Intriga extranjera (1956), Sheldon Reynolds |
Murió José, a las tres de la mañana, en el
Hospital, rodeado por un ente que se perdió, que iba a visitar a su esposa. Eso
me dijo una vecina. Y agregó que, debido a mi ausencia, a mi poco interés, a mi
apatía en sus últimos momentos, fuera a las exequias y a los rituales de su
religión. Yo no quiero. Una tarde le comenté a mi amigo que me fui de viaje
para no ir a la misa de mi hermano. Eso fue un diciembre. Esto lo escribo en
diciembre, si ayuda a alguien o a algo saber el mes (que no la fecha). De todas
formas, él se hizo el muerto: le anunciaron la buena nueva: iba a ser padre.
Con la impresión forjada a la muchacha, terminó en estado de coma. El único
muerto aquí es José. El único muerto de El
club fue el padre Lazcano:
el abuso de la muerte me fastidia, me revuelve
los callos, me aparapeta los melindres. Por eso la religión me socava. Muchas
cámaras ardientes, muchos sucesores del Pedro, muchas tradiciones,
congregaciones y órdenes... En una abadía, ¿cuántos cuerpos yacentes hay?
¿Cuántas jeremiadas se derraman entre hermanos? ¿Quién entra a ocupar su
puesto, su celda, a leer sus libros y a recuperar sus notas? El padre Lazcano
se suicidó, y de ahí en adelante
nadie más lo sigue.
Nadie se atreve a fastidiar con su muerte la
película. El resto es contraluz, neblina, pecado, tenue delirio, culpa que se
niega a aceptar su culpa. José es mi única víctima. Él no se suicidó; él
necesitaba vivir. Los que se hicieron partícipes de su final lo saben. Incluso
nosotros, los vecinos de la vereda, sabemos que precisaba, urgentemente, cual
bestia (o galgo) de carrera, hacer eso que nos toca... Sí... Vida...
Revoloteo...
Puntapié...
¿Los del Hospital saben qué necesitan sus
pacientes? Salud. Bueno, además de la
salud.... Salir del Encierro... Las
sondas, estoy segurísimo, conocen los deseos, las fatigas de sus hombres. Lo
que respecta a la inyectología es otro asunto. A José lo alternaron varias
personas desde que salió de estudiar. Normalmente, el Colegio nos priva del
Mundo. El Colegio dizque nos prepara. La biopedagogía (término descubierto a
mis varios años) es un virgen incumplido. El trabajo, al comienzo, y según cuál
sea, abre el Mundo: termina la Abadía y se viene la Gira (exiguos casos
rechazan una beca en el Pío Latino de Roma); acaba la Facultad y viene la
Espera... Él, bonachón, calvo a tramos y en general, pequeño, bien vestido
(sacos grises, marrones —con ligeros patrones indígenas—, zapatos de cuero,
pantalones grandes, reloj inoxidable, maletín en cuyas fauces guardaba su
trabajo),
barriga sobresaliente, piel desgastada —calibre
treinta o cuarenta—, uñas de los pies sucias, barba de muchacho, ojeras
independientes y uniformes,
era «Una brizna existiendo porque sí, a
contravida»;
entiéndase lo siguiente:
un hombre homosexual, con lote y casa, pareja,
madre y folios eternos de consideraciones, cláusulas, advertencias... Su
preocupación era de día, en los calamitosos metros de la agencia, y de noche,
en la infeliz goteadera que un piedrazo abrió para refugio de las lluvias... Él
necesitaba vivir y no se suicidó. Los gastos urgían las horas. José era un
hombre de maquinaria irreversible. Madrugaba como buen hombre. Madrugaba demasiado.
Era su deber. Salía tarde y el tiempo de viaje escuchaba música en sus
audífonos de piloto. El género, incalculable, es un misterio: los amigos juran
que era corroncho; pero nadie que trabaje en oficinas se vale del trago
solamente. Yo no sería capaz
de hablarle a sus familiares:
el sentimiento me alberga: intento hablar y
buajacáseme los intentubros, guayacanéase mi permera, yuxtapónesenme las
tristinas, parecido a un número arábigo, necesarios para José y sus compañeros.
Las jornadas le quedaban chiquitas a ese
hombre: envidiaba su manera de cumplirle al despertador, de llenar su maletín
con los viajes bambóleos. Era, y no tiemblo al manifestarlo, alguien ejemplar
(así son todos, una vez muertos, desde hace que venimos celebrándoles rituales
a los que se van: ejemplos). Con el auxilio de la Sabiduría Infinita seré yo
también uno de esos tantos. Me recordarán al titular un auditorio, una
biblioteca, un colectivo de buses con mis iniciales. Y seré un ciudadano en la
boca de mis desconocidos...
