El nomadismo de la vida se topa con el
muro de la muerte, que lo para en seco. Las ausencias de amigos, que en un
tiempo fueron confidentes y portadores de voz, ponen un cerco a la anchura de
lo que pudo ser un gran episodio compartido. Los límites se presentan y
configuran nuestra relación con las cosas. Tengo que saber hasta dónde puedo ir
y cuánta energía gastar para emprender el viaje. El límite es certeza.
Entre el límite y la pérdida se esbozan correspondencias que no puedo
determinar con rigor, mas ¿qué es la pérdida sino un límite reclamando su
soberanía?
«De en medio de la fuente de los
placeres surge algo amargo que en las mismas flores nos atormenta». Ese algo lo materialicé con una
vivencia: la del amor. Siendo exacto, la de la duración del amor. ¿Cómo
extenuar el presente sabiendo que se acabará, y no él solo, sino que llevará
consigo una persona, unos afectos y una condición irrepetible? Esa traba en el
suave desenvolvimiento de las acciones, ese abstraerse de lo que ocurre es lo
que atormenta la línea continua, y le quita al niño el lápiz, para que la
pérdida se ponga al timón y nos dirija al agujero. Es, en últimas, la pérdida
sobando la cercanía del amor, de la abundancia, con sus malévolos aires de fin.
Bajo tales circunstancias, dar un beso y recibirlo es no dar ni recibir
nada; es preocuparse por el futuro; es exigir la puntualización del límite en
un calendario, para tener la certeza de su día y su hora, y así gozar tranquilo
de lo que queda, del plazo acabándose. Es como a quien ataca el síndrome de
Amok, que no se detiene hasta conseguir su propósito, que se desemboca en la
delirante pesquisa de la saciedad, en la bestial acometida contra los
desdichados que se atraviesen a la consecución de la rabia. O como Ayax el
Grande, furioso y deshecho por la derrota, que en un ataque semejante al
síndrome se desquita con el ganado y sus pastores, y, después, vuelto en sí, lo
remuerde lo hecho, lo carcome y le inyecta su líquido de muerte, y se suicida.
En ambos casos, la búsqueda del límite en que se manifestará la pérdida
se realiza mediante el desenfreno, la ansiedad por definirlo, por categorizarlo,
y se detiene al evidenciar que la materia del presente, el amor, los cariños,
el abrazo y los juegos, todo lo que se quería apreciar con más detenimiento una
vez se conociera su fin, ya ha pasado...
Delimitar la pérdida es perder algo mientras se delimita.
Pero cuando la pérdida es clara y se entiende, sirve de arma para el
actuar. No se entromete en el amor, y si lo acaba, no lo hace sin dar indicios
de que así funciona: poniendo términos.
Aschenbach y Tolstoi se encuentran en un consejo literario. El uno
señala: «casi todas las cosas
grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de
algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la
debilidad corporal, del vicio, de la pasión»; y el otro: «las
obras de verdadera ciencia y auténtico arte son el resultado de los sacrificios
hechos por el hombre, y nunca de unas u otras ventajas materiales».
Pérdida y creación.
Tolstoi remarca que los artistas o los científicos «aventajados» por los bienes materiales, que los arrellana en su asiento de
pensadores y la sociedad los alimenta para ello, producen meramente «seudociencia y seudoarte», lo que se podría traducir: quienes
no han sentido la pérdida, quienes se han desarrollado bajo todos los
estándares humanos y los ha cumplido, con el empujón de no vérselas con el
trabajo físico, la enfermedad, los golpes de la quiebra, no puede crear una
gran obra.
Ante lo cual pienso: ¿Sófocles, Dostoievski se vieron obligados a cursar
una Maestría en Escritura Creativa para escribir sus libros, de infaltable
lectura para la formación literaria? ¿La armonía cultural de los países desarrollados
impregna a sus habitantes para realizar grandes empresas del pensamiento?
Argumentan unos la sosegada estufa y la tranquilidad que tuvo Descartes para
crear el discurso de su método, donde ni «cuidados ni pasiones»
le perturbaban su ánimo. ¿Pero no la publicó anónima, previniéndose de la
Inquisición? He un «a pesar de
algo», una carencia.
Tomemos como ejemplo a Daniel
Mantovani, el protagonista de una película donde se le galardona con el Nobel
de Literatura. Él lo acepta y se ve en un aprieto: no tiene sobre qué escribir.
La «culminación» de su carrera, el peso del Nobel lo sumerge en agua donde ni
un arrebato lo saca a humedecerse en los manantiales de la creatividad.
El bienestar en que se encuentra, aclamado y
enfebrecido por las masas, no lo colma, no le inyecta el giro dramático,
creativo. Solo cuando regresa a su pueblo de la infancia, Salas, de cuya
inspiración se basan todas sus historias, y lo empuja intensamente un retraso
cultural, político y religioso, escribe una nueva obra que lo vuelve a poner a
la luz de las cámaras.
