Djamel Tatah |
A
quien esconde Omaira
Al
abordar un tema me cuestiono si lo he reflexionado suficiente, si me he
fundamentado con profusión y si he contrastado y cuestionado eso que
interioricé. En todo caso, y como me parece que dijo un crítico de
Centroamérica, la peor obra es la no escrita. Pase por alto o no contenidos de
suma importancia, me olvide de ítems valiosísimos y de estudiosos clave en el
tema a tratar, no por ello he de tullirme y no abrirme a la escritura: lo
primero es expresarse; lo segundo, ver a quién se acerca esa expresión; lo
tercero, apreciar similitudes y respetar los derechos. Por lo tanto, presentaré
un tema actual en mis consideraciones que fue tomando forma. Si lo que viene le
sirve a otro para extenderse en citas y referentes, bien por él: entonces lo
que me atreví a decir no fue en balde.
Omaira,
compañera mía, algo desinteresada por el estudio pero estudiante, planeó
hacerse la enferma a una semana de la clase donde la profesora nos pediría
participar a todos. La víspera caviló las opciones que tenía a la mano: decir
que se vio un partido de su equipo, que se tomó algo que le dañó la garganta o
que amaneció, así como así, disfónica: eligió esta.
En
la primera clase y en el descanso habló forzando sus cuerdas bucales,
carraspeando e hidratándose. Nosotros le creíamos a medias: no nos cuadraba su
excusa: ¿en una tarde y una noche se le perdió la voz? ¿No es acaso conveniente
que se le haya ido para la clase donde nos calificarán aportes individuales? Aun
con estas dudas le creímos: cumplía bien su papel. Se acabó el descanso y
entramos al salón, compartimos nuestras impresiones y a Omaira no le tocó
hablar: la profesora escogía a dedo a los participantes: ella, suertuda, pudo
prescindir de su malgasto innecesario.
Las
muchachas y Omaira, al terminar la clase, entraron al baño, lugar donde nuestra
mujer, libre ya de la charla, se descuidó: riendo y hablando con suprema naturalidad, asombró a las muchachas que
la vieron, abriendo la boca, y sin saber si señalarla o reírse por tomarse la
atención de tanto esfuerzo inútil en una mentira. Omaira se delató por omitir a
los árbitros que le calificarían qué tan bien actuó de afónica. Y ya que el día
no acababa, la descubierta Omaira hizo un borrón y cuenta nueva al salir del
baño: siguió fingiendo.
El
elemento decisivo y englobante de su error, me parece, es la falta de memoria:
“No sin razón se dice que quien no se sienta fuerte de memoria no debe
arriesgarse a mentir”: pues, Montaigne lo sabe, mentir es ficcionar y, para que
la ficción tenga valía, no le queda de otra sino sostenerse. Funes sería un
horrendo mentiroso: tendría presente a toda hora lo que no debería mostrar y
por qué no lo debería mostrar. En cambio, Omaira celebró victoria antes de
tiempo, descargó la máscara sin haber entrado al camerino, mostró “la
inutilidad del disfraz para encubrir la condición natural”. Lo que ella es
salió a enfriarse el bochorno y se encontró con fiscales, con solícitas
supervisoras de la mentira.
Omaira
planeó cómo mentiría pero no por cuánto tiempo.
De lo
cual he tenido frecuente experiencia en casos graciosos ocurridos a expensas de
los que forman constantemente el propósito de no contradecir en los asuntos que
negocian, para dar satisfacción a los grandes con quienes hablan. Como estas
circunstancias en que quieren someter su fe y su conciencia, están sujetas a
cambios frecuentes, es preciso que sus palabras se diversifiquen a medida que
aquéllas cambian. De donde resulta que, tratándose de la misma cosa, unas veces
dicen gris, otras amarillo; a una persona de un modo, a otra de otro. [...]
Además, imprudentemente ellos mismos se desconciertan muy a menudo.
Pongamos
el caso de que nadie la rodeara ni le reconociera su falla: Omaira se miraría
al espejo, se sonrojaría, se recompondría y, cuidando el desajuste,
fortalecería la constancia de la mentira: no habiendo quién contradiga a un
mentiroso, este se reconforta en su posición y la vuelve un castillo: esa es la
moraleja de Esopo en la fábula donde un mono se lamenta ante un zorro al ver
los sepulcros de sus mayores: “Pues miente lo que quieras, porque ninguno de
ellos va a levantarse para desmentirte”.
Abro
paréntesis para destacar lo común de estas personas: se crean una fantasía tal
que ni el mismísimo descubridor de ilusionistas pondría a la luz sus tretas,
pero con ningún objetivo superior más que engañar a su habituales. Se desgastan
no para idear un invento de servicio humano; se desgastan para hacerse pasar
por alguien que no se es, y ante gente que no necesita, ni es su preocupación
primera, saber si se es o no: cuestión, dicho sea de paso, sumamente personal e
intransferible.
Mi
último recurso, tomado de Esopo, es la discusión entre un zorro y un cocodrilo
por su linaje: el cocodrilo aseguraba que sus antepasados eran gimnasiarcas, a
lo que la zorra le refuta que su piel le delata no practicar la gimnasia: “los
hechos refutan a los mentirosos”: haya o no un juez, un informante del
mentiroso, los hechos mismos, sentencias pesadas y dictámenes sin apelación,
descubren a quien pretendía hacerse pasar por quien no era. A Omaira le tocó
batallar contra el hecho de que no estaba afónica; en el baño, el hecho la
superó y la delató. Si bien la profesora no se dio cuenta, nosotros sí, e
hilamos lo que pudo haber pensado y prevenido ella en sus semanas de planeación
de la enfermedad. Ellos son los árbitros supremos de lo que se atreve a babear
la lengua, los que ponen en tierra la imaginación desmesurada.
Robledo, abril de 2023
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Publicado en Página Salmón (México), año 7, no. 2 (mayo-agosto de 2023).
Dr. House decía: "todos mienten". Y los que dicen que no lo hacen, también.
ResponderBorrarSaludos,
J.