El
martes doce de septiembre mi mamá en España hablaba con mi abuela en Colombia.
Aquella suele «despedirse» antes de dormir: le relaciona lo hecho en el día, el
progreso y los embates de la recuperación de su esposo, lo que almorzaron en el
Hospital y cómo le fue aseando casas; también le da indicaciones de secretaría:
imprima estos papeles, reclame esto, a una hora en tal parte y a otra en aquel,
no, mañana no tiene que salir, ¿qué han dicho los del banco?...
Mamita
pone el celular en altavoz, no para nosotros sino para ella. El fin de semana
le mandé a mamá un cuestionario sobre actitudes lingüísticas que, ese doce de
septiembre, lo continuó acompañando mi saludo con unas historias que, ni
mandadas a hacer, me quitaron un peso de encima: a finales de agosto me
inquieté por el próximo número de delatripa:
obviarlo, yo, en un país de paso, con mi mamá y mi hermana en el extranjero,
con ciertos conocidos que han viajado a probar suerte en los United y han
vuelto desengañados a Colombia, sería demostrar mi parálisis de atención
creativa.
Entonces
me puse la misión de entrevistar a un grupo de venezolanos acampados a las afueras
de la Terminal del Norte, «paso obligatorio de migrantes que van para la selva
del Darién». Pero en las bajadas de Robledo a la estación Caribe, y el paso
intermediario por el parque con una escultura chamuscada de indígenas
suplicando al cielo (donde cocinan con leña grupos dispersos en hamacas, en
colchas dejadas por otros grupos y en carpas —dormitorios de niños que saltan
basuras y de adultos que venden confites en los semáforos y en los pasadizos
que llevan a la Terminal—), me cohibía un sentimiento de instrumentalización
reporteril, de succión de sanguijuela, de lucro impío —porque ni con un
almuerzo les podría ayudar—, y pasaba de largo.
Esa
sensación la tuve desde que me planteé cumplir con la temática. Y mientras la
padecía bajando, en mis tiempos libres les preguntaba a los conocidos cómo
extrañaron a su país en el exterior, qué los hizo volver, y que todo lo dijeran
sin escatimar ni el color de sus ropas... Uno, en efecto, escatimó información,
y otro, un abogado, no quería responder por celular —desconfiaba de posibles
intrusos: se empelicula cuando hay elecciones... De todos modos, por el cargo
que ocupó, hacía bien cuidándose: me hablaría de sus casos de desplazamiento
interno por violencia, que es lo mismo que individualizarlo y ponerlo en
riesgo, nada lejos de lo que quería evitar con los migrantes—, y para la cita
que agendamos pasaría la fecha de cierre.
Después
de tener la obra que escogería para el número, venía el problema de cómo
escribirla. Se me presentaba una dificultad y una solución. La dificultad la
plantea Cortázar en «Algunos aspecto del cuento»: «de la boca de un viejo
criollo, entre mate y mate», se capta el alma del relato oral «y piensa que
también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles»; pero que en vez
de surgir un Homero que hiciera de la recopilación de estas tradiciones una Ilíada o una Odisea, «surge un señor [...] que para escribir un cuento [cree que] lo único que hace es poner
por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado,
los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales», sin darle potencia a «ese
material y volverlo obra de arte»...
Sin
embargo, salí de ese embrollo con la redentora aparición del prefacio de Música para camaleones: allí Truman resume
su carrera y traza la pregunta que lo llevará a acercarse al estilo del libro:
«¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura [...] todo
lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias?»: «guiones
cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta,
novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles
en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos
simultáneamente.» Un manifiesto de la hibridación que, por lo demás, repudia el
jurista: «Diferencia crónica, cuento, ensayo, opinión, escrito argumentativo,
expositivo... Eso es lo más importante de tu carrera; no es fácil. El libre
fluir no se justifica hoy que se exige conciencia, organización. OK?»
