A R.
Ocupamos
dos asientos, casi diagonales al frente del escenario, con solo un pilar
obstaculizando nuestra vista[1].
Empezó el show, se apagaron las luces, el señor al lado mío me tomó confianza y
me compartía sus impresiones del momento, y mi acompañante, a las primeras
gracias del presentador y de los artistas, no hacía sino verme, como esperando
que riera para ella reír... Ante mi provocada seriedad[2],
ella volvía la cara... Otra maroma: el voluntario al que le tiran los cuchillos
con la cabeza cubierta. Por fuerzas mayores me reí[3].
Mi acompañante, en cambio, se asombró; mas al notarme riendo, también se ríe y
con ganas... Hasta que le dije, algo malhumorado: «Mire pa’llá; no se preocupe por mí», dejó de hacerlo.
Con este episodio introduzco la dependencia a la «familia».
No a una biológica ni profundamente sentimental; a una institucionalizada.
Hablo de quienes se han creído el cuento de que le deben su vida a una
universidad, a una iglesia, a un colectivo, bajo la premisa de que, tanto
adentro como afuera, han de respaldarla e impulsarla, sin considerar ya a las
personas que la conforman sino al bloque funcional y corporativo que
representa.
Uno de los planes de afianzamiento de voluntades es
la suplantación de la cosa por la «familia», de las instalaciones por la «casa»[4]... Entiendo que el lugar de trabajo debe ser
apropiado y con las necesidades mínimas saciadas para quienes lo habitan; pero
de ahí a que pase a un sentido de conciencia, agradecimiento y fidelidad, hay
un gran[5]
abismo de intenciones: la organización, el concreto burocrático absorbe el hule
de los planes personales y los redirige al que está escrito y firmado por los
superiores, los que mayor tajada sacan... quienes apenas se involucran[6]...
El medroso rebaño viste con los logos de la
institución, del grupo; se cuelga las escarapelas del cuello o del pantalón;
actualiza al de las aromáticas en los últimos movimientos asociativos; marca un
círculo y una X en la fecha de elecciones, de cambio de plantel: ¿cómo perderse
la ocasión de seguir «colaborándole», de seguir «propiciando
que la empresa subsista y acoja»
a más necesitados; ¡mira al director pasa enterarse de cuándo reír, cuándo
callar y cuándo fingirse diplomático!; ¡espera que le avisen el modo de
dirigirse consigo mismo, infeliz!
Kant divide el «uso
público de la razón»[7] y el «uso
privado de la misma»[8]. Lo alarmante es cuando el uso privado, obediente,
pasivo, se cambie por un uso activo, fanático, de lucha por ideales
preconcebidos; cuando, con el uso público, no se debata ni se sospeche, así sea
por un pasatiempo intelectual, de las bases colegiadas.
Una demostración:
W. no consume las gaseosas N. porque trabaja surtiendo
las tiendas con las gaseosas U., y si la ven, en el cumpleaños de su hija,
tomando N., le van a declarar que las gaseosas que vende no son tan buenas como
para que ella, la surtidora, consuma su producto y prefiera el de la
competencia...
Termino con Erich Fromm, citado por Héctor Abad
Gómez:
El desarrollo y emergencia total de la razón
depende de que se alcance una libertad e independencia totales. Hasta que esto
se haya logrado, el hombre tenderá a aceptar la verdad que exige la mayoría de
su grupo, su juicio está determinado por la necesidad de contacto con el rebaño
y por miedo a verse aislado de él. Unos pocos individuos pueden soportar este
aislamiento, y decir la verdad a pesar del peligro de perder el contacto. Son
los verdaderos héroes de la raza humana, gracias a los cuales no vivimos aún en
las cavernas.
Horquilla. ¿Se le acabaron los paraguas y le aterra el precio de uno decente? Debajo de las gradas de Los Valentinos encontrará una variedad incomparable y de máximo 3 o 4 cupos, automáticas y, puedo asegurarlo, nuevas. Un señor, de ida a Rosales, me contó que logró meterse a rescatar el zapato de una señora, pero que no lo salvó; mas «por ahi derecho, antes de salirme, saqué estas dos sombrillas»: su mujer y él las alzaron, las abrieron apretando un botón en el mango y chocaron las telas.
Itagüí, marzo 20 de 2023
[1]
Los reflectores encandilándonos; las personas que entraban y salían; los
vendedores de palitos que alumbran, de algodón, perros calientes y churros; el
Mickey, medio quitándose la cabezota del disfraz, orquestando a los niños y a
los padres a abrazarse para la foto; el fotógrafo que sonríe aunque le hayan
dicho no con el dedo; el hombre ubicando a los de las fotos en las gradas,
extendiéndoles un pliego editado con motivo del circo y la foto mal pegada en
el medio; toda esa tracamanada de gente era otro obstáculo.
[2]
Léase: «Ante mi prueba...».
[3]
No le tiraban ningún cuchillo; uno, cerca del voluntario, cuando los redobles
del tambor propiciaban el «tiro» y aumentaban la tensión general, clavaba el
cuchillo en la pared y los platillos hacían saltar al cándido.
[4]
«El trabajo —la escuela, la oficina, el batallón, la empresa— es tu hogar»,
suele decirse, a fuerza de estar clavado en un sitio más horas del día de las
que se pasan en la casa.
[5]
Apócope que funciona para todo: bazares de iglesia, tomas de parques, eventos
teatrales, etcétera.
[6]
Hay excepciones: los altos cargos
tienen una manía por las portadas y los medios de comunicación: pelan la
dentadura, mantienen motilados, saludan como reinas de belleza y les duele el
cuello de tanto mirar aquí y allá.
[7]
Sin ataduras de secta: aquí el
individuo, en su libre expresión, quien declara sus razones, «cuidadosamente examinadas y bien
intencionadas acerca de los defectos de ese símbolo» al que se milita; al que se adora.
[8] Este es limitado, pero su límite se debe a un mecanismo comunitario de fines públicos, sin que genere una traba para «el progreso de la ilustración».
Comentarios
Publicar un comentario