Hay «personalidades
magnéticas» que, además de absorber otras en vida, las vuelven sus afluentes al
morir: las invisibiliza, las funde, las agrega a su sistema: verbigracia Rilke
a Kappus (empero fue el motivante de las cartas, no se leen sus letras, sus
errores, su vaivén o sus posibles aciertos. Él es Rilke, y Kappus es apenas
alguien: a quien corresponde). Un caso más positivo, más igual, fue el del
amanuense de Arreola en Bestiario
(escrito en una semana), José Emilio Pacheco, cuyas invenciones se divulgaron.
El nombre de uno le dio
relevancia al del otro. A diferencia del efecto San Mateo visto desde la
sociología de la ciencia (desde Bunge, para mayor precisión y menos
insostenible altisonancia). Quien tiene más tendrá más y quien tiene menos
tendrá menos: dos investigadores publican un trabajo, solo que uno es famoso y
el otro es nobel; este, a pesar de hacer todo, se lleva la ganancia de ser
leído con el famoso, que aumenta su prestigio y se gana a Dios.
También ocurre lo mismo
en la historia: el obrero de Bretch lo revela: «¿Quién construyó Tebas, la de
las Siete Puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. /
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?». Y aún hoy las placas conmemorativas
resaltan los nombres públicos, los que cenaban, los que se encalvecían mientras
los trabajadores llenaban la noche con sus pasos, sus uniformes y sus cargas.
El nombre de los constructores de la ciudad se esfuma en el humo de los
graduados en su planeación. La memoria de los lugares es así un robo de los
verdaderos autores, de los que en verdad se trasnocharon en el trabajo, de
quienes lo hicieron —si las cosas se erigieran con saliva y planos, ¡vaya uno a
saber dónde dormiría!
Para los que entregaron
el cuerpo a la creación fue «algo que se hizo», «un camello». El valor que la
prensa le da es de comparsas y figuras llamativas. La nada hecha algo deriva en
mayor juerga que sus existencias. Sus relaciones momentáneas con los vecinos yacerán
bajo el peso del material del arquitecto de turno (eso sin mencionar las
relaciones fuera de contexto que revierte el edificio o el parque biblioteca).
Volvamos, con Gonzalo
Sánchez, a la «personalidad magnética»:
Ni siquiera hay un esfuerzo de recuperación de
memoria de las víctimas identificando sus nombres, asignándoles un lugar para
el duelo, un sitio para enterrarlas, un monumento para recordarlas. Todo
parecería como si el único muerto reconocible por su nombre fuera Gaitán, o
como si todos los demás, los 200 000, se diluyeran en él. Gaitán, símbolo de la
unidad del pueblo en la plaza, en la acción política, es también el símbolo de
la unidad en la muerte. En cierto modo, la memoria de Gaitán personifica y al
mismo tiempo anula la memoria de los demás.
Anulación que combate el
humano con el espacio: hasta el sarcófago es un sitio que deseamos ocupar con
un nombre, una fecha, una leyenda, y si es posible un mausoleo con estatua
sedente o ecuestre, según el tratado o la batalla. Y el espacio, a su vez,
sirve de referencia y consuelo para los que le rinden honores. Se ocupa y lo visitan.
No como la obra que hacen unas personas que a fuerzas de lidia la habitarán:
esos trabajadores viven en invasiones o en suburbios de tabla, adobe y teja.
«¿A dónde fueron los
albañiles la noche que fue terminada la Muralla China?». ¿A celebrarle al
emperador Qin su gran empresa? ¿A recordar a sus muertos? Parecen muchos los
nombres de la historia, y esos nombres reúnen décadas para los que hurgan sus actividades,
no ya para los que estudian sus caligrafías en relación con su estado
psicopatológico… pero caben en los dedos de Durga. ¡Cuánto hace falta saber
sobre los artífices de la historia! Y no solo las cabezas; las manos, los pies,
los huesos…; el conjunto, la totalidad: el secretario, la cocinera, el
conductor, el sastre, la profesora, los correctores de estilo y las oftalmólogas,
entre otros, que sirvieron al Nombre registrado.
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