Personas se despiden mientras esperan un tren de Kostiantynivka (Donetsk) a Kiev. Vadim Ghirda. |
Ya
hay héroes del lado ucraniano: los trece de la Isla de las Serpientes, en el
Mar Negro. A la advertencia del buque ruso, que les planteó —muy amable—
«abandonar las armas inmediatamente», respondieron: «[…] váyase a la mierda».
Ya hay deportistas que van a engordar las reservas del ejército: los hermanos
Klitscho: Wladimir, excampeón mundial
de boxeo, y Vitali, también excampeón y alcalde de Kiev; y Sergiy Stakhovsky,
tenista. Ya hay reporteros gráficos, edificios destruidos, cuerpos echados al
suelo (entre las raíces secas y el manto que le tiende otra persona),
entrenamiento de civiles a los cuales se les hace fácil empuñar un fusil de
madera, simulacros, espacios de tranquilidad en el que los militares fuman con
el arma en las piernas y el frío en los dedos, familias repletas de equipaje
esperando en la estación de tren la salida, efigies de Putin que sirven de tiro
al blanco, manos en las cabezas y miradas ausentes, buses llenos de abrigos,
despedidas de besos y abrazos, balas en los parques infantiles…
«Llega
la guerra. En seis meses [o menos, si se toma en cuenta las armas de
destrucción masiva], los generales destruyen veinte años de esfuerzos, de
paciencia, de trabajo y de genio»
(Maupassant). Veámoslo simple: ¡qué mayor esfuerzo que la vida de un humano!:
ontogénesis, lactancia materna, paidología, escuela, las tres comidas por
tantos años, antojitos, universidad, trabajo, ¡cuánto celo para que la guerra
lo ahorque todo en un santiamén! ¡Para que deje articulaciones y huesos entre
la nieve, sepultados bajo las paredes caídas, o hechos humo de misil!
Hace unas semanas
las personas iban a sus departamentos con la tranquilidad soñolienta de la
rutina. ¿Qué hay ahora? Familias en refugios antiaéreos, sótanos convertidos en
capillas en las que se celebra el primer domingo de invasión, estaciones que
sirven de techo a los durmientes sin destino. Para ellos las sanciones pueden
significar algo muy lejano a lo que esperan del día y de la noche. Si bien, a
largo plazo, la presión económica afectará a Rusia y a los que se benefician de
su gas y demás recursos. Y en esto Maquiavelo la tiene clara: «es
defecto común de los hombres no preocuparse por la tempestad durante la bonanza»: los T-72, los cazabombarderos y los
Iskander son el alivio ruso que los hace olvidar de los truenos que se auguran
en los papeles que firman las alianzas gubernamentales y los estados.
En cuanto a las
protestas dentro de Rusia, más de seiscientos científicos y periodistas
científicos se unieron a la carta escrita por Mikhail Gelfand, especialista en
bioinformática, donde no solo protesta en contra de la invasión, sino contra el
«aislamiento
internacional» al cual se expió
Rusia: ¿cómo hacer ciencia con un país que inicia una guerra con el pretexto de
desnazificar (y desmilitarizar) a Ucrania? El Reino Unido, Canadá, Francia,
Polonia y Estados Unidos no participarán del Congreso Internacional de
Matemáticos que se celebrará en San Petersburgo, en julio. Puede sonar egoísta
la inquietud intelectual de los investigadores rusos, pero es otro de los
baches de la guerra (del «paso
hacia la nada»): el conocimiento
se paraliza y sólo continúa la estrategia militar y la codicia geopolítica de
un dirigente.
¿Qué han hecho los
hombres de guerra para demostrar siquiera un poco de inteligencia? Nada. ¿Qué
han inventado? Cañones y fusiles. Eso es todo.
¿Acaso Pascal, el
inventor de la carretilla [en realidad, Guy, se le atribuye al general chino
Zhuge Liang], no hizo más por el hombre con esa sencilla y práctica idea de
ajustar una rueda a dos palos que Vauban, el inventor de las modernas
fortificaciones?
¿Qué nos queda de
Grecia? Libros, mármoles. ¿Es grande porque venció o porque produjo?
¿Acaso la invasión
de los persas le impidió caer en el más horroroso materialismo?
¿Son las invasiones
de los bárbaros las que salvaron a Roma y la regeneraron?
¿Napoleón I
prosiguió el gran movimiento intelectual, iniciado a finales del siglo pasado
por los filósofos revolucionarios?
Algo que me
sorprende es la manada de efectivos que tiene el ejército ruso: ¡son brazos,
piernas y articulaciones las que invaden las ciudades! ¿Alguno de ellos sentirá
remordimiento? ¿Vale de algo apelar a la conciencia de un soldado? ¿Qué se
siente dirigir un cohete a un edificio? Ellos hacen el trabajo cuyos «méritos» gozan los ministros, los generales y, la
cereza del pastel, Putin. Ellos son un esfuerzo armamentístico vital en contra
de la vida. Son una peste que jura lealtad a las órdenes más descabelladas, a
las más anacrónicas y a las más brutas. Y el colmo es la muerte de uno en una
circunstancia decisiva: se convierten en héroes, en ejemplos para las
generaciones que honrarán el Kremlin (o la Casa Blanca o Zhongnanhai), para la
nada material y tenebrosa de un disparo en el pecho del hijo que toda la casa
vio crecer (y unos desconocidos, morir).
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