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Llamada transatlántica

Javier Paredes Chi

El martes doce de septiembre mi mamá en España hablaba con mi abuela en Colombia. Aquella suele «despedirse» antes de dormir: le relaciona lo hecho en el día, el progreso y los embates de la recuperación de su esposo, lo que almorzaron en el Hospital y cómo le fue aseando casas; también le da indicaciones de secretaría: imprima estos papeles, reclame esto, a una hora en tal parte y a otra en aquel, no, mañana no tiene que salir, ¿qué han dicho los del banco?...

Mamita pone el celular en altavoz, no para nosotros sino para ella. El fin de semana le mandé a mamá un cuestionario sobre actitudes lingüísticas que, ese doce de septiembre, lo continuó acompañando mi saludo con unas historias que, ni mandadas a hacer, me quitaron un peso de encima: a finales de agosto me inquieté por el próximo número de delatripa: obviarlo, yo, en un país de paso, con mi mamá y mi hermana en el extranjero, con ciertos conocidos que han viajado a probar suerte en los United y han vuelto desengañados a Colombia, sería demostrar mi parálisis de atención creativa.

Entonces me puse la misión de entrevistar a un grupo de venezolanos acampados a las afueras de la Terminal del Norte, «paso obligatorio de migrantes que van para la selva del Darién». Pero en las bajadas de Robledo a la estación Caribe, y el paso intermediario por el parque con una escultura chamuscada de indígenas suplicando al cielo (donde cocinan con leña grupos dispersos en hamacas, en colchas dejadas por otros grupos y en carpas —dormitorios de niños que saltan basuras y de adultos que venden confites en los semáforos y en los pasadizos que llevan a la Terminal—), me cohibía un sentimiento de instrumentalización reporteril, de succión de sanguijuela, de lucro impío —porque ni con un almuerzo les podría ayudar—, y pasaba de largo.

Esa sensación la tuve desde que me planteé cumplir con la temática. Y mientras la padecía bajando, en mis tiempos libres les preguntaba a los conocidos cómo extrañaron a su país en el exterior, qué los hizo volver, y que todo lo dijeran sin escatimar ni el color de sus ropas... Uno, en efecto, escatimó información, y otro, un abogado, no quería responder por celular —desconfiaba de posibles intrusos: se empelicula cuando hay elecciones... De todos modos, por el cargo que ocupó, hacía bien cuidándose: me hablaría de sus casos de desplazamiento interno por violencia, que es lo mismo que individualizarlo y ponerlo en riesgo, nada lejos de lo que quería evitar con los migrantes—, y para la cita que agendamos pasaría la fecha de cierre.

Después de tener la obra que escogería para el número, venía el problema de cómo escribirla. Se me presentaba una dificultad y una solución. La dificultad la plantea Cortázar en «Algunos aspecto del cuento»: «de la boca de un viejo criollo, entre mate y mate», se capta el alma del relato oral «y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles»; pero que en vez de surgir un Homero que hiciera de la recopilación de estas tradiciones una Ilíada o una Odisea, «surge un señor [...] que para escribir un  cuento [cree que] lo único que hace es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales», sin darle potencia a «ese material y volverlo obra de arte»...

Sin embargo, salí de ese embrollo con la redentora aparición del prefacio de Música para camaleones: allí Truman resume su carrera y traza la pregunta que lo llevará a acercarse al estilo del libro: «¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura [...] todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias?»: «guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente.» Un manifiesto de la hibridación que, por lo demás, repudia el jurista: «Diferencia crónica, cuento, ensayo, opinión, escrito argumentativo, expositivo... Eso es lo más importante de tu carrera; no es fácil. El libre fluir no se justifica hoy que se exige conciencia, organización. OK

Y de lo que me serví, como prueba última, fue de su «modo estricto y sobrio» de reconstruir «conversaciones triviales con personas corrientes»: no estaba escribiendo un cuento —la disposición no era la misma—; reconstruía las historias que asaltaban a mi mamá antes de dormir, el torrente memorístico de un espacio que los presentes vivimos y que ahora era nuestro punto de enlace. Ea pues, tenía en mis manos esta conversa:

 

Beatriz. —Cómo le parece que yo, yo creo que yo tenía como siete años o ocho años, y mi mamá y papá tenían un negocio allá en Envigado muy bueno, y para no sacarmen del colegio porque no me recibían allá en Envigado, entonces me dejaron al cuidado de, ¡de Rubiela!, una vecina de mi mamá de arriba de adonde Adán, que vivía en ahí junto del colegio; y cómo le parece que a nosotros nos cuidaba una tal Albiria; ¡ay no, esa mujer mejor dicho ese nombre... quedé grabada toda la vida!

