No me tengas lástima, los árboles siguen creciendo.
Esta parafrase, que sigo rumiando si está a la orden con el original,
pronunciada por Lauri (Nubes pasajeras, Aki Kaurismäki, 1996, vista hace dos
domingos en CineManel de Otraparte), en un bar, viendo un punto perdido, resume
el talento de recepción de las circunstancias —él e Ilona pierden el trabajo, y
como la recesión se prolonga, buscan cómo suplir sus necesidades sin dejar de
ser ellos— de manera completa, sin titubeos ni lágrimas, cual Anneo el Joven
alienta a dar cara a la fortuna: con la lanza y el escudo, de pie, de rodillas
o en el piso, hasta que se extinga la respiración.
Quise tomarle nota,
pero las cosas en la mochila harían ruido y me perdería la continuidad de las
leyendas. La guardé, a medias, en la memoria. Los esposos de Helsinki y los
trabajadores del restaurante donde Ilona era maître están solidariamente sujetos (del latín subjectus: «sometido», «sujeto»), amigos contra la competencia y
los reveses (es claro que no todos soportaban de igual forma las pérdidas). Se
tienen entre ellos y esa es la única defensa que los salva para no hundirse en
el anonimato; se llaman con nombre propio al caminar por la cera; son
comunidad; se distinguen.
No dejan de ser
ellos porque otro los reconoce, les paga la cuenta que deben y compra más botellas. Hay conexión, un lugar en el mundo donde
ser tratado como humano no precisa de retribuciones o de obligaciones. En medio
de la crisis, se ponen a prueba y se hunden, se acogen, se toman de la mano y
guardan un recuerdo común. El sujeto no es individuo. Se acrisola con los
problemas, con la dificultad. Al igual que Santiago: «Lo que pasa es que ya no
tengo suerte. Pero ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor
tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte,
estaré dispuesto».
Los males, al igual
que los bienes, pasan, se extinguen y se renuevan. Nosotros también. Solo que
nosotros sabemos que nos extinguimos y nos renovamos. La más alta forma de
afrontar el destino es con firmeza de espíritu, el cuerpo bien dispuesto para
el embate, como los generales en tiempos de paz o los sepultureros cuando
anuncian riña. Advertir el desamparo: forjarse uno mismo: aunque Santiago tenía
una botella de agua, se le fue el arpón con el mako y no llevó sal ni comida,
él se conservó, defendió como pudo su pez, y llegó a casa, exhausto, a dormir
el sueño de leones en la playa, el que tanto persiguió en la mar.
El viejo carecía del
muchacho, pero lo pensaba, y esa era su sujeción, su ancla. Mencionarlo en voz
alta era volver al puerto, era su resplandor de La Habana. Con él en la mente
se podía ubicar, se mantenía firme, incólume. Las adversidades no vienen solas,
como nuevas, desde cero, sino que se abordan desde la historia, como un
elemento más del recorrido: se incluyen al historial, al anecdotario. Y lo
mejor: tiene a quién contarle, con quién regresar y corregir la faena.
Mientras se mueren
los peces, cierran los negocios y la soledad se coagula, los árboles siguen
creciendo, y esperan nuestros ojos para que los veamos en su estado de lucidez.
Los ríos siguen en busca del mar y en las quebradas se bañan los niños. Lo
único necesario para vivir estas cosas es mantener el cuerpo seguro, librarlo
del peligro —afrontándolo o previniéndolo—, para que vea la naturaleza, su
naturaleza, después de la tempestad y del trance, renacidos, en busca de las
formas del sosiego, que no son otra cosa que la recomposición, el descanso para
las nuevas tareas.
Horquilla. Es cómico, dentro de lo que cabe y a pesar
de todo, que los militares más ceñudos afirmen que detendrán a Chiquito Malo.
No encaja bien ese nombre con la importancia varonil de sus voces (forjadas a
punta de gritos y dolores de garganta) ni la cantidad que ofrecen por su
tamaño: 5 000 millones… ¿Cuántos días habrá pensado el alias? ¿Ocho, como don
Quijote? Y qué decir de la herencia dentro de los “reductos”. Los salva omitir
el número regnal, no ya que la fuerza pública evite la sucesión.
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