Quiero decirles que
invitamos al presidente Iván Duque, primero a que estuviera aquí presente, y
luego a que a principios de la mañana de hoy fuera el primero en recibir, como
presidente de la República, el Informe
de la Comisión... No estuvo presente... Salió del país (se excusó), y con
nosotros está representándole el ministro del Interior, Daniel Palacios...
Francisco de Roux
Este es el inicio de la intervención del padre. Ni Duque ni su ministro asistieron. Aquel por estar de gira en Lisboa, en la Conferencia de Naciones Unidas sobre los Océanos, hable que hable y recibiendo la Orden del Infante Don Enrique (Grado de Gran Collar) y el premio al Liderazgo Planetario 2022; y este por quedarse en el rancho supervisando que no se moje en demasía (adelantó dos Puestos de Mando Unificado en Bogotá y Sucre).
La vida, «de tan
interesante como es en todos los momentos», parece ser que les imposibilitó ir
al Jorge Eliecer Gaitán. Aún Duque, agendada la conferencia con seis meses de
antelación, no la canceló. Prefirió irse a dar balances, a cebar su imagen
pública e internacional, a hacerse un espaciesito fuera del cuchitril que
gobierna (el hijo no quiere ser como el padre: tener reses y haciendas,
enquistarse y seguir en la política).
Sin embargo, el que
se va tampoco fue a la ceremonia de inicio de la Comisión: recibió, en cambio,
al primer ministro de los Países Bajos, Mark Rutte. En varias oportunidades dio
la espalda a la contemporaneidad colombiana. Es un «hideputa». Se le pedía
asistir a un evento nacional, hecho con manos propias, sudado y llorado por
gente de aquí; se le pedía reconocer, al menos con la presencia, el arrojo del Informe para nosotros y para el
continente (para la galaxia, si así le suena mejor al Iván).
A los comisionados
se les pasó fundar una medalla o un título honorífico para sus asistentes nobles...
Entonces iría Duque (o Palacios, que se va con mera agua enlodada en los
bolsillos). Caeiro les interesaría a ambos («De nada me serviría estar mirando
para otro lado / y para aquello que no veo. / Que nos importe sólo el lugar
donde estamos. / Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte»). El
esplendor innato, la categoría asignada por nosotros a nosotros, el estudio de
la historia y de lo que nos ha pasado, nos interpela, nos llama. En este salón,
y no en otro, suceden cosas que definirán el futuro. En Colombia, y no en
Portugal ni en Estados Unidos, hombres y mujeres son requeridos para significar
lo venidero. ¿La herencia generacional? Trabajo autóctono. ¿La educación y la
veeduría? Insistencias de acá.
Y más que honores,
insignias, reconocimientos, está el país. Desde donde nos llueve y nos asolea
se aporta a la humanidad. El nicho se extiende a regiones lejanas. Los sentidos
avisan al cuerpo no lo que sucede en Lisboa, ni en las Islas Malvinas; avisan
lo que sucede en nuestro entorno cercano. Y siendo nosotros, y parando oreja a
lo que hay en las inmediateces del continente físico (quinta acepción de la
Academia), nos universalizamos, porque esta es la condición humana. Nos
tendemos a los otros, con la particularidad de nuestro sentir, de la belleza
contigua.
«Si hay alguien más
allá de la curva del camino, / que se preocupen ellos por lo que hay más allá
de la curva del camino. / Ése es su camino». Lo merecen, o no, pero es suyo. No
hay ninguno que se le parezca... Por lo tanto, es una bendición. Depende de
ellos, y de nosotros, referirnos a lo que nos corresponde. Los comisionados
hablan el lenguaje que se vincula a la verdad, que intenta centrarla en el
escenario y, así como es, develarla y hacernos partícipes de su molestia, de su
aliento.
Horquilla. Renata, la amante del coronel Cantwell (Al otro lado del río y entre los árboles,
Hemingway), le pregunta qué significa tarado,
a lo cual él responde: «Es un poco difícil de explicar. Pero creo que es un
hombre que nunca ha trabajado auténticamente en su oficio y que es presuntuoso
de algún modo inaguantable»... ¿Les suena a alguien? Pista: Rebelo de Sousa lo
condecoró.
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