Viernes, 18 de noviembre de 2022
Entendiendo el fin de año, o diciembre —que viene desde
octubre; para algunos desde agosto—, como un fin de periodos, como un cerrar etapas,
un tiempo descalabrado que busca renovarse con nuevos meses y propósitos, me
concentraré en lo que la muerte —sí, morimos con el año que se va— puede
contribuir a mis notas. La promoción singular se debe a que «Es en virtud de la
muerte que mi existencia es verdaderamente mía» (Krasnova). Pensar a mitad de año es pensar
con los rines sin desgastes valiosos. Hay un sentimiento colectivo que me
revuelve en la populosa dinámica decembrina, pingüe en destellos y maromas de
payasos barriales. Es el ahora indicado para echar cuentas: inicié el año con
tres objetivos: aprender a bailar salsa y a bailar tango, y cruzar las
fronteras de los municipios que vislumbraba desde el rincón del mío. Las dos
primeras, a la hoya: no me muevo ni para salvarme de una gallina empoderada. La
tercera, no sé si cuente ir al municipio aledaño, con los padres de mi Julio, y
volver a las horas... Me detengo para desenredar algo: mi singularidad no
amerita las pérdidas del filo del ojo ni la rigidez musculoesquelética de mis
posibles aventureros; mas, yo pierdo mi vista y mi porte de general a razón de
escribir lo más decente y lo más preclaro de juicio. Eso no es un
convencimiento valedor; es uno de mis juicios preclaros... Decía que la muerte
inspira a cada uno la valía que desconoció o repudió —en menos casos— por culpa de
la uniformidad en que se vio imbuido desde la guardería hasta la universidad
(donde aprendió el mundo y terminó enseñando sin salir de allí, siendo él
anfitrión de las lumbreras más preeminentes y siendo él un mero promotor de las
charlas... Un cualquiera...). Sin la muerte —a la que, siendo yo, le agradecería— su
existencia es un desecho de vaso de tinto en la caneca errónea; sin la muerte
no supo que vivió. Entonces, en otro diciembre que vivo, me uno a mis
reticencias. Brizna en los alrededores del camposanto.
Tengo un calor corporal lo más de mieludo. A
pantalón y chaqueta recibo el clima de los enfermos. Es un tiempo de locos,
dijo una de las aseadoras: llueve, escampa, asolea, llueve, no para de llover,
escampa y en los baños y en las clases estornudan, se sacan mocos —los decentes con
papel higiénicos y los marranos con el dorso o en los hombros o en el pelo de
las compañeras—,
se despiden de lejitos y se tiran la comida para no contagiarse. Un señor con
barriga de balín me anunció ayer que el sol era de verano porque no chamuscaba;
¿qué me diría hoy, con estos árboles desvencijados? Las estudiantes culminan
semestre, padecen las bajas calificaciones, averiguan el proceso de los otros,
odian a profesores y se odian entre ellos. En diciembre todo será
historia —o
será un complejo más—. Hidráulica se recordará como un estorbo salvado a
las uñas. Los dos con cinco se purgarán con cerveza y natilla. «Esperemos llegar a
algo», es el consenso
estudiantil —y
el civilizatorio—.
¿Cumplieron sus metas el ministro de Educación, los alfabetizadores de áreas
rurales, los maestritos recién graduados? Esa es otra cosa... No soy único en
las propuestas: «Hoy
en día todo el mundo se permite expresar su deseo y su más querido pensamiento;
pues bien, también yo quiero decir lo que hoy desearía para mí mismo» (Nietzsche).
En la medida que digo «Yo»,
inconmensurables «Yos» se dicen. Pero
solo yo importo —«Solo yo importo»...
Sábado, 19 de naviembre
A Tamayo, el catequista, le robé el título. ¿Se ocupará más o menos en
las vacaciones? Él es un trabajador impecable. No así el aguacero que atacó la
ciudad. En eso Carlos nos regalaba su nuevo libro. Y tronaba con destellos.
Saliendo de clases, en octubre —el clima era frentero—, bajaba a pie con
Ramiro a la estación Caribe —el camino es una visión atractiva de montañas
con zarpullido de adobes y tejas, de profundidad sureña y de cielos
aterciopelados— y a la altura de Alfonso López avistamos la iniciática
procesión de luces con motivos ñavideños: santas; casas con dulces, techos de
nieve, pasto de caramelo y habitantes miniatura; estrellas —unas fugaces,
otras en manada—; pajaritos en un ramaje autónomo; cascabeles y rayas para la
experimentación de la que en diciembre encuentra la libertad que el aseo no le
dio en todos los meses anteriores. ¿Qué dijimos Ramiro y yo? Vea, mercancía...
