Grabado (detalle): ejecución del rey Charles I. Fuente: Getty Images |
En
las plataformas de películas frecuentemente se encuentran documentales sobre
los problemas de la Tierra, sobre cómo salvarla, cómo dejar de llorar sobre la
leche derramada y tomar acción, sobre las denuncias de talas, de aguas
contaminadas, de especies en extinción, de pérdida de verdor en las ciudades,
sobre actores (he aquí un aliciente: a veces los profesores aburren) que nos
jalan y se jalan las ojeras por el cambio climático. Hay quienes las ven,
quienes pasan de largo, serenos, o quienes se aspavientan y forman el acabose
porque les da miedo, les atormenta el fin (así sea como prevención), les duele
en el alma y «hay que cuidar las matas y todo, pero no».
Puede que el mensaje de peligrosidad,
urgencia, números rojos y caos sea el que preocupe a nuestra persona, pero es
algo de lo que no se librará tan fácil como seguir derecho o hacerse el bobo:
el cuidado y la salvación del planeta es el paradigma del siglo, quién sabe
hasta cuándo. Y aunque no hay peor ciego que el que no quiere ver, este ciego
tendrá que andar a tientas por un mundo que le pide ande consciente y avispa de
su entorno, de lo que él hace y provoca con su ceguera.
De la mano con el discurso ecologista,
Yourcenar propone, en cuanto a los mataderos —aprendí un sinónimo: camal—, que
los compartimentos estancos, esto es, que los muros, los vagones y los camiones
donde se transportan animales para su matanza sean descubiertos, públicos como
en los tiempos de las guillotinas y las quemas de brujas (como los yihadistas
con sus masacres y los talibanes decretando decapitamiento de maniquíes porque
van en contra de la sharía), para que
los presentes se puedan horrorizar, conmover por el escándalo crepitante de la
bruja o por la sangre que le salpicaba la guillotina a los que se hacían cerca
del cadalso. Todo esto bajo la premisa de que el ser humano no se compadece de
aquello de lo que no tiene experiencia directa.
Lo que no sentimos en cuerpo y alma solemos
pasarlo por alto, sumado a la falta de imaginación necesaria para creer que
puede estar sucediendo tal o cual crimen contra la humanidad mientras yo evito
el documental imperativo (que tampoco viéndolo se salva el mundo, pero se
comprende algo, por lo menos). Entonces la urgencia del no ver, aun cuando se
muestra en las pantallas de televisor, de celular, en las pancartas, en la
radio, en el calor que me sofoca o en la ausencia de fauna a mi alrededor, se
trueca por un compartimento estanco personal, donde lo que antes estaba
invisibilizado se visibiliza, se publicita, pero en este caso es el individuo
quien se niega a ver los incendios forestales y la destrucción de los Budas de
Bamiyán.
Justamente cuando la realidad pide que la
veamos, cuando hay denuncias e información sobre por qué sucede el
calentamiento global y por qué son importantes las tecnologías verdes, las
personas optan por cegarse a pesar de sentir y de ser causa de los problemas
naturales. Si bien me surge la pregunta de por qué nos negamos a encarar la
situación, me queda claro que quien está en continuo recibo de protestas,
jornadas y foros, y no decide participar en ninguno, es porque la «realidad» en
la que se embolata es más poderosa que la que alarma a investigadores,
activistas y estudiosos del tema.
Así pues, nuestra persona, en los Juicios de
Salem, se encerraría en su cuchitril a oler la carne y el pelo chamuscado,
engañándose con que se trata de un cerdo que están asando por ahi… Y, en la muerte
de Policarpa y Amatore Sciesa (imaginemos que es un viajero del tiempo),
apretaría los ojos como hundiéndoselos a más no poder, mientras las orejas
sorberían las últimas palabras de ambos. Sería un compartimento estanco con
receptor de parlantes, sensaciones odoríficas, táctiles y gustativas, lo que
cualquiera llamaría percepción, pese a la no vista.
Horquilla. 1. ¡Qué valor el de Tawy Zo’é al cargar por doce horas (ida y vuelta) a
su padre hasta el puesto de vacunación y qué ejemplo el de la etnia zo’é de
división y aislamiento en grupos de casi dieciocho familias! (Cabe aclarar que
esta etnia procura alejarse tanto de blancos como de otros pueblos indígenas
vecinos, por lo que es uno de los últimos pueblos casi intactos de la
Amazonía). 2. El miércoles pasado
murió Yamari Membache, niña indígena de seis años, a causa del vómito y la
diarrea que la agobiaba, en el resguardo Unión-San Cristóbal (Itsmina, Chocó),
donde, sumado a la epidemia —van once niños muertos y 108 atendidos—, hay 868
indígenas más desplazados por las AGC el 19 de septiembre. El Estado no hace
presencia y el resguardo no está en la capacidad de atender la salud y la
alimentación colectiva. Hay que ver y no estancarse...
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Publicado en Al Poniente, 16 de enero de 2022.
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