Y
de lo que me serví, como prueba última, fue de su «modo estricto y sobrio» de
reconstruir «conversaciones triviales con personas corrientes»: no estaba escribiendo
un cuento —la disposición no era la misma—; reconstruía las historias que
asaltaban a mi mamá antes de dormir, el torrente memorístico de un espacio que
los presentes vivimos y que ahora era nuestro punto de enlace. Ea pues, tenía
en mis manos esta conversa:
Beatriz. —Cómo le parece que
yo, yo creo que yo tenía como siete años o ocho años, y mi mamá y papá tenían
un negocio allá en Envigado muy bueno, y para no sacarmen del colegio porque no
me recibían allá en Envigado, entonces me dejaron al cuidado de, ¡de Rubiela!,
una vecina de mi mamá de arriba de adonde Adán, que vivía en ahí junto del
colegio; y cómo le parece que a nosotros nos cuidaba una tal Albiria; ¡ay no,
esa mujer mejor dicho ese nombre... quedé grabada toda la vida!
Alejandro.
—¿Albiria?
Beatriz.
—¡Albiria; Aldirian, Aldirian! ¡Oiga y esa vieja eran horrible! Por eso es que yo
nunca trato de humillar a las niñas ni nada. ¡Uy esa vieja me humillaba
horrible! Yo... mi mamá me traía frutas, plata y esa vieja me ponía eso ahí y
ni siquiera decía que era para mía; y ella se me gastaba todo... Yo iba a hacer
las tareas y ni siquiera me daban colbón y yo era pegando con Jabon Rey las
tareas... ¡Uy no, eso fue muy horrible! ¡Y yo ni le decía a mi mamá si no a La
Fullerona cuando llegaba por mí los sábados, vea yo era la mujer más feliz del
mundo! Y esa mujer... ¡No y espere! Una vez mi papá subía pa la finca y mamá
dijo: «Ah sí el papá sube» y yo «¡Ay!», ¡yo eran muerta de la dicha de la felicidad!
Y entonces me decía: «¡Eh, pero no va a dejar pelar, sin un revuelto!» Y en
esas papá me recogió ahí afuera —subía yo no sé con quién—. ¡Ah yo me fui más
feliz con mi papá parriba pa la finca...! Y cómo le parece que ese día bajé
tarde... con papá... y no me quisieron abrir la casa... Me tocó dormir donde
Adán y la viejita...
Alejandro. —¿Y
papito vio que no, que no le abrieron la puerta?
Beatriz.
—¡No!, papá me dejó ahí y yo salí corriendo pero ellos no me dejaron dentrar...
Y cómo le parece que los viejitos, ay, ¡y Enrique!, Enrique... muy respetuoso:
vea ese día yo me quedé durmiendo allá y la viejita toda linda y yo ni susto me
dio; y yo me quedé durmiendo allá donde la viejita porque ellos no me quisieron
abrir. Y cómo le parece que ¡me dieron un sancocho! Ay, yo me lo tuve que
comer... menos mal estaba al lado de un, de un coso de gallinas, ¡porque esas
papas eran llenas de gusanos!, y como la viejita estaba tan viejita... Yo: «¡Ay
Dios mío bendito!» Y yo bien pequeña... Tonces yo estaba toda contentica porque
tenía un montón de moneditas en mi bolsillo y me acosté a dormir allá donde la
viejita me acostó, y al otro día yo bregando a ir a que me abrieran esa puerta
pa organizarme, pa que me dejaran entrar. ¡Uy no! ¡Esa señora fue tan horrible
conmigo!
Alejandro. —¿Y al
final a usted la recogieron...?
Beatriz. —Al
final yo le dije a mi mamá que por favor no me dejaran allá y que me llevaran
pa donde Gustavo. Cuando llegué allá yo dormía en la casa vieja pero en la
parte de adelante, porque yo me encerraba. Yo dormía ahí solita... ¡Un
televisor de, de... de esos grandes, de esos grandotes que habían en la casa,
yo dormía con ese televisor prendido toda la noche! Y, y yo dormía ahí solita y
yo me encerraba y ellos al lado de allá y yo acá encerrada; y yo cuidaba a
Paola y a Neifer...
Alejandro. —Oiga
ma, y...
Ruth.
—¡Pero eso ligero ligero vendimos ese negocio por usted!
Beatriz. —Sí...
¡Uy sí! Y yo eran feliz cuando mamá me llevaba pallá pal negocio, ¡ay yo eran a
toda hora con un vestidito! Por ahi está esa foto. ¡Yo no me quitaba ese
vestido! Donde estamos papá, mamá, yo y Liliana en un negocio. ¡Ay yo eran
feliz con ese vestido y con la faldita!
