Ernest Descals |
Ella lo empujó hasta la primera mesa de la entrada. Él,
mientras tanto y una vez en su puesto (mirando la calle), le alzó la ceja
derecha al mesero. Nadie más que él atendía. La mujer se sentó al frente del
hombre.
—¿Qué se les ofrece?
Dieron un vistazo a la amplitud del espacio, las otras
mesas deshabitadas, en su orden metálico y aparentemente limpio, el calor de la
manteca para los buñuelos llenando la caja y simulando un refugio. El hombre
pensó: «Me
trajo sin aporrearme. Avanza»... Volvió la mirada al mesero y respondió:
—Buenos días. Hágame el favor de traerme dos tintos. De
los mejores que tenga.
—¿Algo de comer? —lanzó otra pregunta. Con la demora recapacitó de la
exigencia que le hicieron: «De los mejores... Bobo».
—No. Muchas gracias. Muy amable. Así está bien –respondió
esta vez Eugenia.
«Quieren
lo mejor de tomar para no comer...», se retiró el mesero.
Mientras, ellos dos retomaron la conversación que dejaron
pendiente. Eran las seis y media de la mañana y desde las seis estaban en el
parque despertándose con el sereno debajo de un árbol. Fueron a una panadería «más
acogedora» antes de llegar a esta. Cerrada.
Arnulfo chasqueó los dedos para llamar la atención de
Eugenia.
—¡Oí! Como le digo, envenenarle una comida especial o que
le hagan el daño retirando plata, esas son las que me parecen más confiables.
Ella dirigió su cabeza hacia él. Le dio una patada que
simuló sentir.
—¿Hay gente por ahi? –inquirió.
—No, nadie por ahi.
—Hágame el favor de hablar con tiento. ¿Me oyó? No vaya a
ser que ese hombre sea suficiente para acabarnos. Siga pues.
—Eso era todo. Envenenarla o mandarla a matar. ¿Vos sabés
cuánto valen unos muchachos? Yo del veneno sé. Le baño un pan con veneno de
ratas (o un arroz: ella es capaz de comérselo aun viendo). ¿Sabe qué? En un
paquete de esos chinos, que trae salsas hasta en el cartón, le revuelvo la
aguja.
—¿Aguja o veneno? —preguntó Eugenia.
—Las dos cosas son lo mismo. Chito que viene.
El mesero dio más vueltas de las requeridas. Iba a
prender el televisor.
—¿Quieren oír las noticias? Los aguaceros están inundando
hasta...
—Deje así hombre. Muchas gracias. ¿Trajo azúcar? —preguntó Eugenia. Él no la veía; para él solo había un
cliente.
Arnulfo le pisó un tacón.
—Gracias. Deje el televisor apagado, si es tan amable. Y sí,
esos aguaceros chorrean le digo que sin parar. Hoy porque hace buen día, si no,
en la casa estuviéramos.
—Eso es verdad. Yo ni hubiera abierto hoy. En estas veces
produce uno para nadie. Toca llevar las cosas a la familia y así no se gana.
Eugenia le mostró su faz. El mesero entendió.
—Buen provecho. Cualquier cosa me avisan.
—Listo pues.
—¿Si hoy lloviera estuviéramos en la casa? O le corrijo:
si hoy lloviera estaría usted con esa otra en la casa...
—¿Cómo prefiere que lo escuche ese man?
—Deje de meterme en cosas que son mentira. ¿Sí oye? No me
involucre me hace el favor. Y me limpia el tacón.
—Bien sucio que está.
—Bien sucio que me lo dejó... y con estos lodazales.
El mesero se detuvo en la caja. «No
tengo que abrirla para devolverles. Lo seguro es que me pagan con uno de dos
mil. Con las moneditas del pasaje tengo. Tacaños». Arnulfo le echó
tres bolsitas de azúcar a Eugenia. Él tomó con uno. Echó un vistazo al aceite y
le pareció raro que siguiera sin masa dando vueltas. Fue verlo y el mesero lo
apagó. «No
le llegó la trabajadora», se dijo Arnulfo. «Parece que sí llueve bravo». En la calle nadie
pasaba. Y esa mujer que revolvía el líquido con el azúcar no lo perdía de
vista. «¿Para
qué les pregunté si querían ver televisión? Es que me atolondré. Nunca le
pregunto eso a los clientes. El local es mío y yo pongo las noticias cuando
quiera. Faltaba más», refunfuñó el dueño de la panadería. «Matar
a esa perra»; sorbió dos tragos, dejó su labial en el pocillo, se
quemó la lengua y retomó:
—El veneno se lo pilla y los matones nos amenazan con
decirle al mundo que fuimos nosotros. Metámosle mano usted y yo. La partimos en
pedacitos y la votamos por la quebrada. Mire que con estas lluvias no se
escucharía el primer tiestazo ni los gritos, y nadie sale a ver a dos (eh, a
uno) tirar una bolsa pesada al agua. Es como deshacerse de la basura sin ir
hasta el basurero. Y si lo vieran, la gente comprendería. Arnulfo, usted es
capaz de hacerle eso —bebió. Aguantó el líquido y continuó—. ¿O es que le da pesar esa bruja?
