán (Putumayo), ultimaron
a tres personas en otra masacre (la octava), en la vereda El Cerrito. «[…] un
grupo de hombres armados habrían sacado de sus viviendas a tres personas, a
quienes posteriormente asesinaron. Las víctimas fueron identificadas como Jesús
Yohani Betancur Moncada, Yamid Zapata Barrero y Wilson Costez Molano [séptimo
líder: 1293], esta última persona era presidente de la JAC de la vereda El
Paraíso. Sus cuerpos fueron trasladados hasta el municipio de Curillo en
Caquetá, donde al menos 14 personas habrían llegado desplazadas desde Puerto
Guzmán por el hecho» (Indepaz).
El miércoles 19 no solo explotó el carro bomba
frente a la Fundación de Derechos Humanos Joel Sierra en Saravena (que despertó
la memoria de algunos); también fue asesinado José Avelino Pérez Ortiz (número
8: 1294), líder de la misma Fundación en la seccional de Tame (Arauca), que estuvo
encarcelado cinco meses por una persecución judicial.
Al último líder reportado, el motorista Libardo
Castillo Ortiz, lo abordaron y le dispararon en su embarcación, la cual
transportaba a treinta personas, en San Miguel de Ñambí (municipio de
Barbacoas, Nariño), el jueves 20, día en que, por su parte, mataron a tres
hombres de la misma familia en Ocaña (Norte de Santander), siendo esta la
décima masacre.
Y el sábado 22, a eso de las cuatro, secuestraron a
seis personas en la vereda Botalón del municipio de Tame…
Todas estas noticias se daban mientras los
redactores de periódicos y revistas (el titular principal del sábado pasado de Semana es sobre «Los secretos de Caín»),
los telenoticieros, los albañiles y las estilistas se entretenían con morbo
casi fanático del crimen de Jhonier Leal, de su perfil forense y de los motivos
psicológicos que lo llevaron a matar a su hermano y a su madre. Desde el lunes
se encontró el cuerpo de Luz Marina y yo apenas me vengo a dar cuenta el
viernes, de oídas, que esta semana fue un reguero de cuerpos en las veredas y los
municipios de Colombia.
¿Qué será del futuro? ¿Cuántos muertos más? ¿Hasta
cuándo sumaremos —los que llevan el conteo y se preocupan por denunciar y
exigir mayor protección para los líderes, menos carreras armamentísticas que
solo nutren el depravado paso de la guerra— madres y padres a la lista del
conflicto? ¿De qué sirve, entonces, ver y conocer lo que pasa si nada parece
detener el horror y los atentados? Me imagino que después de la ola de los
Leal, seguirá habiendo cifras y reseñas de víctimas, menos balas en los
cargadores y más en los líderes sociales.
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