Alejandro. —¿Albiria?

Beatriz. —¡Albiria; Aldirian, Aldirian! ¡Oiga y esa vieja eran horrible! Por eso es que yo nunca trato de humillar a las niñas ni nada. ¡Uy esa vieja me humillaba horrible! Yo... mi mamá me traía frutas, plata y esa vieja me ponía eso ahí y ni siquiera decía que era para mía; y ella se me gastaba todo... Yo iba a hacer las tareas y ni siquiera me daban colbón y yo era pegando con Jabon Rey las tareas... ¡Uy no, eso fue muy horrible! ¡Y yo ni le decía a mi mamá si no a La Fullerona cuando llegaba por mí los sábados, vea yo era la mujer más feliz del mundo! Y esa mujer... ¡No y espere! Una vez mi papá subía pa la finca y mamá dijo: «Ah sí el papá sube» y yo «¡Ay!», ¡yo eran muerta de la dicha de la felicidad! Y entonces me decía: «¡Eh, pero no va a dejar pelar, sin un revuelto!» Y en esas papá me recogió ahí afuera —subía yo no sé con quién—. ¡Ah yo me fui más feliz con mi papá parriba pa la finca...! Y cómo le parece que ese día bajé tarde... con papá... y no me quisieron abrir la casa... Me tocó dormir donde Adán y la viejita...

Alejandro. —¿Y papito vio que no, que no le abrieron la puerta?

Beatriz. —¡No!, papá me dejó ahí y yo salí corriendo pero ellos no me dejaron dentrar... Y cómo le parece que los viejitos, ay, ¡y Enrique!, Enrique... muy respetuoso: vea ese día yo me quedé durmiendo allá y la viejita toda linda y yo ni susto me dio; y yo me quedé durmiendo allá donde la viejita porque ellos no me quisieron abrir. Y cómo le parece que ¡me dieron un sancocho! Ay, yo me lo tuve que comer... menos mal estaba al lado de un, de un coso de gallinas, ¡porque esas papas eran llenas de gusanos!, y como la viejita estaba tan viejita... Yo: «¡Ay Dios mío bendito!» Y yo bien pequeña... Tonces yo estaba toda contentica porque tenía un montón de moneditas en mi bolsillo y me acosté a dormir allá donde la viejita me acostó, y al otro día yo bregando a ir a que me abrieran esa puerta pa organizarme, pa que me dejaran entrar. ¡Uy no! ¡Esa señora fue tan horrible conmigo!

Alejandro. —¿Y al final a usted la recogieron...?

Beatriz. —Al final yo le dije a mi mamá que por favor no me dejaran allá y que me llevaran pa donde Gustavo. Cuando llegué allá yo dormía en la casa vieja pero en la parte de adelante, porque yo me encerraba. Yo dormía ahí solita... ¡Un televisor de, de... de esos grandes, de esos grandotes que habían en la casa, yo dormía con ese televisor prendido toda la noche! Y, y yo dormía ahí solita y yo me encerraba y ellos al lado de allá y yo acá encerrada; y yo cuidaba a Paola y a Neifer...

Alejandro. —Oiga ma, y...

Ruth. —¡Pero eso ligero ligero vendimos ese negocio por usted!

Beatriz. —Sí... ¡Uy sí! Y yo eran feliz cuando mamá me llevaba pallá pal negocio, ¡ay yo eran a toda hora con un vestidito! Por ahi está esa foto. ¡Yo no me quitaba ese vestido! Donde estamos papá, mamá, yo y Liliana en un negocio. ¡Ay yo eran feliz con ese vestido y con la faldita!

