El escritor, Horace Pippin, 1940 |
Paréceme haber leído en un ensayo de Pedro Enríquez
Ureña que la literatura sobre el indio surge cuando su cultura está por
desaparecer; que se inmortalizan sus estertores, sus últimas acciones atávicas,
plenas de un sentido indescifrable para el descriptor. Me pesa no tener la cita
a la mano[1],
pero sé que lo dijo Pedro Henríquez: para ese entonces pensaba escribir un
poemario exaltando al indio y empecé con A
Aruká, guerrero juma que le cantaba al postrer sobreviviente de su pueblo.
La idea, anterior a la lectura del ensayo, sucumbió a otros planes... y lo
celebro: caía en el desliz de reconfortarme con la muerte y no la vida del
indígena.
Luego, con La ciudad letrada, Ángel Rama da una
característica —vale decirse— oculta o inadvertida de la escritura: entra en
acción en el momento mismo del fallecimiento de unos modelos culturales. En un
caso suscribe el rescate de la oralidad, mermada por la modernización, mediante
los intelectuales que la pasan al papel[2]; en
otro, remarca el probable interés de los costumbristas: retrataban algo que se
acabaría[3];
y hasta donde le seguí la pista fue con relación al tango, cuyos inicios de
«ralea mayoritaria» no compatían con los nobles códigos letrados[4].
Toda esta
disposición para fundamentar el porte nostálgico de la escritura: se despereza
solo cuando las cosas se van a acabar. Es como el médico que visita al enfermo
para confesarlo y aplicarle los santos óleos; como a quien le avisan que
sufrirá e, insensible, sufre consolándose: «Por suerte tengo guitarra / Para
llorar mi dolor». Siguiendo el orden de ideas, si lo hay, el final atrae a la
escritura más que en el desarrollo o en el inicio: la elaboración de las
muertes hechas libros, las memorias e incluso los diarios escritos a última
hora son un volver sobre lo ido, rescatar lo que, si nadie le presta atención,
será desechado en el baúl de lo obsoleto. Las postrimerías la urgen a redactar,
incansable, el aura de lo que en algún tiempo fue presente: es cuando el sable
pierde firmeza y se rompe con una mínima demostración que se le cantan a las
hazañas que hizo posible, que avivó.
¿Y no se podía
empezar con el inicio de la vida? ¿No se puede hacer crónica de los sucesos en
el momento en que ocurren? Tampoco caeré en el absoluto de que todo lo escrito
nace, por fuerza, al final de algo; trato de remarcar la condición de rescate
de la escritura y, ya que estamos, aventurémonos a decir: de las artes: «Cada
cual tiene su escape...».
Reiner Maria:
Las cosas dotadas de
vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su
declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que
conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar
no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano
y lárico.
Los poetas de los
lares representan el apego a lo pasado, a lo que fue. Su «búsqueda del
reencuentro con una edad de oro» es lo que los embriaga y los direcciona a
través de su fuga citadina, espiritual: cuando «De pronto no somos sino un
puñado de sombras / que el viento intenta dispersar», la poesía, la escritura
demarca los contornos del cadáver en la escena del crimen y le da la espalda al
viento para que no lo borre y para decir: «He la forma de un muerto cuya
esencia me dispongo recordar. Tarde o no, lo que cuenta es traerlo a la vida
por medio de mi vida. Y qué mejor herramienta para el cometido que unas
palabras... Las palabras le reformarán el cuerpo, sus errores, su huella en el
mundo... en mi desconsuelo».
Al recuperar la
presencia de otro, o de uno, la guitarra dormida pasa a ser «Guitarra
trabajadora», pues no queda de otra sino ponerse a la tarea de no morir con
quien se muere, porque dos muertes son ya insoportables.
«Por querer lo que
se nos va», lo escribimos.
Itagüí, abril 30 de 2023
[1]
La colección ensayística era de la
editorial de la Autónoma Latinoamericana y la presté en el Tecnológico. Debido
al puente festivo, me queda imposible hacerme con ella.
[2]
«La modernización ejecuta similares
operaciones en lugares entre sí apartados del continente, pues con diversos
grados, las culturas rurales golpeadas por las pautas civilizadoras urbanas
comienzan a desintegrarse en todas partes y los intelectuales concurren a
recoger las literaturas orales en trance de agostamiento. Por generoso y obviamente
utilísimo que haya sido este empeño, no puede dejar de comprobarse que la escritura con que se maneja, aparece
cuando declina el esplendor de la oralidad
de las comunidades rurales, cuando la memoria viva de las canciones y
narraciones del área rural está siendo destruida por las pautas educativas que
las ciudades imponen, por los productos sustitutivos que ponen en circulación,
por la extensión de los circuitos letrados que propugnan. En este sentido la escritura de los letrados es una
sepultura donde es inmovilizada, fijada y detenida para siempre la producción
oral» (Arca, pág. 71).
[3]
«No sólo había que diseñar una nueva
rejilla clasificatoria, usando el concepto de literatura, para incorporar esos
materiales populares; era también necesario que estuvieran muriendo en cuanto
formas vivas de la cultura rural. Su agonía facilitó la demarcación de los
materiales y su trasiego a la órbita de las literaturas nacionales. Un crítico ha observado que
“Nineteenthcentury costumbristas, for
instance, who were responsible for the collection an preservation of such
material were activated by this sense of imminent loss even when they also
resigned themselves to its inevitability”…» (págs. 73-74).
[4]
«Esta “plebe ultramarina” ya había
producido los sainetes teatrales y sobre todo ya había modelado, con múltiples
y dispares contribuciones, una expresión musical y poética de arrasadora
influencia en la ciudad: el tango. Su vitalidad en la época en que hablaba
Lugones, su plebeyismo urbano, su desenfado encabalgamiento entre la oralidad y
la torpe escritura, su ajenidad a los círculos cultos, pero más que nada su
incontenible fuerza popular, hacían que fuera imposible incorporar el tango a
los órdenes rígidos de la ciudad letrada.
Tendría que esperar su ocaso a mediados de siglo para que también fuera
recapturado por la escritura y transportado a mito urbano» (pág. 75).
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