Ruth. —¿Cuando
eso no vivía Alejan..., Camil..., esa Liliana?
Beatriz.
—¡Sí, sí, eran así chiquitica...! Por ahí está la foto.
Ruth. —¿Y
quién la cuidaba?
Beatriz. —Tengo
que mostrala.
Ruth. —¿Y quién
la cuidaba?
Beatriz. —¡Usted!
Usted se llevó a Lliana porque, usted se llevó a Liliana porque era muy
pequeñita...
Ruth. —Yo
eso sí no me acuerdo... Yo a veces pienso: «¿Pero la Liliana no existía cuando
eso?»
Beatriz. —¡Ahí
había fotos! ¡Claro! ¡Ahí hay muchas fotos! Cuando ya estemos allá les muestro.
Alejandro. —¿Y
qué le pasó a la señora Albira?
Beatriz. —¿Ah?
Alejandro. —¿De
qué se murió?
Beatriz. —No
esa vieja yo creo que no, esa mujer se fue como para, para Bogotá y ya. ¡Pero
esa mujer me dejó marcada mi vida... pero por eso, por la humillación!... Ah y
le cuento: una vez entonces yo me acosté... y bueno... ¡ay cuando llegan mi
papá y mi mamá como a la medianoche! ¡Ay con una bolsa llena de mangos...! ¡Uy,
un poco de cosas del negocio!, que ya no se iban a ir. ¡Ay qué dicha! ¡Yo
gritaba de la felicidad! ¡Yo era más feliz! ¡Yo me acuerdo como si fueran ayer!
Alejandro. —¿Usted
qué les decía?
Beatriz. —¡Ay
no yo la cogí y la abrazaba, ay
nonono...!
Ruth. —Ya
tuvimos que vender eso porque no conseguíamos adónde estudiar ella ni nada y ya
vendimos desesperado por ella: ¡yo como era con usted!
Beatriz. —¡Ay
sí!... ¡Alejo es que historias, uy no! ¡Esa casa vieja: hijueputas pelas que
nos daban! Cómo le parece que, que... Otra, otra ahí rápidamente: habíamos, a
nosotros no nos dentraban en guardería ni nada, pero por ahí pasaba una
guardería —yo no sé si era de Los Cachetes o de quién eran— y cómo le parece
que yo eran emocionaba viéndolos cuando Liliana también. Ahí abajito de la
casa. ¿Le digo por dónde? Por donde queda el guadual pero más pacá había un
palo de naranjas... Y yo ahí viendo ¡todo esos niños! ¡Cuando a Liliana se la comen esos animales! ¡Hum!
Alejandro. —¿Cuáles?
Beatriz. —¡Unas
hormigas le muerden el culo! ¡Ay nonono!
Ruth. —Yo les
pegaba a ellas por... (Sofía se ríe.)
Beatriz. —¡Qué
susto! ¡Y mamá...! ¡Y esa Liliana chille y chille y chille! ¡Y mamá: «Entrate»!
Y mamá me pegó: cuando eso yo no quise entrar a la casa y me fui para allá pa
unas cosas que eran llenas de chócolo, y yo allá a mediodía y mamá: «¡Vení que
no te voy a pegar! ¡Vení tal cosa!» Y Liliana toda mord..., picada esos culos
porque estaba hasta sin calzones. ¡Ay no es que Liliana era tan horrible!
Alejandro. —¿Papito
no supo?
Beatriz. —No
papá no decía nada... ¡Y cuando cómo le parece que bajo yo y esa hijueputa pela
que me dieron, a mediodía!
Alejandro.
—¿Con qué le pegaron?
Ruth. —Con
unos ramales.
Beatriz. —Con
ramales.
(Sofía ríe: sus risas son burleteras.)
Alejandro. —¿Mojados?
Ruth. —No
unos ramales...
Beatriz. —¡Uy
sí mi mamá a mí me daba mucho garrote!
Ruth. —¡A
todas dos, deje ser boba!
Beatriz. —¡Cuando
llegaba tarde del colegio...!
Ruth. —¡Ja,
dizque a mí! ¡Deje de ser mentirosa que a las dos les pegaba!
Beatriz. —¡Alejo!