Prefiero tomarme distancia.
Volvamos al paciente:
tres derrames cerebrales lo amarraron a fin.
Tres bombardeos internos. Tres bolas, semejantes a las que hacíamos con los
residuos de los globos, le explotaron. ¿Vio su novio la asimetría, la mala
boca, el entumecimiento? En la empresa lo notábamos normal, cuotiduanímedo,
sanáptico, verde aroma, enjabonado baño, párpados en vigilancia de no caer del
sueño, orejas atentas a los violines, las gaitas, las armónicas, los xilófonos,
los bongos, los clarinetes o los tiples. Era José Madruga, buen servicio, buena
atención, impecable masa laboral, célula «de obrería», ardor corporal de
sobacos, necio tecleo —olvidó lo del mecanógrafo en un viaje al Suroeste
(planeamos
volver
a las maderas multicolores: Perú, Guyana, Brasil,
Antigua y Barbuda; prometimos regresar en nuestras motos, las que dejábamos de
tener por ahorrar el pasaje)—. Cuasi ideal admitirlo. Incluso yo aseguro que
aparentaba mejoría: las mucharejas del aseo y de las otras oficinas murmuraban
en mis tímpanos: los mensajeros y el de los tintos, primero reíanse de las
ilusiones incipientes de aquellas, luego pronosticábanse la variabilidad en el
ánimo del Guapo.
¿Los médicos envejecen? He leído noticias de
sus alcances: ¡más de cien años! ¡Esposo fieles! ¡Padres inigualables!
¡Vegetarianos sin competencia! En dos momentos pensé lo mismo de nuestro
hombre: una, al abrir su coca y hallar más verde que blanco y negro; dos, al
irse a pie a casa:
«¡Nencatreo los óblices en deterioro, y herro
mis fesas!»,
decía,
aliento en llamas por la fiebre
(a todos nos inyectó),
media camisa al invierno, con el meñique
señalando la flecha. (¿Cuál flecha?).
Engaño. Le dolían las rodillas (por eso vino la
moto), no tenía suelas, se vestiría con la misma ropa el día siguiente.
Dedicaba afectos rutinarios para darnos a la idea joven de su bochorno: como a
los pelados se les pasa no tener carro, tarjetas, idea de un futuro y
emprendimiento. Él era un niño. Eso pensé cuando lo alagaban.
En cambio,
ahora...
Voy a lo que vengo:
la muerte —Lazcano, José— me horroriza, y la revuelvo
con dedos gangrenados...
Laboreo inteminébilo cansó a mi amigo. Le
generó problemas irreparables en el sistema. Las bolitas fueron la estocada
final, el soplete y la paila hirviendo. Tan solícito que era... Su mamá... Su
novio... Sus pantalones sucios de tierra naranja (el piso de su hogar).
Cerró el Ciclo.
De los tantos que tuvo y que le esperaban (¡ay
de los que le esperaban! —Es loable pronosticar un futuro de ajetreos, agobios
y agitaciones: para eso nos mandaron a la chímtica—)
De los que esperó y tuvo, no vendrán más a
morderle la calvicie
a tornar grandiosos los lunares
y a pelárselos en un accidente de carretera
(íbamos —vamos— a viajar).
José Pobre dejó en un papelito que yo,
el jefe de la seccional Tréndiba,
mandé a imprimir,
gracias a mis lecturas de vacaciones:
era un niño en su cuna, gordo, las manos y las
piernas llantosas, posiblemente de Canadá, sosteniendo un mensaje sobre su
ombligo:
«¿Por qué pierdes, durmiendo, un tiempo tan
precioso?»
¡Ay de las ganancias que generamos! ¡Ay de la
eficacia de las entregas! ¡Los plazos se achicaban tanto que podíamos salir a
beber! ¡Era un ciclo altanero, marcial! Él lo sabe... Digo, lo supo. Él era
indicador de calidad, animador, payaso, humilde. A nosotros
los que seguimos
nos esperan otras cargas semejantes:
alcanzamos volver a repetir; nos toca volver a
repetir; ¡mordernos la cola un montón de veces, y alimentarnos!
En cambio,
José
dio su gira última, reventó sus válvulas,
achicharró las suspensiones, eyectó su grasa. El Ciclo vino y lo tomó de las
orejas (quién sabe para dónde). Yo no fui a sus ceremonias. A mí me culpan de
no asistir, de no armanilar las caderas. La vecina que más alega es mi madre,
amiga de su madre, viejas de agua y azúcar:
—¿Cómo que no fui? Ese entierro lo organicé yo —pienso.
El Suroeste lo extrañará.
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