Fernando Piñeyro |
Hablando de apariciones, Julio, andador del barrio a pie
o en motos prestadas, con los duros o con sus compañeros de colegio, haciendo
mandados o yendo a jugar a las canchas de las veredas, trajo a colación que uno
de sus amigos dice que existe, los
fines de mes, en la curva del parqueadero de buses y del caminito para la Juan
Echeverry, una Careperro que le pone la mano a los que bajan.
Es alta, de cuello y pelo largo, y viste de fiesta, los
muslos untados de cremas humectantes, y anda lento, muy lento, llevando su
hocico de un lado a otro.
—Cada fin de mes aparece... —concluyó.
Los que lo escuchamos no le creímos que hubiera tan cerca
una mujer con cara de perro, además porque era la primera vez que la oíamos
mencionar.
Pasaron los días y todo quedó en el olvido.
Mas, en los alrededores del Parque de Itagüí (no diría
que en un fin de mes para hacer coincidir la realidad con la lógica de la
fábula), me pareció ver a una muchacha alta, de cuello largo, con el labio
superior pendiente del asta de la nariz y con los cachetes cicatrizados de
acné.
«¡La Careperro!»
Iba
con un hombre. Este cargaba dos bolsas de mercado repletas. Ella comía una
empanada.
No le dije a Julio que había visto a sus «muslos untados» un «fin
de mes», pero tampoco lo contradigo cuando vuelve a contar la
historia (que él mismito comprobó) a
quienes la desconocen, de La Careperro, la que baja lentísimo, olfateando
hombres a los cuales robar, la curva cerrada.
Carlos Figueroa
Itagüí, noviembre 13 de
2023
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