¡Alejo! ¡Una vez tuve un novio, un amiguito, ay no —ya él se murió; como que el
primer amor—; ay Alejo, jueputa, y Liliana vio que yo le estaba dando un pico y
va y le cuenta a mamá!... ¡Y mamá al otro día me levanta con, con una manguera
me, yo recuerdo que fue en Semana Santa! Que en paz descanse Wilmar.
Ruth. —¡Es
que unas peladas por ahi bien chiquitas! ¡Ay mija como nosotras las cuidábamos
tanto!
Beatriz. —¡Alejo...
y cogió mi mamá y me levantó a la madru... —estábamos viviendo en la casa
vieja—, jueputa me levanta sin que papá vea y me da garrote pero esa pela a mí no me dolió!
(Reímos.)
Alejo. —O
sea que mamita se saboreó toda la noche esperando...
Ruth. —Beata,
¿se acuerda cuando Liliana se nos perdió esa noche? ¡Jueputa que al otro día la
agarré y le di unas juetas...!
Beatriz. —Cómo
le parece, Alejo cómo le parece que Liliana estaba cogiendo el vicio de volarse
en las noches, con una gente de la calle ella se iba a fiestas, ¡eso era más alborotado mijo!, y yo encerrada; cuando ese
día nada que llega y que llega; ah no, yo estaba ahí en la cama y yo le dije a
mamá: «¡Ma! —me hice la boba—: ¡Ma!» Cuando mamá vio que no estaba mamá me
mandó a buscala por allá a medianoche... ¡Y yo a buscala porque mamá no se
podía mover!... Yo Alejo era toda chiquita y buscando a Liliana por todos lados
—nada—. ¡Uy, eso es ho..., papá no se dio cuenta del escándalo: estaba en unas
latas, en unas latas yo no sé con quién hijueputas estaba escondida en unas
latas!... Ahí donde Javier, donde vivía el novio de Patricia que se murió, ahí
arriba de la quebrada... ¡Uy no, eso fue tan impresionante! ¡Cuando se iba a
volar con un hombre! ¡Uy no, Liliana...! ¡Esos son historias Alejo...!
Alejandro. —Mejor
dicho: Liliana fue la que los puso a estar vivas.
Ruth. —¡Pero
yo también la agarré...!
Beatriz. —...
Alejo y papá una vez...
Alejandro. —¿Ah?
Beatriz. —Alejo
y papá una vez esta; papá una vez estaba pintando en la casa vieja y, y se le
dio por arrimase al fogón de leña ¡y papá salió prendido de ahí parriba corriendo! ¡Ay yo me acuerdo como si
fuera...! Ma, ¿te acordás?
Ruth. —Eh,
eh, estaba untado de thinner ¡y se
prendió miedoso y salió corriendo por ese cafetal parriba pero no se quemó: se
quitó la ropa!
Beatriz. —¡Ay
sí!
Ruth. —¡Muy
miedoso!
Beatriz. —¡Uy
no yo me acuerdo ese día de mi papá...!
Ruth. —¿Ah?
Beatriz. —¡Tantas
cosas Alejo!... ¡Ay Alejo yo nunca olvido un veinticuatro con mi papá y mi mamá
—es que yo siempre fui muy feliz— y Alejo, y esa noche papá le dijo a mamá que
hiciera tamales! Mamá hizo tamales...
papá se quedó hasta por la noche a comerlo con nosotras... Éramos mamá, Liliana
y yo ¡todas chiquiticas! con papá...
Ruth. —... Y
el Hétor.
Beatriz. —Y
papá en la casa vieja —eso y el tío Hetor— y papá todo lindo con nosotras,
todos los días por la noche, como él ya eran enfermo del corazón, todos los
días por la noche le dábamos vueltas al pat..., a la casa vieja, por todo el
rededor éramos dando vueltas y nosotras todas pegadas de la mano de papá...
Alejo, y entonces ese veinticuatro yo, a mamá y papá...
Ruth. —Él
hacía ejercicio: le mandaron del médico.
Alejandro. —¿Él
hacía ejercicio?
Beatriz. —Caminaba.
