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El castigo y el bien

Adán y Eva expulsados del Edén, Gustavo Doré, 1866

La ley de la razón de Tolstoi es amar a los otros más de lo que se ama a sí mismo. Dice que, en tal atmósfera, el mundo sería feliz. Es una tarea complicada, desde luego, pero su complicación le brinda a la tarea un toque de enlace divino. Y no solo amar al prójimo; también cualquier tipo de empresa que sea difícil, que represente un castigo.

Para Simone Weil, cuando un hombre comete un crimen, este lo lleva al margen del bien, y el verdadero castigo tiene la función de reintegrarlo al bien por medio del dolor. Así pues, el castigo de Dios sobre los hombres es el trabajo y la muerte. Si se padecen ambos maldiciéndolos, renegando su peso y evadiéndolos, el castigo no surtirá efecto: no reintegrará al bien que desobedecimos; si se padecen ambos consintiéndolos, amando sus pesares y sus maltratos, se obedecería a Dios, más precisamente a su castigo, y se entraría al bien en su totalidad.

El castigo reintegra.

Donde se sienta una obligación, será el castigo lo que se siente. Y no hay excusas para no cumplirlo; es un deber; lo cual sirve de impulso y evita la flojera, la apatía. A un juez no se le dice: «Yo veré si lo acato»; se le obedece o él utilizará medidas para hacerse acatar. Se puede tener sueño y excusas, pero se tiene que cumplir, aun desprendiéndose del cuerpo: véase a sor Francisca: iba al coro y aguantaba las calumnias enferma, extenuada, sin dejarse vencer, anteponiéndole al cuerpo su ardor espiritual.

A Eva, desde la mitología cristiana, le debemos la primera rebeldía, la acción histórica. Ya esto lo señaló Estanislao Zuleta. Si fuera por Adán, nos consumiríamos en el letargo de la perfección no ganada. El crimen cometido, y su castigo, se nos presenta como una vía de plenitud en la que sudamos su ganancia. «Por ello san Pablo dice del propio Cristo, a propósito de la Pasión: “lo que ha sufrido le ha enseñado la obediencia y le ha hecho perfecto”». ¿Qué enseñanza teníamos en el Edén? ¿La del ocio apático?

Una vez esbozadas estas cuestiones, no queda más que aceptarle a Dios sus castigos, reconociendo, valga la aclaración, que aceptarlos no impide que él los evite. Las pérdidas, las ausencias, los martirios son posibilidades de acercarse al bien por medio de la obediencia a lo que se denomina mala suerte; son un favor; el boleto al Cielo.

Se trata, pues, de demostrarle a Dios que puedo con sus castigos; que sus castigos no me acobardan. Una implicación es no huir, como un chillón, de los castigos, sino aplacarlos, enfrentarlos. No sé en qué medida, luego, se buscarán nuevos castigos, si es que hacen falta. Por el momento, con los que trae la existencia de fábrica y con los que provoco bastan. El castigo autoimpuesto del hombre es el método bajo el cual estructura su vida.

¿Sucede, en cambio de lo malo, lo mejor, lo favorable, el camino llano y la solidaridad humana? «Gloria a Dios», como dice el papa. ¿Sucede lo peor, lo más trágico e insolucionable? Voluntad y entereza para salir bien librado.

Nuevamente en el inicio, darle lo máximo a los otros es, quién lo creyera, darle lo máximo a uno, porque es trabajoso concebir a la persona que no soy yo como digna de recibir todo lo bueno de mí. Ese trabajo es castigo, y obedecerlo es regresar al bien, es probarle a Dios que no se le temen a sus procedimientos para corregir el crimen.

La caridad y lo solidario se manifestarían, pues, en doble ventaja: se ayuda al hambriento en este mundo y, por medio de esa ayuda, se prepara la limpieza de los pecados para el otro, si se cree en la Morada del Padre. En caso de no necesitar un más allá, en el más acá ya es suficiente motivo para valerse: el bien no solo es de las alturas. La abstracción del bien comunica el mundo y el Cielo. Atender la llamada es incumbencia de cada uno.

En una enciclopedia o en un tratado, y no en una novela, esperaba encontrar una definición tan clara del amor fati: «Lo más importante, sobre todo, lo más agradablemente delicioso, era dejar que las cosas siguieran su curso». Volviendo a Weil, la materia inerte es la perfección de la obediencia a Dios; la belleza del mundo, el resplandor de la obediencia perfecta. La definición entra en la primera clase con la rareza de ser la materia viva quien renuncia, en ocasiones, al querer del Supremo.

«Nada más maravilloso que un castigo»: asintiendo su incomodidad, se transfiere al bien de Dios, luego de una temporada en las incertidumbres. Preferir el castigo impuesto, y no la debilidad de su rechazo, y servirle al hermano, constituyen un propósito de vida. Al respecto, un tema: «No olviden que es el destino / La fuerza que vence al hombre / Y al que no acepta y se esconde / Muere vivo».

Lo difícil es redención.


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