Sin saber cómo ni gracias a quién, el rostro maquillado
se fijó en alguna parte de él. Y la cara del mesero, desde su lejanía de metal
y paquetes (volvió pronto al recuadro de la pantalla).
—Mirá al mesero —le pidió a Eugenia. Así se lo quitaría de encima. «Lo
único bueno de esta bruja», pensó—. ¡Cuál pesar ni qué ocho cuartos! ¡Pesar de la masa sin
manos! Es que usted es muy crédula. Pídame otra cosa que no sea matar a nadie,
mujer. Los muchachos o el veneno son maneras más bonitas de hacerlo... —Bebieron un trago profundo, con indicios de tibieza.
—La mato yo pues.
Arnulfo miró al mesero. Este creyó que lo necesitaban. Le
meneó la cabeza y volvió a Eugenia.
—Bueno. Mátela. Yo pongo el machete y las indicaciones... El
primer tiesto la duerme y de ahí en adelante lo que sigue es pan comido.
Bebieron. Se vaciaba la taza y a la boca le era
indiferente el calor.
—En esas quedamos, príncipe. Desde mañana siento que va a
llover y me asomo a su casa. ¿Usted no está trabajando, cierto? Eso sí, tiene
que estar en la casa. Apenas me toque llamarlo desde lejos porque me ensarté en
un hueco... Pero no va a suceder, créame. La mato, la pico, la botamos y la
gente irá sabiendo quién es su nueva esposa. ¿Olores? Olores no habrán.
¿Policía? La voy a dejar sin huellas ni rostro. Ya verá. ¡Cuáles muchachos ni
cuál veneno! ¡Eugenia!
—Eugenia... —repitió Arnulfo en voz baja—. Eugenia, hay otro problema...
La brizna entretenía al mesero.
—Oigo.
«¿Digo
que no tengo plata o que dejé la billetera? Si le digo que la dejé me esculca y
sería mucho teatro. ¡Ah!», pensó Arnulfo. Tensando las piernas, confesó:
—No tengo plata, Eugenia.
Ella sorbió lo último que le sobraba y deseó pegarle. «Mucho
bobo este... Será irnos».
—Será irnos corriendo.
—Usted me lleva. Mire que estoy listo para salir. —Y, dirigiéndose al mesero—: ¡hombre, prendé el televisor! Si no vino la trabajadora
es que está lloviendo duro por donde vive.
¿Dudó el mesero de las intenciones del cliente? Había
lógica en lo dicho.
—Ese man da la espalda y me tirás pa la calle. Luego se
monta encima de mí y nos rodamos la bajada. Siga el camino que siguió al
entrar. No hay obstáculos. ¿Oye?
Por la estupidez en las acciones, no oyó. De una se colocó
detrás de Arnulfo, tomó los mangos, dio tres pasos y al cuarto el tacón le
falló: dirigió a su hombre, con ganas, como si dirigiera un filo a un cuello
para desprenderlo del torso, a la piscina de aceite (aún valedero). El mesero
los observó desde la silla en la cual se había montado para conectar las
noticias. En esas la muchacha apareció.
—¿Quiere sanar la demora? —Le dio la bienvenida el patrón—. Recoja ese buñuelo y échelo con esa pintoreteada a la
calle, hágame el favor. Iba a informarme si el aguacero no la había dejado
venir. ¿Por qué la demora?
—Soborné a unos manes para que no me mataran.
—¿Y cómo sigue de la intoxicación?
—¿Cómo así? ¿Cuál?
—No me pare bolas. Haga lo que le pedí. Y buenos días.
«Se me
pasa dar los buenos días...».
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Publicado en Monociclo (México), no. 27 (agosto-octubre de 2022).
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