I
Se puede decir que hay tres clases de autores. Primero,
los que escriben sin pensar: escriben de memoria, basándose en reminiscencias o
incluso copiando directamente de otros libros. Esta clase es la más numerosa.
En segundo lugar, los autores que piensan mientras escriben: piensan para
escribir, y son muy frecuentes. En tercer lugar, los que ya han pensado antes
de ponerse a escribir: escriben solo porque han pensado. Son muy escasos.
Schopenharuer: Paralipomena, § 273, p. 590
—La clase más numerosa: los memorialistas y Jennifer Arias
(que ya tiene un verbo como Abudinen: jeniferear). Esta clase no piensa, en el
verdadero sentido de la palabra, sino, evoca. Es fácil para estos autores
sentarse a escribir (fácil porque ya todo está hecho). La única dificultad es
pasar lo vivido a palabras escritas. Pero pensar en forma, lo que es pensar
pensar, tal vez al poner en tela de juicio alguna cosa, o al agarrar con pinzas
una actuación, o al comparar con un aprendizaje nuevo lo viejo. Sin embargo, de
todas formas, piensa muy poco. Si escribe es porque le gusta escribir y lo que
tiene a la mano es lo que hizo. Entonces se hecha a nadar en el recuerdo, a
salvar de la perdición cosas a las cuales la perdición ningún interés les
merecía.
—Pero
hay excepciones.
—Obvio
que hay excepciones. Bien decía Hermann Graf Keyserling: «Generalizar es
siempre equivocarse». Por lo tanto, hay excepciones; y, por lo tanto, con su
generalización se equivoca: siempre:
adverbio.
—Ajá.
Y como decía Alejandro Dumas hijo: «Todas las generalizaciones son peligrosas,
incluso esta». Esta y aquella son peligrosas por incriminatorias: puede que
haya una persona que salve del recuerdo una cosa (su matrimonio, su primera
comunión, su primer encuentro sexual, su primera travesura, su primer
asesinato) que debía salvarse del oscuro, interminable e insaciable olvido.
(Esto me suena más a preocupación de interrogatorio). Incluso yo creo que hay
cosas necesarias de salvar. El asesinato, por ejemplo: me imagino a la mujer de
vieja, contándole a su familia cómo desapareció el cuerpo después de la
liturgia del Miércoles de Ceniza.
»Al
fin y al cabo, es el recuerdo de la vieja, su recuerdo, que ahora estará en las
memorias de una generación. Peor fuera que en verdad no hubiera matado a nadie.
—Pero
¿por qué? Antes mejor, nadie hubiera muerto.
—«Nadie
hubiera muerto». Me suena a detective en interrogatorio. Deje la moralidad para
Semana Santa. No se preocupe por ella ahora.
»Decía
«peor» porque la vieja sería una fabuladora, una mentirosa que nunca vivió el
asesinato. Y si no lo vivió, amigo mío, le está haciendo creer a esta
generación algo que no es, por el simple anhelo de ser recordada como asesina,
además de pulcra y luchadora madre y abuela.
—Yo
prefiero la mentira al asesinato. Si nos mintieron oralmente los ancestros, aún
agradecería los dioses, los gigantes, las hadas y las leyendas. Yo, si me
quiero hacer pasar por asesino, leería muchos crímenes y vería muchas películas
de cine noir…
—¿Cinenohay?
—Film noir, cine negro, femme fatal, claroscuros, personajes en
el límite de héroes o antihéroes; las películas que veo en mis insómnicos
diciembres y mis mantenidos años de vida.
»Si
fuera a inventarme un asesinato, no solo «copiaría directamente de otros
libros», sino también de los diálogos de las cintas, por lo cual mi historia
dejaría de ser una del montón y pasaría a ser un híbrido para literatos y
cinéfilos.
—Hágalo
como quiera. Sea uno del montón o uno fuera del montón, continuará escribiendo
sin pensar, o pensando como si no pensara, ayudándose de lo hecho por otros y
que usted baraja como si fuera suyo.
