Las tareas de casa, de Natalia
Ginzburg, describe a una abuela y a sus hijos ya grandes, con esposas y retoños
de visita en verano, y a través de ellos manifiesta el relevo generacional, el
choque de edades, la herencia de costumbres, las tareas domésticas, etc.
Leyendo desprevenido se consideraría el retrato de un hogar en vacaciones, la
disposición de las familias contemporáneas. Pero es un ensayo. De los
variopintos enfoques, seleccionaré el que centra la inutilidad de los oficios.
La abuela se
levanta, aún de noche, y amanece en el sofá del comedor, queriendo ponerse a
fregar y barrer. Espera, bebe café y fuma, «al acecho como un buitre», sabe que
los niños despertaron y recuerda cuando, recién despiertos, bañaba a los suyos,
los arreglaba, les servía café con leche y los sacaba afuera. Ahora sus nietos
se quedan en la habitación, acompañados de historietas y bizcochos. Los padres
aparecen sin chanclas —la madre se pregunta si desaparecerá la industria de chanclas
y el café con leche—, beben jugos embotellados, revuelven huevos y untan el pan
con Nutella. Les preguntan a los niños qué quieren comer y la indecisión los
hace llorar, los regañan adoptando un cobarde «tono trágico» y no les gritan
—la madre piensa que esto también desaparecerá—. Antes de irse a la playa, le
insisten a la vieja que no haga aseo, que ya todo está hecho.
Pues ella rehace las
camas, recoge los periódicos, barre y «al fregar los suelos, la madre tiene la
duda de si está haciendo algo inútil». ¿El recuerdo de su madre, que tenía
criadas —próximas a desaparecer o a utilizarse en labores de menos
mortificantes—, o «un placer estéril o maniático» la mantienen en disposición
del aseo, su único y extremista oficio? Las nueras, los hijos le reprochan no
dedicarse a objetos más elevados: leer, enterarse de política; dos o tres ideas
fosilizadas le bastan.
Siddhartha, por otro
lado, después de su experiencia con los brahmanes y los samanas, al decidirse
por lo mundano, se le fue extinguiendo poco a poco la «fuente sagrada», se le
fue mermando la voz de su corazón, el comercio nubló el ascetismo, las mujeres
el ayuno, las fiestas el pensamiento. Las cosas se «iban sumiendo una tras otra
en el olvido hasta quedar cubiertas de polvo».
Todo esto es teoría
de Lamarck a nivel de usos individuales y sociales. La abuela y Siddhartha
ilustran la frase: desuso conlleva desaparición. Así como la industria de las
chanclas, que los nuevos adultos no usan o les da pereza buscar debajo de la
cama; el café con leche, que reemplazan los jugos embotellados; los regaños y
las reconciliaciones instantáneas, la vieja desaparecerá. Lo que ve sentada, la
casa que arregla a escondidas, los hábitos que aplicaba a sus hijos, serán
carcomidos en el desván del recuerdo. Y del mismo modo el joven Siddhartha, que
aprende las artes amatorias, se olvida de sus primeras enseñanzas, del llamado
interior, aunque este lo haya impulsado a la ciudad.
La práctica
instrumental, los ejercicios diarios fortifican el aprendizaje. Renunciar al
uso constante malgasta la destreza en cualquier área. Me ocurre en la época de
finales, o cuando me comprometo más allá de mis posibles. La molestia se
presenta cuando se quiera olvidar algo y lo único que se consigue es repasar
ese recuerdo. Sería como un santo huyendo de su predestinación. Pero en tal
caso, «Saber olvidar, más es dicha que arte. Las cosas que son más para
olvidadas son las más acordadas. No sólo es villana la memoria para faltar
cuando más fue menester, pero necia para acudir cuando no convendría...»
(Gracián).
«Lo que no se hace
todos los días, se olvida», juro haberlo leído de José Libardo. Por eso la
abuela organiza las camas a su modo, trapea, barre, se demuestra útil, combate
la desaparición moviéndose. El aventurero Siddhartha, después del lodazal en
que se hunde, recobra el latido sigiloso dentro de sí y se entrega a su
búsqueda vital. Las intromisiones del olvido se riñen con presencias; inmovilizarse
es actitud de muertos; insistir, en lo que sea y cuando sea, permite abrirnos
un lugar en el mundo.
De una forma u otra, todo termina o terminará desapareciendo. Es como el olvido de las personas que ya no están, cuando no quede quien las recuerde ni siquiera serán memoria.
ResponderBorrarEl camino lleva esa dirección.
Saludos,
J.