A Daniela Arango
Te
mecías en una espaciosa hamaca; y de la hamaca, a las ondas del calor en lo
profundo de la carretera; y de las ondas, a un gélido mar que te devuelve el
frío añorado en el desierto; y del mar, a los brazos de una octogenaria. Era
tanta su piel que te podías acobijar con ella, hacer dobleces y repartir. Y humedad
en lo cóncavo, pliegues sudorosos, respiración afiebrada, palpitaciones, agite,
revuelque...
Abres
los ojos tanto como puedes:
—¡Temblor!
—musitas, y los párpados se empeñan en cerrarse, embutiéndote al sueño, mas no,
¡dormirte nunca!, has de moverte, ¡arriba, cuerpo!
Es
un movimiento telúrico de magnitud cinco punto nueve y de ciento cincuenta y un
kilómetros de profundidad; epicentro: un lugar que, por su nombre, estaría
obligado a ser espacio de sosiego, quietud, algo de ocio y estatismo; pero es
Mesa de los Santos, «el segundo nido sísmico del mundo».
Camilo,
vuelto en sí, olvidándose a posta del sueño, tanteó con los ojos medio abiertos
y la mano extendida la alarma... No, no es su alarma: ese sonidito no es el que
habitúa escuchar hace un lustro o más... Sin la vista adecuada a lo oscuro y a
la resplandecencia de la pantalla, oyendo el menear del apartamento, como si
una mano esculcase en un bolsillo colmado de bolsas de confites, monedas y un
sinfín de llaves, apaga el celular y se aferra a una pared. ¿La sostiene o se
sostienen? ¿En un séptimo piso, quién salva a quién? Desiste de la idea, si es
que tuvo una idea, se desliza hacia el interruptor y prende el bombillo: se
pone un bóxer, un pantalón, un buzo y las chanclas, casi todo tirado en el
piso. Duda en asegurar sus pertenencias delicadas: una loza de otro país, unas
matas, un televisor sin dónde tenerse, pero sale a las escaleras y baja
saltándolas de a tres, respirando un aire de navaja y chocando su piel tibia
contra la respiración del edificio y sus ráfagas de ventisca, mitad sereno y
mitad respiración humana.
Las
alarmas se dispararon: en cada piso que bajaba oía la misma a diferentes
volúmenes, y, en otros complejos, las alarmas de seguridad hacían del letargo
de las cuatro de la mañana un montón de nervios tensionados y de eliminación de
lagañas. Pero Camilo, en su corredera, se encontró a vecinos saliendo a
teatralizar el Hombre de Vitrubio en los marcos de las puertas. Les dio los
buenos días y bajó con uno que madrugaba a esa hora y olía a comida empacada y
a perfume mezclado con ropa olorosa. Hoy, más que nunca, los siete pisos se le
hicieron interminables: el vaivén le confundía los sentidos y juraría que
estaba repitiendo escalas.
Él,
volviendo a la imagen de sus vecinos en los marcos, trató de rememorar
protocolos de evacuación en su antiguo colegio, o en los simulacros de los
municipios, mas nada venía a su bien; solo le quedaba un piso; salió a la calle
sudando, abriéndose la cremallera del buzo.
¡Increíble!
¡Ni un alma! ¡No más una viejita que vive en los primeros pisos! ¡Si residiera
en los últimos, con cuánto placer se inmovilizaría en la cama a esperar que se
le cayera el techo o el edificio, o a que el sueño le devolviera la preparación
de su fiesta de cumpleaños cuando era menor de edad!... ¿Y los demás vecinos?
Las alarmas no escatimaban por quisquillosos ni por exigentes. ¿Y los insomnes
con las habitaciones prendidas? ¿Por qué nadie baja? ¿Es que no le temen a un
sismo de esta magnitud, sea cual sea, pues no lo tenían claro tan de repente? Oh,
si se hubiera puesto otro buzo o una chaqueta rompevientos... ¡Ni loco subo
siete pisos para calentarme! El sudor de su espalda, le parecía, se convertía
en estalactitas; en cambio la vieja se cruzó de brazos, apretó una camándula y
movía los labios, apenas perceptibles, rezando algo con «... apiádate de cuantos
estamos atemorizados...». Y Camilo recordó el rezo de la víspera, el que nunca
deja de repetir: «Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares...».