***
La
segunda clase «piensa sin escribir», como Eugenio d’Ors: «Yo solo pienso cuando
hablo o escribo, es decir, cuando articulo y redacto. Incapaz de encontrar el
menor sentido entre la antigua separación entre “fondo” y “forma” no he logrado
jamás pensar sino con y por las palabras». Esta clase es pura inteligencia
lingüística. Si algo les pasa, tienen que escribir sobre eso que les pasó a
manera de ensayo —cuento, poema, etc.— ¿Serán frecuentes estos autores porque
se confunden con el recuerdo y su luenga reflexión?
(Es
recuerdo porque, aun así haya
segundos desde que pasó lo que pasó hasta que el escritor anota, ya es pasado,
pretérito).
***
—Los
autores muy escasos, los que se abstienen del cuaderno y del lápiz hasta que no
tengan bien firme y fijo lo que van a hacer frente a la manoseada hoja en
blanco. Los que reposan, regurgitan y rumean las ideas como si del añejamiento
de un vino se tratase.
—Los
que se duermen a la sombra de un guayabo, en el potrero, en una tarde de julio,
con el olor a buñiga y a yerba en todo él. ¿Ese?
—Demás.
Aunque Arturo se lo debió imaginar de traje, enclaustrado en una biblioteca
marrón y acústica del Viejo Mundo, con el olor a buñiga que él mismos exhalaba
e igualaba.
—Es
mejor como yo lo pensé. Lo voy a escribir como yo lo pensé. Dentro de un año.
II
Lo
esencial es saber ver,
saber
ver sin estar pensando,
saber
ver cuando se ve,
y no
pensar cuando se ve
ni ver
cuando se piensa.
Alberto Caeiro: El cuidador de rebaños, XXIV
Los
diálogos no me dejaron terminar. Iba a decir, con tiento, más para justificarme
con la lectura, que fungiré como la tercera clase de autor.
—No
obstante, ya has escrito cosas de otros y has hecho memoria. Y has escrito para
pensar.
—¿Usted
es lector?
—No.
—Prosigo.
Fungiré como tercera clase, pero no lo notarán hasta el próximo número.
»No
sé si pueden recordar las tardes que salían del colegio, independientemente…
¿Independientemente de estar enamorados? ¡Óiganme! Perdón. Recuerden las tardes
que salían del colegio, si es posible en la vereda, con el sol sobre los perros
y la ropa secándose. ¿Recuerdan? De camino a casa, saludaban a un viejo que no
sabían cómo se ganaba la vida (ni les importaba, dicho sea de paso). El viejo
fumaba en la única panadería de la vereda, con sus amigos adultos y viejos,
almorzando pan, café y nicotina.
»A
unos pasos de allí, aún sin hambre, distinguen las montañas, evocando la fábula
de una bruja que vive entre los pinos —específicamente cuatro pinos, uno con
amagues de caerse—. ¿Qué hacían en ese momento de sus historias, dejándose ver
por la montaña y la bruja, el sol y los colores de un balcón arcoíris?
—Pues
dejarse ver por la historia, la montaña, la bruja, el sol y los colores de un
balcón y por ellos mismos. Ellos pararon a recibir aire en la humedad que su
bolso alcahueteaba. Eso hice yo. ¿Y sabe qué más hago? Voy a la casa y almuerzo
mejor que los muchachitos en la panadería. Después del almuerzo no me pregunto
la razón de haber parado a divisar la montaña; después digestiono…
—Chito,
pendejo. No se adelante. Espero el próximo número.
—¿El
dos?
—Estamos
en el dos.
—¿Y
cómo sé en qué número estamos?
—Usted
no puede saber mucho porque lo cuenta. Yo reparto los números, por eso sé.
Vamos en el dos.
—En
el tres no hablo. Déjeme este dos a mí.
