Un joven esperaba a su abuela, tras señalarle la
fila preferencial para hacer el segundo pago del pasaporte. Ella entró y él se
plantó a la salida. Echó un vistazo a los edificios de La Alpujarra y a los
que, por vestir elegante, entrarían a esos edificios. Hora: ocho y media de la
mañana. Madrugaron: a la abuela no le gusta llegar tarde a las citas.
Pasaba el tiempo y
el joven detallaba el monumento de Arenas Betancourt, cuando la abuela se le
apareció, con la nariz roja y sangrándole: se tenía que quitar el pirsin para
la foto. Ella se estancaba la sangre con un papel: forzó la sacada, se lastimó
y quien la atendía le dijo que saliera, que no hay afán.
La gente de la fila,
los celadores y los engalanados, de paso, se enteraban de la función. Una
señora, que esperaba a su esposo con su hija, calmó a la abuela, hablándole
despacio y regalándole un pañito húmedo: «Tranquila. No es nada. Intentemos
hacerle fuerza». Le subían la punta de la nariz para ver dentro y, al intentar
sacar el pirsin, más salía sangre. Pero la abuela: «Háganle duro para que me
tomen la foto. A mí no me duele; no se preocupen por mí»... El nieto y la
señora, preocupados por ella, le preguntaron a un celador dónde quedaba el
sótano, lugar que le recomendó la muchacha que atendió a la abuela para que le
quitaran el pirsin. «Vayan al fondo y los guían», respondió.
Bajaron trotando al
sótano. Como chiflados, más ella que él, preguntaban a los celadores dónde
encontraban una artesanía donde hacen perforaciones. El primero les dijo que siguieran
y que preguntaran al compañero de adelante. Le preguntaron: no sabía: «Aquí no
hay de eso madre». Y la abuela, diciendo que sí, que por ahí debía de estar esa
artesanía, se puso a contarle a una ejecutiva, obviamente incapaz de ayudarnos,
lo que le pasó: iba a sacar el pasaporte y no pudo tomarse la foto; intentó
jalarse el pirsin y no le sale; está buscando un muchacho de esos que ponen
aretes.
La señora, amable
por ser inicio de día, la escuchó y le dijo al final: «Ay señora, qué pena pero
no sé». El nieto, decidido a irse, tomó del brazo a la abuela, pero no la
detuvo: abordó al celador de la primera vez, que pudo reflexionar lo que le
pedían, y la mandó a la enfermería.
Los atendió un
hombre, consciente de lo informal de su servicio. Se puso los guantes, tanteó
la longitud del pirsin, cogió una especie de tijera profesional, «con la que
zafo anillos», y avisándole a la abuela el «hago esto bajo su responsabilidad»,
agarró el palo con las pinzas y lo cortó. La cabeza salió volando mas el cuerpo
seguía en la nariz. El enfermero le pidió al nieto que terminara la operación.
Con el palito de oro en la mano, aliviados, se dispusieron a lo imposible:
hallar la cabeza de esmeralda. Hicieron el intento, desistieron, la abuela le
iba a dar propina al enfermero, él se negó, le dieron las gracias y salieron.
«Si barre, esa es la propina», se resignó la abuela.
Por decoro, el nieto
ya no la acompañó cerca de la fila; se sentó en unas sillas de cemento, más acá
de la escultura de Betancourt. Pormenorizó lo sucedido y renegó de la maldita
moda y sus perjuicios:
«Ya Leopardi lo
mencionaba: la moda y la muerte van de la mano: son hijas de la Caducidad. ¿A
fin de qué ponerse una cosa de esas? Está bien: la imagen, los accesorios. Pero
¿y el bienestar? “Solo fue una ocasión y salieron bien librados”, me dicen. ¿Y
el dolor y la vergüenza que pasamos a cambio de una cosa tan diminuta? ¡Es que
es soportar dolor, creyendo que se cumple con estándares! Si la muerte danza,
la moda se precipita a hacerles daño a las personas, para abrirle camino a la
oz de su hermana. Todo lo que incomode el cuerpo y sea antinatural, si lo firma
una estrella, tiene un imán de súbditos que lo prueban y, aun tallándoles o
sofocándolos, lo usan. Y no solo la perforación le dolió a mi abuela; también
la brusquedad de las manos encima... La belleza, o la vanidad, nos hicieron
pasar un oso».
A los días la abuela
le informó al nieto que se volvió a colocar el pirsin en la nariz. Él no lo ha
comprobado; cree que le toma el pelo.
Horquilla. La muerte, en otro orden de ideas, es
«enemiga capital de la memoria». Por eso, en la crónica de Alfredo Molano,
«Nubia, la Catira», a doña Clotilde, que presenció la ardua y penosa muerte de
Pedro, un hermano de Nubia, la mataron por socorrerlo antes de morirse: «Los
asesinos querían que ella confesara todo lo que sabía antes de morir, para
saber que el secreto quedaba bien muerto». A la inversa, «las memoriosas
Erinias» (Esquilo) mantienen presente los sucesos para vengarlos, y la venganza
la llevan a cabo por medio de la muerte, la desmemoria. ¿Tendrán parentesco de
consanguinidad?
Itagüí, enero 28 de 2023
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