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El Universal

Ernest Descals


es una heladería craneosinostósica: sus dos entradas cuadradas son ojos, su barra a la derecha es un oído, sus mesas (adelante) son lo exhibible y sus billares (atrás) son lo oculto. Afuera los palos se retuercen de sed, los mangos servidos se secan y se malhidratan con los aspersores, las hojas se deprimen, los gamines se tiran a recibir los rayos del sol entre las basuras (con el bloqueador de mugre derritiéndose por sus pómulos y sus dorsos).

Los taxistas crean ventanas pisando en sus puertas los trapos con que se limpian el sudor y el manubrio. Quien vende en los semáforos no pasa carro por carro; sale de la sombra cuando le silban, dice el precio y se vuelve a esconder. El frescor del agua con que refrescan los jardines de los claustros y los institutos apenas hiela a los que no tienen carnet para entrar; y quien se ponga de lobo a lanzarse en cuatro patas y beber de la manguera es echado a bolillo y la carne le arderá tanto más que la boca.

Nosotros andamos el centro con sombrilla y aun cubriéndonos y tomando agua caliente los labios se resquebrajaron y los ojos se querían cerrar (un polvillo los delineaba y hacía cosquillas en los lagrimales). La dermis del brazo se cargó de punticos blancos, cafés y los pelos se descoloraban; los dedos de los pies ardían al contacto de las medias y bajo la presión de los tenis... y se sanchochaban en la ebullición de las avenidas (los carros se pasan la luz verde para estorbar en las intersecciones).

Entramos a la heladería porque no alumbraba (solo los billares, pero esos quedaban muy atrás) o solo alumbraban muertos faroles en el mostrador. Escogimos la segunda fila de mesas: desde aquí podemos dar la espalda a los jugadores y entretenernos con los viandantes. Descargamos (yo) la maleta y (él) la bolsa de ropa con casi diez libros (unos originales y otros de segunda) que le regaló uno de los libreros.

O el único: este tenía su puesto a dos cuadras de los vendedores de libros (bibliotecas ambulantes que se anexan en una cuadra). En el del librero (se llamaba así expresamente mientras lijaba los cantos de los libros, sacaba ediciones que no exponía[1] y señalaba con la boca a sus enemigos) mi compañero eligió un ensayo de Vargas Llosa y, en el de los vendedores, uno de Azorín; sin darnos cuenta la bolsa adquirió peso.

La mesera: una señora de cuarenta años, cabello azabache que se subía con la prominencia de sus nalgas (¿operadas?), leggings, una riñonera ocultando su ombligo (no tenía barriga) y una cara a la que se le empezaba a caer los cachetes y la papada (la nariz se le infló) pero que mantenía algo de sus mejores tiempos: la espesura de sus cejas, sus dos metros, su mascar (ejercicio para los cachetes) y sus senos abultados y contenidos que cuando atendía se manifestaban con voz ronca.

Pedimos una cerveza y un tinto. Un superhéroe (antes de entrar lo vimos montado en una caja: musculoso, la capa batida, el pelo mojado, la barbilla tersa y orejón) se fuma un cigarro y nos ve (o ve al billar; «Estos hombres así, todos nuevos, son como un testículo; se parece al bailarín musculoso: los dos tienen gafas chiquitas y visión de marrano»): me levanta el pulgar; yo levanto mi botella y la bebo. «¿No se supone que no se debe mover?»

Es lunes, aunque no negamos que sea domingo, un domingo amparado por ociosos. Los del billar, la de las recargas en un cubículo que no permite moverse en su silla con ruedas y la señora obesa que toma asiento en la barra y pide un guaro (debe de tener sus intereses en ese bolsito embutido en la barriga) son parte de la comparsa de inactivos sistemas cuya financiación bíblica les da bebida y comida a tiempos perfectos.

¿Ha visto lo del Eusequibo?

Sí: un golpe de riqueza que beneficiará a pocos, la intromisión del imperio, sus bases militares ejerciendo diplomacia, la soberanía puesta en duda... sorbe el tinto. ¿Usted entendió lo de las metáforas?

En una de las paradas entramos a la librería de un doctor; la tertulia versaba sobre lo que fuera entrando: el creacionismo, el Dios de guerra, la valentía de la conciencia, la invalidez de la conciencia y la opinión de uno de los asistentes acerca de los haikus de mi compañero.

No...

Que mis metáforas no se entendían...

Muy raro...

Y que no las entendía...

»Carlos no lee al otro. No lee mis haikus. Es difícil introducir metáforas en haiku. La crítica no se da aquí; uno escribe lo que puede.