Le faltó persignarse. Al reconocer el error, prefiere alzar la mirada a los
cables de luz, que van deteniéndose, y escuchar las conversaciones intestinales
de los madrugadores, los chillidos de los bebés y las quejas mimadas de los
niños...
«Gracias
por no tener uno», pensó.
La
viejecita se le fue acercando, con pasos imprecisos, y al término del rezo,
manifestó, guardándose la camándula:
—El
mundo es nuestra tercera barriga...
Camilo
bajó la mirada y se contuvo de gritar. Las alarmas le daban paso al abrir de
canillas y al vaciar de baños. El temblor pasó, arrastrando consigo la siesta
de las personas. ¿Así se comunican las entrañas terrenales con los insectos del
exterior, moviéndolos del hombro mientras duermen, saltándoles en los bordes de
la cama, prendiendo y apagando la luz, pero sin manifestar una interjección ni
una vocal?
—¿Y
cuáles son las dos barrigas? —Lanzó Camilo, respondiéndose que una de esas es
la de la madre.
—¿Cuáles
crees, hijo? —terció la vieja, viéndolo desde su escasa estatura y sonriendo
con los labios cerrados.
—Pues
la barriga de la madre...
—Muy
bien. ¿Y el primero?
«¿Cuál
primero?», intrigó Camilo. Según su preconcepción biológica, la primera... la
única barriga era la de la madre, y, metiéndose en el cuento de la vieja,
podría haber una segunda: la incubadora para los recién nacidos, aún faltos de
tiempo en la burbuja intensiva... Y repensando, en menos de un minuto, los
símbolos de la barriga, le surgió que las cobijas eran una felpuda bolsa de
canguro, si extendemos la concepción a los animales... Pero la vieja trataba de
humanos.
—No
hay primero —respondió Camilo, tragándose lo que había cavilado.
—¿No
hay primero, dice sumercé? —La viejita saca la mano de los bolsillos y le
señala la cremallera del pantalón; Camilo se miró de golpe, avergonzado con la
posibilidad de no haberla subido al salir—. La primera barriga del hombre son las bolas del papá.
¡Conque
las bolas del papá! ¿Tiene sentido? La primera son las bolas; la segunda, la
barriga; la tercera, el mundo... ¿Habrá una cuarta? «Dándole unas semanas, de
seguro encontrará una cuarta barriga». Así, entonces, no se subió la
cremallera; miró la ventana de un edificio y el humo que salía de una boca. «Ese
alguien está en su última barriga, más inquieto que en las anteriores». Él
mismo, y todos los que no conciliaron el sueño por el temblor, no dio una
patada; el cuerpo de la madre se la dio a él.
—Y
en la última barriga —prosiguió la viejita— o nos consumimos o nos superamos...
La elección es nuestra... Yo, si lo has notado, lo cual creo que sí: ya te funcionan
los sentidos: el rocío los animó... yo elegí superarme.
—No
me vaya a decir que se superó aguantando —interrumpió Camilo, sumiéndose en la
conversación... ¿Quién creería que, hace unos minutos, se decidía entre salvar
las materas y el televisor o salir corriendo del edificio, y a cada rellano una
X apretaba los dientes y le negaba la entrada?
