Moisés destruye las Tablas de la Ley. Jean Le Pautre, s. XVII |
Hay periodos de estancamiento literario en los que
nada sale a flote (ni se sumerge). Las palabras no cuajan y uno se pregunta
cómo ha hecho para escribir otras cosas, revisa carpetas y parece leer a otro
autor. Una buena salida para ello es saber cómo empezar en cuanto al tema. Y
qué mejor recomendación que la de Fernando Ampuero, a raíz de la pregunta ¿cuál
es su decálogo literario?: «Los decálogos de los escritores se basan, a mi modo
de ver, en el primero que se escribió en la historia, que es el de Moisés: los
diez mandamientos, unas reglas muy útiles para la vida moral en la sociedad. Un
escritor lo que tiene hacer con sus personajes es violar, sistemáticamente,
esos mandamientos. Para que los personajes de una historia funcionen, alguien
tiene que mentir, robar, matar y desear a la mujer del prójimo. Hace dos mil
años estamos deseando a la mujer del prójimo y no nos cansamos».
Los cuentos que finalizan con «Y vivieron felices
para siempre» matan la posibilidad de que haya algo más después de los
problemas, del viaje. Cuando se agotan las funciones de Propp, y el relato ni
siquiera deja abierta la eventualidad de imaginarse qué pasará al vivir felices
para siempre, a diferencia de las
obras que culminan con el protagonista paralítico o tuerto y no puede hacer lo
que estaba predestinado hacer (o vence sus límites), la imaginación encuentra
una muralla infranqueable de «Prohibido el paso: no hay más camino». (Hasta con
Propp se empieza a perder la gracia del azar, de lo no advertido, como quien
sabe que oprimiendo una tecla saldrá en la pantalla la E, sin necesidad incluso
de oprimirla).
El ají de la Historia, y de la historia, son los
reyes como Falaris, y su toro; como Calígula, y su caballo Incitatus, cólsul de
Roma; como Ibrahim I, el Loco, que por murmullos de que sus esposas estaban con
otros hombres, mandó a matar su harem de doscientas ochenta mujeres; como Otto
de Baviera, que se creía un perro, andaba en cuatro patas, rasgaba las puertas
y no se quitaba las botas en ocho semanas; y como Bokassa, emperador caníbal, sibarita
y pomposo como Napoleón I en su trono
imperial de Ingres. ¿Qué son estos tiranos, emperadores, sultanes y reyes,
sino violadores de las Tablas de la Ley? Para el universo literario son
chispas, árbol fructífero. La moralidad puede entrar con discursos, la política
con arengas y los religiosos con sermones; pero el escritor y el artista
examinan, se deslumbran y crean.
Quien adhiere el arte a un fin ideológico, a una
carrera propagandística o a una secta, oficializa la independencia de la que se
vale, sin la cual no podría denunciar la ideología, la propaganda o la secta;
o, directamente, sin la cual no se puede desentender de la realidad y de las
preocupaciones mundanas para encaramarse en sus fantasías. Moralizar al autor
diseca sus ímpetus narrativos, teatrales, oníricos: no podría reírse de los
déspotas citados, ni por lo menos traerlos a cuento en la historia: no son
guías luminarias para una civilización mejor; pero si el moralizador busca una
civilización mejor, el artista busca una creación, un escrito, un cuadro mejor.
¿Qué sería de la Transverberación de santa Teresa de Bernini si su semejanza con el
orgasmo humano por medio de la unión divina, del ángel atravesándole el
corazón, fuera inicio para la censura católica? ¿Qué sería de las mujeres que
firmaron sus escritos con pseudónimos masculinos, para extrapolar su condición
de madres y publicarlos, si no lo hubieran hecho, si no se hubieran movido aún
con grilletes? ¿Qué sería de los tiranos si pudieran utilizar a su antojo las brochas
y las plumas para entronarse en los libros y en los museos, sin ninguna
disidencia?
Supeditar el arte y la literatura a las corrientes
políticas, a la mojigatería de unos puritanos que olvidan sus ideales cuando
los empiezan a violar, al bozal de las iglesias por mantener intactos, sin
contaminación a sus próximos clérigos, a la censura social por tocar temas
prohibidos, es grabar el epitafio para ocuparlo en vida. Encima, ¿no son los
mismos puritanos, los mismos religiosos y la misma sociedad la que busca un restregón
de sus vidas de mueble y tabletas en las novelas más absurdas, sucias y
escandalosas posibles, «solo por conocer»? Me imagino lo que fuera del arte si únicamente
se centrara en montar a políticos o contemplar santos: ¿y lo otro de la vida,
lo demás, lo nimio, los señores del café, el camionero que se duerme y choca
con la mercancía, las bacanales de viejas diabéticas y el espesor de un beso de
desconocidos dónde queda? ¿Dónde, con Moisés, se rompen los mandamientos por
rabia, espantosa furia?
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