Ruth. —¿Cuando eso no vivía Alejan..., Camil..., esa Liliana?

Beatriz. —¡Sí, sí, eran así chiquitica...! Por ahí está la foto.

Ruth. —¿Y quién la cuidaba?

Beatriz. —Tengo que mostrala.

Ruth. —¿Y quién la cuidaba?

Beatriz. —¡Usted! Usted se llevó a Lliana porque, usted se llevó a Liliana porque era muy pequeñita...

Ruth. —Yo eso sí no me acuerdo... Yo a veces pienso: «¿Pero la Liliana no existía cuando eso?»

Beatriz. —¡Ahí había fotos! ¡Claro! ¡Ahí hay muchas fotos! Cuando ya estemos allá les muestro.

Alejandro. —¿Y qué le pasó a la señora Albira?

Beatriz. —¿Ah?

Alejandro. —¿De qué se murió?

Beatriz. —No esa vieja yo creo que no, esa mujer se fue como para, para Bogotá y ya. ¡Pero esa mujer me dejó marcada mi vida... pero por eso, por la humillación!... Ah y le cuento: una vez entonces yo me acosté... y bueno... ¡ay cuando llegan mi papá y mi mamá como a la medianoche! ¡Ay con una bolsa llena de mangos...! ¡Uy, un poco de cosas del negocio!, que ya no se iban a ir. ¡Ay qué dicha! ¡Yo gritaba de la felicidad! ¡Yo era más feliz! ¡Yo me acuerdo como si fueran ayer!

Alejandro. —¿Usted qué les decía?

Beatriz. —¡Ay no yo la cogí y la abrazaba, ay nonono...!

Ruth. —Ya tuvimos que vender eso porque no conseguíamos adónde estudiar ella ni nada y ya vendimos desesperado por ella: ¡yo como era con usted!

Beatriz. —¡Ay sí!... ¡Alejo es que historias, uy no! ¡Esa casa vieja: hijueputas pelas que nos daban! Cómo le parece que, que... Otra, otra ahí rápidamente: habíamos, a nosotros no nos dentraban en guardería ni nada, pero por ahí pasaba una guardería —yo no sé si era de Los Cachetes o de quién eran— y cómo le parece que yo eran emocionaba viéndolos cuando Liliana también. Ahí abajito de la casa. ¿Le digo por dónde? Por donde queda el guadual pero más pacá había un palo de naranjas... Y yo ahí viendo ¡todo esos niños! ¡Cuando a Liliana se la comen esos animales! ¡Hum!

Alejandro. —¿Cuáles?

Beatriz. —¡Unas hormigas le muerden el culo! ¡Ay nonono!

Ruth. —Yo les pegaba a ellas por... (Sofía se ríe.)

Beatriz. —¡Qué susto! ¡Y mamá...! ¡Y esa Liliana chille y chille y chille! ¡Y mamá: «Entrate»! Y mamá me pegó: cuando eso yo no quise entrar a la casa y me fui para allá pa unas cosas que eran llenas de chócolo, y yo allá a mediodía y mamá: «¡Vení que no te voy a pegar! ¡Vení tal cosa!» Y Liliana toda mord..., picada esos culos porque estaba hasta sin calzones. ¡Ay no es que Liliana era tan horrible!

Alejandro. —¿Papito no supo?

Beatriz. —No papá no decía nada... ¡Y cuando cómo le parece que bajo yo y esa hijueputa pela que me dieron, a mediodía!

Alejandro. —¿Con qué le pegaron?

Ruth. —Con unos ramales.

Beatriz. —Con ramales.

 

(Sofía ríe: sus risas son burleteras.)

 

Alejandro. —¿Mojados?

Ruth. —No unos ramales...

Beatriz. —¡Uy sí mi mamá a mí me daba mucho garrote!

Ruth. —¡A todas dos, deje ser boba!

Beatriz. —¡Cuando llegaba tarde del colegio...!

Ruth. —¡Ja, dizque a mí! ¡Deje de ser mentirosa que a las dos les pegaba!