»Lo
que les dije, lectoras, es mentira: nunca salí de un colegio en una tarde
technicolor ni saludé a un canceroso viejo fumador ni me quedé embobado ante
una montaña. Nunca hice eso. Yo no fui niño ni adulto ni adulto mayor. Quien
les escribe es un pino de la montaña, a la una de la tarde en esta vereda
polvo, sol, arcoíris, niños jugando y venezolanos. Mi tronco, de vez en vez con
visita, pronto caerá. No me entristece caer; estoy feliz de que me haya
sostenido la mirada en un lugar como este, junto a compañeras tan buenas y con
ese valle de humanos. Agradezco a mi tronco. Lo merecí por algo que no me
atrevo preguntar ni responder. Es mi tronco y yo su pino, aunque «pino» es la
totalidad, incluido el tronco… Bobadas mías. Yo hablo y digo bobadas. Es cosa
de quien habla. La bruja también habla, ¡y dice unos gazapos! Que morir viendo
morir la mañana, los años desde mi copa; que recorrer la extensión de la
montaña conmigo; que formar un pueblo en este rincón de tierra… Bobadas como
las mías: nunca ha hecho nada de lo que dice, como yo no dejo de ser porque me
llame pino siendo una partícula del todo; como a la corteza no le influye que
no sea ella ni ella yo. Pero con bobadas imaginé (y engañé) recordar que fui
niño saliendo del colegio en una tarde como esta, y almorzaba en el gozoso frío
de la sala limpia por mamá, y reposaba…
»Y
salía a andar los potreros junto a la profesora que una vez me llamó al fondo
de un matorral y me mostró sus areolas. Engañé (e imaginé) recordarme como un
niño. Pero, si no fui niño, ¿cómo recuerdo los recuerdos de uno? ¿Cómo la profesora
viene a querer morir viendo la mañana y sus años desde mi copa; cómo quiere
recorrer la extensión, a lo largo y a lo ancho, del pico El Manzanillo; cómo
quiere fundar un pueblo y un colegio en este rincón de verde?
»¡No!
»Las
preguntas me obstruyen la vista. Pregunto porque hablo, pero no me respondo
porque sigo hablando. Al parar de hablar, buscaré respuestas, y quien busca
respuestas se pierde el poco tiempo de mi rectitud. Si dejo de ver lo que tengo
a mi vista, el niño que se refresca el sudor, allá a lo lejos, que imagina una
bruja encima de mí (que en verdad está encima mío), se va a almorzar y a chupar
las areolas de su profesora, como pactaron y acostumbraron después del colegio.
III
Cuando
me encuentro en Tipacoque, tirado en la hamaca del corredor, puedo permanecer
mucho tiempo con un libro sin abrir en la mano, y sin pensar en nada, mirando
los gallinazos que en diferentes zonas y a diferentes alturas planean en el
aire quieto oteando un mortecino que se pudre en el campo.
Eduardo Caballero Carderón: Pensamientos y
habladurías
Gracias
a ti, buen pino. Agradecemos, las lectoras y yo, tus eminentes palabras. Si
continuáramos en el número dos, con mucho gusto lo seguiríamos leyendo. Pero ya
estamos en el tres. En otro lugar nos rozaremos.
A
quien me refiero adelantó dos cosas que me justificarían como el primer autor
de Schopenhauer y con el estado de aletargamiento del poeta luso y el novelista
de Tipacoque: di-ges-tión. Retomaré lo imaginado por nuestro compañero el pino:
después de almorzar, antes de ir los potreros, se sentaba con su hepático
abuelo a ver el regalo del atardecer…
Disculpen.
Me interrumpió don Gregorio Piedrahita Sierra, para venderme aguacates. Le
compré uno.