—Nadie
le iba a decir eso... Yo me superé, y no me creo una emprendedora —tosió y
carraspeó—, ya que permanezco hasta el final de mi paso por... —volvió a toser—
este mundo —terminó, logrando reponerse... La vieja sacó la camándula y
continuó—: Observa, la tengo desde niña: mi mamá me la ponía en el pecho y esta
fue mi alarma, ahora en el aleteo —o el sismo: utiliza esta expresión porque se
imaginó a una paloma liberada que, metiéndose a una cueva, entre más se hundía,
más le cobraba al mundo su pérdida de la libertad—. Un escritor ruso, en mi
juventud, me marcó: «En nuestro país hay pocas personas que sepan mantenerse
firmes, aunque todos son usureros, y yo quiero mantenerme»... ¿Soy o no un
modelo de firmeza, sumercé? ¿Cuántos años me pone? —Y cortándole, no ya la
respuesta, sino el pensamiento—. ¡Aha! Tengo los años que tenga, y véame aquí,
huyendo de que el edificio y toda su estructura me sepulte... ¡Toda su
estructura, incluidos humanos y animales domésticos!... ¡Y salvajes, que yo los
he visto! —Sin marcar la transición, recitó de memoria—: «Ptitsin durmió en la
calle diecisiete años, vendía cortaplumas, empezó con unos kopeks; ahora,
después de esa gimnasia, posee sesenta mil rublos»... Ptitsin pudo; yo puedo —Camilo
se afanaba en develar el significado de «Ptitsin» y de «kópek», mas la viejita
meneó la camándula—. Mi gimnasia no la elegí, aunque le propuse desviaciones,
pero le fui devota... Perdone si no le hablo de cómo era la gimnasia ni ante
qué me mantuve firme; son cosas que a un desconocido, sumercé, no se le
cuentan: el temblor no me emborrachó, y veo que a usted tampoco... —Paró de
menear la camándula, se la guardó en el bolsillo y ojeó la luna—: «Ni siquiera
has podido comprender nunca cuán interesante habrías sido para ella si hubieras
sabido soportar nuestra situación con firmeza y orgullo»... ¡El ingrediente que
faltaba!
«¿Es
que me describe una receta o qué?», pensó Camilo. «Delibero con discreción, me
hielo aquí afuera; ¿por qué no me entro y descanso un poco la madrugada?».
Oh
no; la semana sería aburrida si no pudiera contar esto; aguantó.
—¿Me
sigue con el orden de los ingredientes?
—Yo
creo...
—Prueba
rápida: ¿cuál es el orden de los ingredientes?
«Tiene
ochenta años o casi noven...»
—¡Dije
rápida! —La viejita se acercó: Camilo olió su aliento a reflujo y a tierra.
—¡Firme!
¡Lo firme, lo... titsin!... Me olvidé... ¡Ah!
—Es
lo firme, la gimnasia y... —alzó la cabeza y las cejas y medio abrió la boca,
esperando que Camilo respondiera...
—Me
olvidé, ya dije...
—¡Y
el orgullo! ¡Ese lo tiene sumercé bien metido a los empujones!
La
viejita, desilusionada por la cerrazón de Camilo, se dirigió al interior del
edificio. Camilo respiró profundo el aire grisáceo por la esencia mortífera de
la vieja, y se la imaginó en el umbral del edificio, formando una X e
impidiéndole entrar, absorbiéndolo con la piel colgante de sus pómulos...
«Tan
pequeña es que la saltaría»...
Y
a quien le tuvo que doler fue a él: los trabajadores salían vestidos y con
bolsos repletos, con un tinto en una mano y la otra en los bolsillos del pantalón.
Camilo se puso la capucha, subió a su apartamento y las mujeres, después de
acostar a sus bebés y de prepararle desayuno a los muchachos, recogían los
trastes rotos o llamaban a sus familiares para compartir los detalles del
«revolcón».
«De
pandemia a la normalidad, y del sismo a la rutina».
Un
lazo con pepitas estrangulaba la manecilla de su puerta: la camándula de la vieja,
de la que tiene enumeraciones para sus idearios, de quien ¿vive en el primer
piso del edificio?, cargando con los que no entendemos que el sismo fue igual
de pasajero que nuestra capacidad de impresión.
«Hacer
dobleces y repartir» el orgullo, la gimnasia y lo firme... es el propósito de
los despreciables en la tercera barriga.
Itagüí,
marzo de 2023
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