Misterios del horizonte, René Magritte, 1955 |
¿Para qué la esperanza? Para que sirva de
diana a la «flecha del anhelo». Esta no siempre atina (es más, casi nunca se
acerca, o si lo hace igual decepciona al arquero -cualquiera de nosotros-).
Aclárese que la trampa es un engaño que deja en el mismo estado a quien la
comete. Es inútil. La persona que nunca logra acertar un tiro, y de un momento
a otro lo consigue, por obra y gracia de, porque así lo desea el albur, está en
las mismas. Y la esperanza sigue serena, coqueta, armoniosa y trágica, haciendo
a las generaciones contemplarla, practicarla y seguirla, con un raudal de
flechas, piedras y lanzas en la ruta que deja.
Es así que «La utopía
está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte
se corre diez pasos más allá» (Galeano). La distancia, por tanto, se alarga
cada vez más, por cada paso que damos, por cada nuevo descubrimiento o por la
sola presencia del caminar. He como transcurren las vidas: gastando las suelas.
En ocasiones la desesperanza aquieta el cansancio, pero aún en ella hay algo de
pasión, de lujuria: faltan cosas por mí: «la esperanza de lograr un deseo va
siempre acompañada de la exasperación por alcanzarlo pronto, y de la sospecha
de que quizá nos engañemos y sea imposible, de ahí el que toda alegría vaya
acompañada de un poco de tormento…» (González).
Lo imposible, el estrés,
la impotencia, la fragilidad, lo humano de plantearse metas cuya consecución,
íntimamente manifestada como irrealizable en el principio, se hace gigante a la
hora del choque, o en las pequeñas dosis de caídas y tropiezos, que la
terquedad no sabe inferir; antes bien, malinterpreta. Los logros, por ende, una
vez alcanzados (digamos que se alcanzaron, como mucho algunos, los más
objetivos —si se plantearon—) o son trampolín hacia otros o se pierden en el
salón de las medallas que sirven para enseñarle a los primos lejanos qué se ha
hecho.
Veámoslo desde el amor: «el
amor, aunque es mi sentimiento más creativo, no puede ser nunca la imagen de un
amor feliz. Tiene que ser, necesariamente, un sentimiento de turbación, de
ruptura. Tenerlo a distancia para conquistarlo, en esa lucha radica su belleza»
(Gonzalo). Esa no obtención es lo que incita a quererlo. La no sabiduría es la
que procura saberla. El hambre es la que busca saciarse. Lo necesario motiva a
la necesidad. La lucha contra el analfabetismo se vale del sueño de que un año,
por lo menos, todas las personas de una república sepan leer y escribir. La vieja
que reza por la humanidad antes de tomarse el somnífero agradece, sin darse
cuenta, de que las cosas estén como estén para que ella se hinque a pedir por
su redención, aunque sople: «Te ruego, Padre, que no tengan que pedirte mis
hijos lo que yo ahora imploro». Y si el mundo de sus hijos llega a un estado de
beatitud avasallador, piden estos ahora algo más perfecto, menos sucio. En
últimas, levantar más el arco para la diana que se aleja.
Visto que los ensayos de
perfección, de tenencia permanente de algo o alguien no se obtiene en su
totalidad, o si se obtiene se rehúsa o se propone una nueva querencia, lo que engendramos
en el caminar son subproductos de la quimera, deformaciones de ese estado sin
manchas que la mente formó a su albedrío. Los escalones que nos heredaron son
escalones del error; son efectos que bregaron por la cima y solo llegaron a la
ladera. La intención fracasa, pero se trabaja sobre ese fracaso; a no ser que
alguien flaquee y crea que nada se hace bien y por lo tanto es vano cualquier
ímpetu que se proponga como meta la perfección.
Este alguien olvidó que
él es parte de ese fin, por muy mal hecho que esté y por muy equivocados que
hayan estado sus antiguos. Si él deja de apuntar, caminar, esperanzarse con
algo a lo que ¿nunca? llegará, a lo que se le imposibilita, desflorará la
huerta que le dejaron o no empezará a labrar el terreno libre (la vida) que
tiene a su disposición. Lo inalcanzable es más inalcanzable si no se intenta,
si no se pone a prueba su instinto, que muchas veces solo era tal por
costumbre: o falló la primera persona que tensó el arco, o ni siquiera lo hizo
él sino que vio cómo otro lo hacía y le dijo a los suyos que era impracticable,
una ofensa a Dios (¡Jesús!). Y el horizonte se alejó tanto que ya para qué
avizorar su despedida. Ya la lucha y la conquista se vuelven palabras
sacrílegas para su grupo. La «flecha del anhelo» se guarda con las medallas y
se muestra a los invitados que varios hombres y mujeres han muerto para que hoy
el anfitrión no les recompense sus muertes, no continué sus vidas; antes bien
las hunde consigo mismo: se tira a la mar con el cofre que lo anclará al fondo
oceánico.
Comentarios
Publicar un comentario