Caminaba... Alejo, y entoes cuando, cuando yo vi que mamá traía muchos regalos
con papá por allá —¡una bolsa inmensa!—,
cuando llego a la casa ¡y nada! ¡Juemadre, y ese día era veinticuatro! Alejo:
me acosté, a dormir, y estáb..., vivíamos en la casa vieja; y bueno, y nosotros
esperando el Niño Dios; el Niño Dios de nosotros fue lo más maravilloso: ¡ay
Alejo, ese día una bolsada: ¡a mi me regalaron una cocinita, una maquinita de moler,
juepucha una ropa hermosa! ¡Cuando el
niño Dios y yo toda miada (mamita se ríe), y Liliana también, y nosotras
felices con todo eso que nos había traído el Niño Dios! ¡Ay dichosa!
Alejandro. —¿Y
ustedes dónde los compraban?
Ruth. —En el
centro, bobo. Es yo siempre, nosotros les dábamos unos regalos muy buenos: ¡una
muñecas grandes...!
Beatriz. —Es
que nosotras tuvimos una niñez muy bonita; yo pues yo tuve una niñez muy
bonita.
Ruth. —Yo me
iba con La Tabaquera a comprar los regalos Beata, también.
Alejandro. —¿Cuál
Tabaquera?
Ruth. —Con
La Tabaquera, con Isabel Tabaquera; ¡como está de viejita!...
Beatriz. —¡Ay
Alejo, y nosotros cog..., yo desde muy jovencita cogía café, y nos tocaba por
el lado de la pecera, hijuepucha y era más lo que pagábamos escondite pa que no
nos vieran nadie porque nos dejaban las mejores marras; y a mí mamá y a mí y
eso pasaba la gente que pa que no nos vieran!... ¡Qué risa!... ¡Oiga Alejo,
cuando Liliana se me cayó: es que Liliana no está muerta de chiripa!: una vez
llegó la tía Fabiola y un poco de gente entonces nosotros siempre nos íbamos pa
la manga con la gente; nos fuimos un poco de niños pa la manga de arr..., del
frente de donde Simón. Alejo, estábamos ensayando un lazo como Tarzan,
hijuepucha y Liliana es la primera que se tira... y cómo le parece Alejandro desde
arriba de Simón aquí abajo se cayó Liliana... ¡Hasta se poposeó...!
(Nos ataca la risa.)
Alejandro.
—¡Oiga eso fue lo que le dañó la cabeza!
Beatriz. —Maluqueada...
¡Ay no yo con ese susto de que se me había matado esa niña! ¡Y yo la cogí cargada y arranqué corriendo pa onde
mamá! ¡Y tuvo que ir mamá ahí mismo pal hospital porque Liliana estaba morada,
ay no!
Alejandro. —¿Mamita
qué dijo? ¿Usted cómo fue a decile a mamita?
Beatriz. —No yo
salí corriendo con ella encima.
Ruth. —Ese
día no le pegué: fue tanto el susto que ni le pegué...
Beatriz. —Alejo,
y otra, otra, otra, otra...
Ruth. —¡Ay
no, cuál otra!
Beatriz. —Otra,
otra, otra: Alejo, por la quebrada de ahí por donde está el parqueadero, ¡uy
eso eran unas quebradas hermosas y
nosotros nos bañábamos ahí y todo el mundo iba a lavar ropa! ¡Ay eso era más
chévere! ¡Todo el mundo lave ropa entonces todo el mundo nos hacíamos ahí a
hablar...! Y una vez estaba ¡mucha gente ahí reunida! cuando llegó una loca:
¡ay no esa loca sí me hizo chillar! Y
me jodían con esa loca...
Alejandro. —¿De
cualquier lado?
Beatriz. —Una
persona loquita, que apareció por ahi. ¡Ay pero eran tan impresionante, y yo
lloraba y lloraba!... Es que la niñez por allá eran muy bonita, ¿cierto ma?
Ruth. —¡Ah
sí; pero, pero en ese tiempo, que eran todo solo y eran sino la finca... y
cuatro casas na más!
Beatriz. —¡Ay
Alejo, Alejo yo le cuento otra!
Ruth. —¡Ah
no no! ¡Ya la niña se durmió!
(Sofía ríe.)
Alejandro. —¿Cómo
cómo?