Su pueblo natal, así como Venecia para
Aschenbach, que se pudría en el estatismo de la aristocracia alemana, trocaron
el bienestar por pérdida, y la pérdida se trocó en arte. El revés del Paraíso,
un infierno buscado, los sacó de la comodidad de la indolencia.
El alemán muere y el argentino estuvo a punto
de morir. A los artistas les faltaba una situación límite, una pérdida. ¿Es
masoquismo del artista necesitar latigazos para estimularse? ¿Es imprescindible
que, ante el cadáver tapado del medio hermano, se implore: «Ve, descúbrele,
para que vea yo toda mi desgracia», y de esa desgracia se beba, como de un
elixir de reanimación? ¿Sin falla alguien ha de espolear los ánimos,
pregonando: «Marchemos, apresurémonos»?
No queda sino aliñar la pérdida, que se
amontona y se coagula, con un elemento: la resistencia. Los autores mencionados
sufren y se debaten en la realización de sus posibilidades. Resistir es, como
Edipo, anteponerse a las pérdidas y marchar, exiliado, pero vivo. Si no se
tiene la riqueza material, debe tenerse un valor de hierro para no dejarse caer
a la primera. Lo que se pierde se equilibra resistiendo. El vacío se colma de
otras materias.
Integrar una aventura es soportarla o fenecer
en el intento. Y hacer arte de ella, sin afanes económicos ni publicitarios,
sino por medio de la experiencia, es resistir a lo que se perdió, y
recuperarlo. El arte va en esos dos caminos: el de lo ausente y lo presente.
Con uno se inspira y con el otro crea, prolonga.
Los manuales o maestrías de escrituras creativa y esas cosas suelen servir únicamente a quienes los escriben y/o hacen. Al igual que las experiencias límites y todo lo demás. Cada escritor se hace a sí mismo, el que copia no hace más que eso, copiar y ya. Claro que ni una cosa ni la otra son fáciles.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Itagüí, marzo 7 de 2023
BorrarAtento José:
Me excuso por no haberme enterado de los tres comentarios hechos a mis escritos: no me imaginaba que alguien los comentase, para empezar, y se supone que yo tengo que dar luz verde a los comentarios... Lo que me da el poder de la censura... Vaya tontería...
La carta es una delicadeza para subsanar mi distracción.
Convengo con tu aporte del veinticinco de diciembre: todo “terminará desapareciendo”. Mas le daré un toque de ilusión a lo de que morir y no ser recordado es, por así decirlo, morir el doble, y me serviré de unos de tus diarios: lo que del escritor puede utilizarse en algún momento, así sea para la memoria de los seres queridos o para gastar páginas u ocupar un espacio en la red, es una contribución al non omnis moriar... No morirá del todo quien crea.
Sobre el del cuatro de enero: ejercitar la reflexión, en el campo de Esperando a Godot o en un sueño desconcertante, contribuye a aburrirse con sentido. Esta semana descargué unas correspondencias entre William Burroughs y Allen Ginsberg, donde relatan sus viajes por Suramérica y sus experiencias con la ayahuasca. De lo menos esperado, no porque valiera la pena, no porque fuera riguroso, se puede desbordar la pluma:
Bogotá es alta, fría, y húmeda; es un frío húmedo que se le mete a uno dentro como el frío enfermizo del opio. No hay calefacción en ninguna parte y uno nunca llega a calentarse. Como en ninguna otra ciudad que haya visto en América del Sur, se siente en Bogotá el peso muerto de España, sombrío y opresivo.
Esas ocurrencias llenarías hojas, revistas, muros y pensamientos, y alguien les daría la importancia que se merecen o que aparentaban no tener. De lo que se trata es de generarlas.
Culmino: el cinco de marzo hablaste que los manuales y las maestrías de formación de escritores solo benefician a quien los redactan y las fundamentan. Yo agregaría: y a quienes incluyen dentro de esos formatos. Es parecido al pedagogo: se le critica lo teorizante y la no puesta en práctica en el “campo de batalla”, en el salón, de sus hipótesis. Por otro lado, decías que los escritores se hacen a sí mismos, incluyendo también a los copiadores, y agregabas que copiar no era nada fácil. A mi parecer, tanto el especialista como el escritor se empeña por sobresalir; y, para este en especial, si no me equivoco y no caigo en el mismo error de hablar sobre algo que me rebasa, la originalidad es vital: perfila a un hombre. Algún día me expresaré con amplitud sobre esto, sirviéndome de Dostoyevski y Hermann Hesse.
De nuevo, agradezco que me leas.
Alejandro Zapata