Diecisiete mil jóvenes se propuso el Ejército, como
meta, unir a sus filas, y apenas logró el 43 % de lo planeado. Alrededor de
siete mil soldados prestarán sus servicios durante dieciocho meses. En la recta
final se les pidió a los oficiales aumentar la campaña de reclutamiento, cada
uno con una cantidad de asignaciones por cumplir, y fallaron. La incorporación
empezó hace dos meses en los sesenta distritos militares. Este diciembre lo
pasarán con menos muchachos. Y eso está de maravilla.
No lograron lo
deseado, pero los que ingresaron son muchos de por sí. La noticia hubiera dado
más gozos informando que el porcentaje es cero, y que además hubo comunicados
públicos que rechazan el militarismo y las condiciones que lo hacen aparentar
como la única salida a un futuro de miseria. En todo caso, el titular dice que
la baja asistencia preocupó a los camuflados. Me gustaría asegurar que este es
el principio de un cambio de conciencia, en el cual la juventud no se desgaste
en la ilusión de ser «héroe» a cambio de la repetición de patrones, del
estancamiento del alma.
Ese tiempo
desperdiciado, ¿no sería más útil con algo que envuelva al hombre en la
creación, en el trabajo o en las gestiones que le deparan a la familia? De
nuevo, reconozco que la salida militar es también una forma de evadir la
incertidumbre del futuro. No obstante, ya se piensa en una alternativa —no
solución— al servicio: la Ley de Paz Total. Pensando en que la mayoría de los
reclutados por las Fuerzas no puede pagar una libreta —una esquina del asunto.
Otra es la confianza de que a los hijos descarriados se les apriete la rienda
adentro—, la Ley propone, en doce meses, que el joven se desenvuelva en
distintas modalidades de prestación de servicios, más que bélicos, sociales. El
certificado, «equivalente a la libreta», contará como experiencia de empleo.
No deja de ser un
avío «para contribuir y alcanzar los fines del Estado», de eso no hay duda. El
ideal —acicate de esperanzas— es que nadie se vea obligado, al cumplir la
mayoría de edad, a secarse en las instituciones estatales, ni a temer el
tránsito por el territorio debido a las batidas —esa tensión de poderes entre
el soldado y el civil, y las maniobras que este realiza para evitarlo, ya
utilizando de escudo a un extraño, ya fingiendo renguear—, y de ahorrarse las
indicaciones y las infografías sobre la objeción de conciencia.
La siguiente frase
es universal, pero cobra más sentido, o tiene más probabilidades que suceda, en
los despotismos de las campañas: «A algunos, antes de que ascendieran a la cima
de su ambición, los ha abandonado la vida en los preliminares de la lucha...».
Y la lucha, impuesta, resabiada en prolongarse, les era ajena, como los grados
y las insignias, un entramado que no ayudaron a edificar, y que los ve derrumbarse
tan pronto, conmemorados lo que dura el alistamiento de otro que ocupe su baja.
Es coherente hablar
de paz y proponer medidas que la alcancen. «Hasta ahora la humanidad ha sido
siempre educada para la guerra, nunca para la paz», decía Saramago en su Manifiesto contra la guerra. Se trata de
un fin demasiado largo el de educar la guerra. La cultura puede ser una de los
artilugios más influyentes para lograrlo. El presupuesto militar ¡vendría como
anillo al dedo de las universidades públicas! Si desde muy temprano se levanta
la institución para velar por la seguridad de los «colombiano» (sic), ¿por qué
no, con esa prontitud, desisten de aparentar bravura los huecos cargadores de
futilezas? Hay que trabajar por un cambio de valores: que no seamos referentes
internacionales del Curso de Maestro del Salto Aéreo, sino en ciencia, en
investigaciones, en artes, en lo que no atente contra el mínimo de presencia en
la Tierra: la vida.
Horquilla. Trasnochado por la bendita alborada,
que estalla cerca por muy lejana que esté, pude rescatar una grandiosa
conversación, de las que roban sonrisas y calman el odio, en medio de las
explosiones: —¡Lucy!, aliste el celular por si ve algo bien bonito. —No amami;
alístese usted por si ve algo bien bonito.
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