Sobre el ocio. El fragmento 31 de
Safo es traducido (o copiado) por Catulo. Para ser ligero, el motivo en ambos
trata de un inconveniente amoroso —inconveniente que desagua Mercedes Carranza en sus poemas
(revólveres)—. La diferencia entre el poeta romano y la
griega es que adiciona un reproche: «Catulo, el ocio [otium] para ti es funesto; / el ocio gozas, y de más te alegras; /
reyes el ocio, en otro tiempo, y ricas / perdió ciudades» (versión de Rubén
Bonifaz Nuño).
En la Antigua Roma,
el otium (las artes, la
contemplación) no era lo que ahora conocemos por ocio. Así pues, como
señala Gardini, «Traducirlo como “ocio”, es decir, con la palabra que deriva
directamente de él, es restrictivo, aunque no se pueda traducir de otra
manera». Y se oponía al negotium (la
vida noble y política). Los romanos de la República consideraban a esta de
mayor nivel. Catulo, sin embargo, se otorgaba a la poesía con fines éticos... Lo cual me enreda: ¿él critica o alaba el ocio? ¿Le hizo daño su ocupación (ruina de imperios) que
utilizaba para mejorar el suyo?
Atengámonos al presente: el ocio es el que destruye a Catulo y ha destruido
reinos. Hoy, la cesación de actividades se acompaña de individualismo y
consumo, no de loas a la justicia y detrimentos en contra de la
corrupción y la nadería. El hastío se cambia por entretenimiento, por el «zapping vital» que está en la TV y en
las vanas ocupaciones: todo pase rápido, todo sea mucho, todo emocione. El
descanso es ya una fatiga de vaivenes, de cansancios menores y poco
demandantes. La solidaridad es un héroe salvando la galaxia, un cantante
donando sumas a una fundación. Lo otro es ajeno, asqueroso. El cubículo se
implanta en el caos terrenal: delimitación de espacios, usos y responsabilidades.
Fisura del territorio en bolsillos. Dioses por cuadras... En cuanto al veronés,
podríamos agregarle al ocio la individualidad; así las ciudades, los reyes y
las comunidades se hunden en comunión (vaya paradoja) aunque en bóvedas
separadas —los osarios son una pesadilla.
Chao, Darío. El presidente que
sale lo nombró y el director le renunció. ¡Gran muestra de fidelidad! Helena
Bidegain acierta en El negacionismo es violencia: «Darío Acevedo no quiso tampoco entender que el
CNMH es una institución estatal —creada para servicio de todo el país— y no una
entidad del gobierno de turno»... Por lo que facilita la asignación de sus
funciones a una regencia delimitada. Le hace un favor a la historia y a su
asiento vecino con el que se va. Y ser director de un centro de memoria
guardará sus idioteces (con más razón en audiencia ante la JEP). No será como
los alcaldes extraviados en chiribitiles, que alimentan a su familia con el
silencio de la administración municipal.
Su mandato, su
absurdo le arrancó más de una cana a las víctimas y a los que le prestaban
atención (era obligatorio saber qué diría la cabeza del Centro Nacional de
Memoria Histórica). Llegó a decir tonterías incoherentes y difusas. Escucharlo
censurar a su equipo o declarar ante un auditorio daba la impresión de que
alguien no debía acomodarse en el puesto que le situaron. ¡Ilógico,
extravagante Darío!
Él es de ese tipo de
personas que se inhibe a responder la verdad, al puño de un hecho, al grito de lo innegable en
una sala vacía. Es como el férreo que trabaja en grupo y, si
este no sigue sus indicaciones, las cambia en doctrinas. Acertado o equivocado
—repito: equivocado—, la decisión colectiva es él —y su equipo, braceros.
Se va el
materialista, el revolucionario de juventud. Un escollo menos. Véngase lo que
se venga, el aire se afloja. Los amiguitos se despiden en serie, dejando tras
de sí un extenso alboroto... ¿A qué se dedicarán? No lo pregunto con interés de
perseguirlos (que sería útil si duraran en lo público); lo pregunto con
curiosidad de saber qué harán con la fama que los rodea... En todo caso, el río
hablará.
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