Beatriz. —¡Alejo! ¡Alejo! ¡Una vez tuve un novio, un amiguito, ay no —ya él se murió; como que el primer amor—; ay Alejo, jueputa, y Liliana vio que yo le estaba dando un pico y va y le cuenta a mamá!... ¡Y mamá al otro día me levanta con, con una manguera me, yo recuerdo que fue en Semana Santa! Que en paz descanse Wilmar.

Ruth. —¡Es que unas peladas por ahi bien chiquitas! ¡Ay mija como nosotras las cuidábamos tanto!

Beatriz. —¡Alejo... y cogió mi mamá y me levantó a la madru... —estábamos viviendo en la casa vieja—, jueputa me levanta sin que papá vea y me da garrote pero esa pela a mí no me dolió!

 

(Reímos.)

 

Alejo. —O sea que mamita se saboreó toda la noche esperando...

Ruth. —Beata, ¿se acuerda cuando Liliana se nos perdió esa noche? ¡Jueputa que al otro día la agarré y le di unas juetas...!

Beatriz. —Cómo le parece, Alejo cómo le parece que Liliana estaba cogiendo el vicio de volarse en las noches, con una gente de la calle ella se iba a fiestas, ¡eso era más alborotado mijo!, y yo encerrada; cuando ese día nada que llega y que llega; ah no, yo estaba ahí en la cama y yo le dije a mamá: «¡Ma! —me hice la boba—: ¡Ma!» Cuando mamá vio que no estaba mamá me mandó a buscala por allá a medianoche... ¡Y yo a buscala porque mamá no se podía mover!... Yo Alejo era toda chiquita y buscando a Liliana por todos lados —nada—. ¡Uy, eso es ho..., papá no se dio cuenta del escándalo: estaba en unas latas, en unas latas yo no sé con quién hijueputas estaba escondida en unas latas!... Ahí donde Javier, donde vivía el novio de Patricia que se murió, ahí arriba de la quebrada... ¡Uy no, eso fue tan impresionante! ¡Cuando se iba a volar con un hombre! ¡Uy no, Liliana...! ¡Esos son historias Alejo...!

Alejandro. —Mejor dicho: Liliana fue la que los puso a estar vivas.

Ruth. —¡Pero yo también la agarré...!

Beatriz. —... Alejo y papá una vez...

Alejandro. —¿Ah?

Beatriz. —Alejo y papá una vez esta; papá una vez estaba pintando en la casa vieja y, y se le dio por arrimase al fogón de leña ¡y papá salió prendido de ahí parriba corriendo! ¡Ay yo me acuerdo como si fuera...! Ma, ¿te acordás?

Ruth. —Eh, eh, estaba untado de thinner ¡y se prendió miedoso y salió corriendo por ese cafetal parriba pero no se quemó: se quitó la ropa!

Beatriz. —¡Ay sí!

Ruth. —¡Muy miedoso!

Beatriz. —¡Uy no yo me acuerdo ese día de mi papá...!

Ruth. —¿Ah?

Beatriz. —¡Tantas cosas Alejo!... ¡Ay Alejo yo nunca olvido un veinticuatro con mi papá y mi mamá —es que yo siempre fui muy feliz— y Alejo, y esa noche papá le dijo a mamá que hiciera tamales! Mamá hizo tamales... papá se quedó hasta por la noche a comerlo con nosotras... Éramos mamá, Liliana y yo ¡todas chiquiticas! con papá...

Ruth. —... Y el Hétor.

Beatriz. —Y papá en la casa vieja —eso y el tío Hetor— y papá todo lindo con nosotras, todos los días por la noche, como él ya eran enfermo del corazón, todos los días por la noche le dábamos vueltas al pat..., a la casa vieja, por todo el rededor éramos dando vueltas y nosotras todas pegadas de la mano de papá... Alejo, y entonces ese veinticuatro yo, a mamá y papá...

Ruth. —Él hacía ejercicio: le mandaron del médico.

Alejandro. —¿Él hacía ejercicio?