Decía…
Decía atardecer. El pino, árbol europeo, nos habló de digestión. Yo lo
cristalizaré en estado digestivo. Esa es mi teoría: el estado digestivo no solo
es el proceso de asimilación de alimentos en la caneca; es, también (tercer
autor), un estado del alma y los sentidos. El viejo canceroso, y su cigarrillo
y su almuerzo de pan y de café, se encuentra en este estado, así como el viejo
abuelo de nuestro pino: sentarse en el balcón ya es digestionar la anchura y la
profundidad del paisaje.
Lo
que intenté hacer hace un número, antes de que me interrumpiera nuestro amigo,
lectoras, es llevarlas a ese estado con la ayuda de la memoria y la fantasía.
Es más, la elucubración del pino me arrebató de lo que quería decir.
Otras
que digestionan (espero que ustedes sean una de ellas: lean esto por la tarde y
después de comer: la digestión fisiológica ayuda a la espiritual, con sueño y
sin afanes) son las viejas de los ancianatos, las obreras, muy lejos de sus
casas, cerrando los ojos a la sombra de un árbol del cual no necesitan saber su
nombre para agradecerle; o del cual no necesitan agradecerle para cerrar sus
ojos muy lejos de casa. Son, por otro lado, el chalán que, junto a su caballo,
se refresca en el arroyuelo de la pesebrera, con un horizonte de Antioquia, o
de Tarso, o de Aburrá. Tarso, a su vez, hace parte de los pueblos en estado
digestivo. Solo le falta mística: retomar la tradición del beato Jesús Aníbal,
mártir en España. Pasará el tiempo y la tendrá.
En
la vereda del pino había mística cada que la profesora de colegio desnudaba su
areola a los árboles y a la humedad del niño. Ni los árboles, ni las vacas, ni
los insectos, ni el perro que los siguió los delatará. Ellos solo digestionaron
sus presencias, sus cuerpos y sus acciones. Así como la profesora,
digestionando treinta y tres años de vida, enseñanza y hábitos, digestiona
siete años del pino imaginario.
Quiero
que pensemos… No. No pensemos; quiero que intuyamos el sol que una vez calentó
la cara de san Francisco de Asís, de santa Teresa de Calcuta y de los
antepasados del Homo sapiens. Ese sol
hoy nos calienta —ay, me vuelvo un segundo autor: escribo para pensar… ay…—, y
calentará nuestra descendencia. Cuando vemos a lo lejos, cuando oteamos, el sol
de siempre nos da su luz y con ella distinguimos la casa de un amigo de
infancia, la nube con cara de rinoceronte, la montaña silenciosa como cuerpo
antes de despertar.
Intuyámonos
en el sol. Imaginémonos volando en el cielo que espera nuestros ojos pero que
nuestros ojos no ven por escribir —mi caso— ni por leer —su caso—. Creámonos
(como el pino y los planes de la bruja) bocabajo en la yerba del potrero en que
el verde y el azul secretean. Huele a buñiga, a lulo, y estamos digestionando
el calor del sol de antes hoy en nuestras espaldas.
Nadie
gesticule, nadie mueva su pensamiento; vean y oigan y sientan y huelan y
prueben, lectoras.
Perdón;
nuevamente Gregorio; vino a pedirme el aguacate. Desearía ser pino para que
ningún Gregorio verdulero me interrumpiera. Hm… ¿Nadie molesta al pino?
(Primera pregunta del número. Debilidad; segundo autor). La bruja molesta al
pino, a menos que ella se vuelva profesora de treinta y tres años.
Intuyan un adobe de Granizal. El adobe digestiona pobreza, desplazamiento, falta de agua y vías, y amoblado valle. Al extremo de ese valle, en Girasoles, otro, más anaranjado, digestiona su ascendencia mineral. Posa para la cámara de un estudiante. El estudiante está allí a días de un desalojo. Los agentes casi daban a ese adobe, si no fuera por el sol que los deslumbró. El sol, ese sol, calienta el cigarrillo y las piernas del viejo canceroso de la vereda, y calienta las tumbas de los tres autores citados… El pino se acaba de caer. Todos y todas fuimos producto del pino...
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