Entró un viejo gordo, cojeando (la panza descargada dentro de la camisa), y, dos puestos a nuestras espaldas, pidió una copa (la mesera le transmitió el pedido al tendero calvo; su blancura gris me hace pensar que tiene pendiente varias operaciones) y se la tomó («¡Ah...! ¡Cosa tan buena...!»); pidió otro: se lo tomó; dio vueltas a la copa... golpeó la mesa y se tomó otro... Pagó y se fue, ya sin cojear, sonriente, lambiéndose los labios con su dadivosa lengua (del color que requería el tendero) ajada.

Perdí otra cerveza (mi compañero se amañó con su tinto) y durante la traída vemos regresar al gordo blanco, los ojos fijos en la garrafa volteada de guaro, sentándose en el mismo puesto, limpiándose el bozo con el dorso de la camisa y enrrollándosela para tomar («¡Me faltó el cuarto! ¡Vengo por él!») y apartando de sí el vaso de agua... ¿A quién le ocultaba el cuarto trago; a su doctor, a su familia? ¿O le vedada a su alcoholismo el cuarto, el quinto, el sexto...? Pagó a la mesera y se fue volando.

¿Si viste a ese señor?

Mira lo que me salió a medianoche –sacó una hoja de la chaqueta y la pisó con el pocillo:

Uno está por ahí pensando acerca del entorno sin pretensiones de que sea lo último en guarachas y de pronto un poco de placer en el encuentro de voces que suenen y uno se precipita a escribir en todo tiempo y lugar sobre cualquier papel sucio que uno se encuentra en la calle en las materas en los rastrojos cuyo blanco lo pone en el afán de surtirlo cada vez más de locura.

¿Y esos tachones? –el texto descansaba en el anverso de un recibo.

El crítico metiendo mano en ciencias que no le competen.

Levanté la cerveza en dirección al tendero; él se entretenía viendo los billares; le silbé; vio la botella pero no le mostré la marca; se la mostré pero él estaba demasiado lejos; se movió un poco, le pedí una cerveza y una soda y la mesera, otra mesera (cinco años más joven, sin embargo abultada, nariz ancha, dos colas en el superior del peinado, jeans chiquitos, riñonera y camisa rosada y mucho polvo), nos recogió las dos cervezas, el café, limpió los lagos sobre la mesa y sirvió.

«Acá en este bar todos son perfiles. Si fuera periodista y no supiera qué sacar en una semana me vendría y conversaría con uno cualquiera y tomaría toda una tarde para conocerlo. (Que el método falle o no es cuestión de no ser periodista). Hace rato que se fue la llantosa del guaro, pero hasta ella, en un remanso de tinterillos, jubilados, profesores con carreras invisibles, estudiantes de mentiritas y arrendatarios, es una rareza...»

De los billares salió un embolador chocando su equipo y su cuerpo contra la barra. A la altura de mi compañero se detuvo. «Se deben de conocer; le va a decir “¡Doctor!” o “¡Profe!” y le sonreirá». El embolador tenía la camisa por dentro, unas botas con platina, un pelo hirsuto y el sudor regado por los canales de sus arrugas.

No le dijo nada; se sentó, sacó sus cepillos, subió el pie de mi compañero y empezó a pulir con uno de sus trapos. Mi compañero se opuso... «¿No se va embolar viendo como se ve de elegante?»... Para cambiar de zapato no tocaba el pie o le decía nada; se quedaba con las manos caídas, viéndolo desde los bajíos y alzando los ojos como un infeliz: él obedecía.

Al terminar se paró y tendió la mano (lo único que no temblaba en su inestabilidad azarosa): el compañero sacó uno de cinco mil y unas monedas; «¿De aguinaldo?», esbozó el embolador una risa trasnochada.

¿No le ponen problema de trabajar aquí adentro?

No porque como te digo, a nosotros no nos ponen problema porque como cuando tenemos que entrar y así no nos dicen nada, entonces así tampoco no nos ponen problema, y si nos pusieran no creo que nos pongan, en todo caso a por aquí por los alrededores sí han sacado a gente pero como son extranjeros algunos roban y usted sabe que así sí no, pero así de problema como yo haya visto no, si supiera obvio uno se aparta porque pues uno qué hace, uno embola y bueno, ni yo sé que digo, adiós pues.

Pidió un trago de ron y se volvió a meter al billar.

 

Carlos Figueroa

Itagüí, diciembre 14 de 2023

 

___

Publicado en delatripa: narrativa y algo más: "Cada quien su fiesta" (Matamoros, Tamaulipas, México), núm. 77 (diciembre-enero de 2024): pp. 11-12.



[1] Según las elecciones del lector (y si ve entiende la materia) saca sus escondidos.


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