Desde ya vendiendo... No espera esa gentuza... Y ni pena les da ensamblar al
barbudo a la orilla de la avenida, con esos pitidos y ese hollín
embalsamador... Sucede que hoy los vimos y contra un árbol se distinguieron:
Luces y Decoraciones El Porvenir. La camisa que los distingue es azul y las
letras son variadas. En el río Aburrá también le madrugaron a la ornamentación
chillona: ayer, antes del soterrado de Parques del Río, se armó trancón merced
a la maquinaria naranja que descargaba el alumbrado para meterle una calle
artificial al río. Yo me dije, dentro del casco hirviendo a mañana: «Ay,
un choque, bendito sea Dios»; y eran los precoces mandamientos de la alcaldía
estorbando un carril...
Agrego a esto el Mundial y las cantinas reproduciendo la transmisión de
los partidos. Un cercano, odioso del fútbol, ve Paraguay contra Colombia. Ah,
bueno, pasó de canal... La guerra no detiene los encuentros. Antes bien, ¿los
incita?
De bajada, por donde están arreglando un segundo piso —ampliaron el
interior quitándole el divisadero—, estaba parqueado un Volkswagen azul, casi
indemne, y don Ramiro me contó: hay una persona que tiene un escarabajo en el
garaje. Lo cubre con celofán y le hace mantenimiento. A cada lado, un cirio.
Esa es su religiosidad: nunca lo ventea: mantiene en riguroso claustro, sin la
contaminación de las miradas extranjeras. ¿Qué hará de ese carro algo tan
importante? ¿Quién lo manejó? Don Ramiro dice que hay clubes que viajan a La
Guajira por atractivo. ¿Y el devoto de la quietud? ¿A dónde irá con su amigo?
Cuando lo arregla ¿le habla, le canta, le celebra las novenas dentro de él? ¿Le
pondrá las luces de El Porvenir, o dos cuernos y una nariz hinchada en el capó,
o lo convertirá en un arbolito de Navidad —enramado y luciento—, o le
crecerá una barba blanca en el parachoques?
Gianni Infantino, en Bali, pide un alto al fuego mientras dure Catar, y
si quieren —ya que estamos y sus almas son generosas— hagan la paz.
Yo, desde mi nadería, le pido a los niños turnándose para coger el trompo que
se enlodó detrás del gallinero que no hagan bulla: es muy de noche y el
fantasma del trompo perdido los asustará. «Ni que fuera magnánimo... Si
los espantan, sacarías la primera carcajada de la semana y los sapearías con
sus madres para que no los vuelvan a dejar salir, y de ese modo, la carta que
escriben, favor de El Nuevo Liberal, no tendrá remitente porque les
prohibirán los computadores». Ese soy...
—¡Mamahuevo! ¡Me caí por tu culpa! —grita un niño.
Los amiguitos lo plantaron. Muy buena. Ellos serían mis amigos. Lo
maluco es aguantarme a ese jíqueras pidiendo auxilio. Escribiré la carta por
él. Rogaré a Dios que el fantasma lo pase por alto.
Domingo, 20 de noviembre
¿Es mandato general que los taxis armen pesebres sobre la llanura del
cuadro de mando? Y nada le envidian a los de iglesias y parques: la Virgen,
José, la comitiva animal, los Reyes saltando y la Estrella zarandeándose. Muy
ingeniosos. ¿Qué les echarán de pega? Está de verse que en unos años, en el
interior de la carga de las tractomulas, creen un pesebre competencia del
veneciano, el que enaltecen los titulares nacionales como el más grande de
Latinoamérica. El nacimiento se dará en medio de una persecución de cuernos, o
de una huida, o del afán de un empresario, quién sabe; y si lo que pasa en
Catar sucediera en Colombia, nacería el Niño a lo que un marido permite a una
catarí subirse al automóvil.
Como es deber cristiano, fui a misa, y el aviso parroquial le sacó un
grito a una señora de blusas de su propia confección: el obispo subió el costo
a las misas ofrecidas: de treinta y tres mil pasará, el 2023, a cuarenta mil...
(Aquí el grito ahogado). Un niño se quedó viéndola y se persignó. Con suerte el
padre niveló el rumor de los feligreses arguyendo, con la mano en el corazón:
—¿Quién nos paga a nosotros?
—¡Las ofrendas! —Retó uno.
—¡Y con las ofrendas pagamos servicios, el cuidado del Templo! Sí...
alguno de nosotros trabaja en colegios, universidades o en otras labores que
nos compete... No lo niego... Pero es norma del Obispo... Es mi trabajo
obedecer... Y les pongo la duda: ¿qué es una ofrenda?
Le siguieron una muchacha que recoge quince mil firmas para montar un
referéndum provida y un muchacho invitando al grupo juvenil que se reúne a las
siete y media —¿de la mañana o de la tarde?— en la parroquia. El
sacerdote solo felicitó al segundo. No se iba a quemar...
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