Beatriz. —Donde
Liliana tiene la casa ahí había un palo de limas y a mí me fascinaba montame a
ese palo de limas, a columpiame o a comer limas. Ay Alejo, cómo le parece que
una vez me monté y yo lloraba pa que me bajaran y mamá ni siquiera me bajaba.
Ruth. —¡Si
yo no era capaz! ¡Yo no eran capaz de bajala porque yo no era capaz de subime
al palo! Pues, yo ni me acuerdo... Tantas cosas...
(Se entrecorta la llamada.)
Alejandro. —¿Ah?
Beatriz. —¡...
y la entrada era más bonita!... ¡Historias, historias es lo que hay pa contar!
Cómo le parece que... ¡Ah, cuando Liliana me perseguía con un cuchillo! En la
casa nosotros nos criamos con Patricia, Andrés y Diego, y nosotros nos quedábamos
haciendo comidas, arroz con leche —todo eso—; ay y una vez Liliana le dio la
chiripiorca y me, nos perseguía con un cuchillo por toda esa finca, la vieja.
Alejandro. —¿Eso
fue antes o después de haberse caído?
Beatriz. —Después...
(se ríe.) ¡No y esa Liliana me hacía unas!: nos íbamos dizque pa cosas del
colegio, a Itagüí, ¡y yo eran feliz! Y uno sin plata y a veces sin nada, y esa
pelada pida lo más caro... ¡Y cuando uno no le daba arrancaba corriendo ahí parriba a pie! Jueputa, y yo persiguiendo a
Liliana ahi parriba por ese Rosario, ¡uy no, qué cansancio! (Sofía se ríe.) ¡Yo
a lo último decía: «No me vuelvo a llevar a esa china»!
Alejandro. —¿Y
ella botaba la coca porque no le gustaba o por rabia?
Beatriz. —La
comida, ahi pa bajo de la casa, como eso no estaba en coso sino en hierba,
¡uy!, ella estudiaba en El Rosario y ella botada toda esa coca, esa plata...
¡Uy no, Liliana fue tan rebelde!
¡Pero me defendía en el colegio! ¡Juepucha, a mí me cogía La Guerrillera y
Liliana me defendía a capa y espada! Había una Guerrillera, una muchacha que
todavía vive en El Pedregal, y me la tenía montada y yo decía que esa mujer me
la tenía montada ¡y Liliana se agarraba con esa a defendeme! Y ella tiraba era
a la cara.
Alejandro. —¿A
arañazos o a puño?
Beatriz. —¡A
arañazos!
Sofía. —¡Menos
mal yo no soy ella!
Alejandro. —¡Ja!
Beatriz. —¡Ay
sí mi mor, menos mal! ¡Ja ja, tan linda!
Alejandro. —¿No
será?
Beatriz. —¡Tan
linda mi Tilín!
Sofía. —¡Eso
Tilín!
Beatriz. —¡La
veo moviéndose!... Ay Alejo, ¿usted se acuerda cuando la luz a usted la, lo
cogió donde Beatriz? ¡Uy Alejo usted estaba chiquitico!
Mami ¿cuánto tenía Alejo? ¿Como un añito o menos?
Ruth. —¿Dónde
fue?
Alejandro. —Donde
Beatriz.
Beatriz. —Sí
ma: Alejandro estaba muy chiquitico y estábamos ahí abajo, yo no sé si estaba
viviendo la tía Oliva ahí todavía o qué pero había un alambre... Ay amá y el
niño coge ese alambre y lo eletrocuta eso y esa Beatriz —yo de reacción yo me
pasmé— y la Beatriz ahí mismo lo quitó; ¡ay pero eso es impresionante: yo pensé
que el niño se me había muerto! Y eran así, cuando Beatriz lo tiró para allá,
usted apenas lloraba y yo «¡Ay...!»
(...)
Alejandro. —Ma y
cuando yo me quebré el brazo ¿usted cómo escuchó ese quebrón del hueso?
Beatriz. —No
Alejo, usted tenía, cuando usted tenía siete mesecitos; usted estaba cumpliendo
siete mesecitos de nacido, y yo le estaba poniendo la pijamita para acostalo, y
yo no sé yo no le hice duro ni nada y de una traqueó —¡track! — y usted empezó
a llorar y a llorar, ¡ y yo «Ay no»! Ma, ¿cierto que eso fue muy impresionante?
