Rossy Riveda de Pozo |
El colibrí reparte ochos con la rapidez que su
metabolismo le permite. Los ochos que forman sus alas son los faldeos
simultáneos de una bailarina de bambuco a su pareja la flor; y el sombrero que
traspasa a sus pertenencias, objeto de sus ardores, es el polen de la dicha, al
que todos los estigmas extienden sus bocas como la del bebé al pecho de su madre. Si el apetito lo arroja al aguacero, su menudo cuerpo
recibe las pesadas gotas de agua que amortigua con el lomo, la cabeza o las
alas. Su larga e imperceptible lengua bífida, que mete al fondo de las flores,
es un pitillo de néctar, ansiosa absorbente de jugos y aceites, bebedora
incansable de la vida que da vida con su sencilla existencia. Y dormido, el
colibrí se recoge como una pelotica felpuda, apuntando al cielo con su jeringa
de procreación. Cabría en la palma de la mano, si esta le ofrece la concavidad
y los muros de un nido, y no los plaguicidas, el monocultivo ni los amuletos en
que los transmutan para los amarres de los vil y penosamente enamorados.
Itagüí, mayo 11 de 2023
Lo estamos destruyendo todo en el camino hacia nuestra propia extinción.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Unos kamikazes del mundo y del cuerpo: en eso nos convertimos.
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