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Francisco recuerda que hace ochocientos años su tocayo recreó
un pesebre vivo en Greccio: juntó a campesinos y les dio el papel de José y
María, llevó una mula, la paja y un buey[1]. En la Misa del Gallo, entrado
en calor, «tomó la imagen del niño [...] cobrando este al momento
vida y naturaleza humana»...
El hecho se extendió como prueba de que Dios quería que
lo adorasen.
La representación de la gruta en mi vereda estuvo a cargo
del edil: pidió permiso y cortó unas guaduas: partió dos pedazos y los colocó
en las orillas de la cañada; otros cuatro pedazos son las columnas; abrió una
guadua y le sacó tapias: el piso; y el techo... creo que son tejas[2]...
(En vista del edil cortando guaduas, los siempre esmerados
ayudantes de construcción cortaron otras —del mismo sitio donde las sacó el edil y de otro guadual— y levantaron una chocita equipada con unos muebles
tirados al monte —las otras
guaduas las encaletaron debido a la advertencia que les dio la «dueña» de cobrarles la haraganería.)
Las primeras veces los niños de la calle de afuera,
cuando solo estaba el puente de guadua al lado del puente de cemento, lo
pasaban corriendo y pensábamos que ese era su fin último.
Pero encerraron el pesebre en malla, le tendieron un
césped, le montaron ovejas y pastores, la gruta, sus arrendatarios, los Reyes —avanzando por días— y las casuchas —diminutas para los pastores...
El pesebre de mi casa es más frugal: la abuela, sin leer
a Francisco —lo recibió en su
visita apostólica—, solo
compró una estructura unida de José, María y el pesebre —porque pensaba que había votado las figuritas en el
trasteo; al rato, revolviendo sus bolsas guardadas (persiguiendo su intuición) dio con casitas, animales y luces...— y les puso de asiento algodón y alumbrados —el efecto es una nubosidad de discoteca— y los mueve del balcón a la sala.
Las novenas en el puente aglomeran un corcho de niños, niñas
y mamás con gorros; los motoristas prefieren bajarse a tomar una cerveza en una
fondita antes de ellos en vez de pitar a un griterío de maracas efervescentes:
más de uno se ha devuelto porque perdieron el impulso de la subida; los
transeúntes encontrarán un caminito delineado por rodillitas dobladas —san Francisco no aceptaría interrupciones que apagaran su
éxtasis transmutador.
Prestando escucha a los villancicos —atrayentes como ellos solos y los mismos año por año—, el articulista de revistas científicas que apenas
conocí en mí esbozó una idea y la moduló con la cristianización de las nuevas
generaciones, la labor catequista de sus responsables y el compromiso
alfabetizador de los niños para leer sí o sí las letras diminutas[3].
Uno de los niños lee:
—... Emmanuel precla... precra... lo, de Israel anhelo... Pastor
del reba... ño... no... ño... ¡Ven a nuestras almas ven no tardes tanto! —huele a que su mamá o a que un amiguito lo saltó al
coro...
—¡Ven, ven, ven (natilla)... ven a nuestras almas Niñito
ven, ven, ven (buñuelo)... ven a nuestras almas Niñito, ven a nuestras almas...
no tardes, tanto no tardes tanto Niñito ven, ven, ven, amén Jesús mío!
El Pedregal, diciembre 20 de 2023
___
[1] Habría
que presenciar su revoloteo de director en las poses y en las delicadezas de
los campesinos.)
[2] No
puedo ir a consultar el dato exacto porque desde ya toman posiciones.
[3] Ese
articulista dejó su idea y yo la rescato en la insignificancia de estos apuntes
de atardecer.
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