Ruth. —Sí y
ahí mismo nos fuimos pal hospital con ese man.
Beatriz. —¡Eso
fue tan...! ¡Uy yo no entiendo yo cómo le hice así a la manito...!
Alejandro. —Y yo
no me acuerdo!
Beatriz. —¡Con
siete meses mi amor! ¡Usted tenía siete meses!
Ruth. —¡O
menos...!
Beatriz. —Ma,
siete: había cumplido siete mesecitos: yo nunca olvido eso fecha.
Ruth. —¡Ay
tan cha..., cierto?
Alejandro. —Oiga
ma, entonces por eso cuando ustedes llegaban esos veinticuatros ustedes
escondían las cosas con los regalitos.
Beatriz. —¡Claro,
hum! Por eso yo les hacía todo —hum—, porque la tradición de nosotros eran
esa... ¡Ay yo recuerdo, yo me acuerdo cuando yo estaba en el Hospital y les
hice ese poco de traídos pero yo nunca estaba por estar trabajando, que hasta a
John Faber le tocó bicicleta! Yo creo que por ahi hay un video, ¿no?
Alejandro. —Ja,
pa saber dónde...
Beatriz. —¿No
se acuerda usted también?
Ruth (a lo
lejos). —¡Ay acuéstese!
Beatriz. —¡Ay
Alejo usted era todo chiquitico, y usted chupaba bombón!, ¿y se acuerda de esa
peladita que estudiaba con usted, del Pedregal, donde Cruzana, la sobrinita de
Cruzana? ¡Esa niña se pegada de su boca (se ríe), esa negrita, esa negrita se
le pegaba a, a Alejandro de la boca!
Ruth. —¿Ya
Alejandra se durmió?
Beatriz. —No ya
nos vamos a dormir. Bueno, después les cuento más historias.
Alejandro. —Ah
bueno ma, Dios la bendiga.
Beatriz. —Los
amo mucho, Dios los bendiga (picos); son mi vida.
Sofía. —Chao...
Alejandro. —Ahorita
vamos a ir a comer helado.
Beatriz. —Ay sí
vayan, vayan a comer helado. Chao amores.
(La
despedida duró unos minutos: mamá volvió a llamar. Aún le quedaba, influida por
un deseo de comunicación indomable, otras historias. Y nosotros, sin más oficio
que el de escuchas, atendimos.)
Alejandro. —¡Mamita
está que se para en una punta de...!
Beatriz. —¡Alejo,
Alejo, Alejo!, cómo le parece que yo, desde muy chiquita he sido muy
pinchadita: a mí me gusta todo, yo no
sé: vestir bonito, tener dos camisas... Cómo le parece que una vez que, que, ¡ay
no!, mi mamá mantenía un platal por allá porque mi mamá hacía arepas; ay Alejo
nos levantábamos mi mamá y yo a las cuatro y media: yo a lavar el maíz y mamá a
hacer arepas. ¡Hijuemadre y yo vi dónde guardaba la plata —un costal por allá
en la pieza última— y yo le saqué yo no me acuerdo cuánto!
Alejandro. —¿Eran
puros billetes o monedas?
Ruth. —De
cinco... El más grande era de diez.
Beatriz. —De
dos mil, cinco mil, de diez mil... pero de los antiguos. ¡Ay Alejo y yo cogí un
poquito de allá porque eso era mucha plata! Cuando yo me voy... Yo eran feliz y
me fui por allá a Calatrava, toda una esquina —esa señora mejor dicho yo
tampoco la podía ni ver de la vergüenza—. Cómo le parece que yo toda pinchaíta y me fui cuando terminé clases
a comprame anillitos, cadenas...
Ruth. —¡De
todo!
Beatriz. —¡Y
llegué con un coso hermoso! Ah, ¡cuando hijuepucha y mamá buscando la plata y
yo con esos anillos esas cadenas y yo «No eso me lo regalaron, eso yo no sé
qué...»; «¡Culicagada dónde compraste eso!»; y me hizo ir esta mujer hasta
allá... ¡Ay Alejo y me hizo que le devolvieran la plata! (Riendo.) ¡Ay no qué
vergüenza! «¡Cómo le parece pues que ella me robó la plata; me hace el favor y
entrega eso y...!» y me hizo ir hasta allá. Alejo, y santo remedio porque no
volví a coger ni un peso; iba a coger la manía de los Espinosa, de coger las
cosas ajenas.
Alejandro. —¿Y
qué le decía usted?
Ruth. —¿Qué
le decía? ¡Yo me fui con ella de la manito y la llevé allá y le dije «Qué pena
señora pero me hace el favor y me entrega esa plata que es que la niña, esa
muchacha —quién sabe yo como era de brusca—, ella me cogió la plata y eso no es
pa eso; me hace el favor y me la devuelve», porque ella me metió un viaje de
mentiras.
Alejandro. —¿Y
qué dijo la señora?
Ruth. —Ah
esa vieja me devolvió la plata porque yo le dije ya... Pero ja, Beatriz también
daba unas vueltas ya... ¡No yo le hice pasar esa pena porque...!
Beatriz. —Yo
pagaba escondedero para que esa señora no me viera.
Ruth. —¿Cierto
que usted le robaba a su papá?
Beatriz. —Y esa
señora tenía los hijos allá en el colegio, ¡uy no!... Claro, ella todavía
existe: la de la, la mamá de esos pilotos, que ahi quedan en toda la esquina
del Progreso ahi abajo. Una morenita. ¡Ay Alejo eso era... no mi mamá me llevó
allá hijuemadre! ¡Yo no volví a coger nada!
Ruth. —¿Cierto
que usted también le robaba a su papá? Que yo no le cogía un peso y él me decía
«¡Vea me sacó plata!»
Beatriz. —Porque
es que papá mantenía eso, eran unos billetes morados más lindos de cincuen...,
cinco mil pesos.
Ruth. —De
cinco mil.
Beatriz. —Ay
Alejo ¡eran hermosos! Y papá mantenía
por todo lados; y papá mantenía donde guardaba las gafas; y como uno pa
mecatiar o pa comprar cosas... Porque papá no me daba plata; papá me daba dique
doscientos pesos... La ración de papá eran doscientos pesos.
Ruth. —Pero
era buena plata: como dos mil pesos hoy en día. Porque doscientos pesos era así
de plata; el billete más grande que había era el de cinco mil; después el de
diez; ¡cuando llegó el de veint..., el de cincuenta... ya es de cien
Beatriz. —¡No
es que! ¡No es que! ¿Alejo usted no se acuerda cuando recibíamos los marranitos
que usted era todo chiquitico ahí conmigo? ¿Tampoco?
Ruth. —¿No
ve la foto en que usted está todo lindo con un viaje de marranos?
Beatriz. —¡Ay
Alejo le tenía el pavor a los marranos! Como ahí matábamos tanto, ¡Alejo usted
lloraba, pagaba escondedero! ¡Uy...!
Alejandro. —Yo me
acuerdo una vez que mataron un marrano frente a los apartamentos, que ya le
estaban echando soplete... Que hubo una fiesta arriba en la terraza.
Ruth. —Eso
fue un día de amigo secreto.
Beatriz. —¡Ah...
sí, eso fue un día que hicimos con Leo y ese montonón de gente! ¡Nosotros
pasamos muy bueno!
Ruth. —¡Y
con el Fredy! Que Leo vi..., vivía allá el Fredy en la casa de nosotros.
Beatriz. —¡Pasábamos
muy bueno! ¡Oiga... qué horror!... Ay
Alejo una vez me dejaron ir pa unos quince de una pelada en el barrio —Andrea—,
nos fuimos Liliana y yo; juepucha, como a las siete, y a las nueve teníamos que
estar, y nos demoramos un poquito y nos dejaron afuera un rato mi mamá, ahi afuera en las canoas! ¿Ma te acordás cuando
estábamos en la casa vieja? ¡Ay no y yo lloraba y lloraba...!
Ruth. —¡Ah
pero por allá no entonces no se robaba nada, cuando eso no había maldad ni
había nada de malo entonces yo las castigaba para que me hicieran caso...! ¡Es
que así tiene que ser con Alejandra: cuando le diga Alejandra una cosa tiene
que castigala!
(Sofía ríe.)
Beatriz. —Sí...
Bueno chao los amo; chao chao; adiós.
Sofía. —Chao.
Ruth. —¡Aleja
chao!
Itagüí, septiembre de 2023
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