Beatriz. —Caminaba. Caminaba... Alejo, y entoes cuando, cuando yo vi que mamá traía muchos regalos con papá por allá —¡una bolsa inmensa!—, cuando llego a la casa ¡y nada! ¡Juemadre, y ese día era veinticuatro! Alejo: me acosté, a dormir, y estáb..., vivíamos en la casa vieja; y bueno, y nosotros esperando el Niño Dios; el Niño Dios de nosotros fue lo más maravilloso: ¡ay Alejo, ese día una bolsada: ¡a mi me regalaron una cocinita, una maquinita de moler, juepucha una ropa hermosa! ¡Cuando el niño Dios y yo toda miada (mamita se ríe), y Liliana también, y nosotras felices con todo eso que nos había traído el Niño Dios! ¡Ay dichosa!

Alejandro. —¿Y ustedes dónde los compraban?

Ruth. —En el centro, bobo. Es yo siempre, nosotros les dábamos unos regalos muy buenos: ¡una muñecas grandes...!

Beatriz. —Es que nosotras tuvimos una niñez muy bonita; yo pues yo tuve una niñez muy bonita.

Ruth. —Yo me iba con La Tabaquera a comprar los regalos Beata, también.

Alejandro. —¿Cuál Tabaquera?

Ruth. —Con La Tabaquera, con Isabel Tabaquera; ¡como está de viejita!...

Beatriz. —¡Ay Alejo, y nosotros cog..., yo desde muy jovencita cogía café, y nos tocaba por el lado de la pecera, hijuepucha y era más lo que pagábamos escondite pa que no nos vieran nadie porque nos dejaban las mejores marras; y a mí mamá y a mí y eso pasaba la gente que pa que no nos vieran!... ¡Qué risa!... ¡Oiga Alejo, cuando Liliana se me cayó: es que Liliana no está muerta de chiripa!: una vez llegó la tía Fabiola y un poco de gente entonces nosotros siempre nos íbamos pa la manga con la gente; nos fuimos un poco de niños pa la manga de arr..., del frente de donde Simón. Alejo, estábamos ensayando un lazo como Tarzan, hijuepucha y Liliana es la primera que se tira... y cómo le parece Alejandro desde arriba de Simón aquí abajo se cayó Liliana... ¡Hasta se poposeó...!

 

(Nos ataca la risa.)

 

Alejandro. —¡Oiga eso fue lo que le dañó la cabeza!

Beatriz. —Maluqueada... ¡Ay no yo con ese susto de que se me había matado esa niña! ¡Y yo la cogí cargada y arranqué corriendo pa onde mamá! ¡Y tuvo que ir mamá ahí mismo pal hospital porque Liliana estaba morada, ay no!

Alejandro. —¿Mamita qué dijo? ¿Usted cómo fue a decile a mamita?

Beatriz. —No yo salí corriendo con ella encima.

Ruth. —Ese día no le pegué: fue tanto el susto que ni le pegué...

Beatriz. —Alejo, y otra, otra, otra, otra...

Ruth. —¡Ay no, cuál otra!

Beatriz. —Otra, otra, otra: Alejo, por la quebrada de ahí por donde está el parqueadero, ¡uy eso eran unas quebradas hermosas y nosotros nos bañábamos ahí y todo el mundo iba a lavar ropa! ¡Ay eso era más chévere! ¡Todo el mundo lave ropa entonces todo el mundo nos hacíamos ahí a hablar...! Y una vez estaba ¡mucha gente ahí reunida! cuando llegó una loca: ¡ay no esa loca sí me hizo chillar! Y me jodían con esa loca...

Alejandro. —¿De cualquier lado?

Beatriz. —Una persona loquita, que apareció por ahi. ¡Ay pero eran tan impresionante, y yo lloraba y lloraba!... Es que la niñez por allá eran muy bonita, ¿cierto ma?

Ruth. —¡Ah sí; pero, pero en ese tiempo, que eran todo solo y eran sino la finca... y cuatro casas na más!

Beatriz. —¡Ay Alejo, Alejo yo le cuento otra!

Ruth. —¡Ah no no! ¡Ya la niña se durmió!

 

(Sofía ríe.)

 

Alejandro. —¿Cómo cómo?

Beatriz. —Donde Liliana tiene la casa ahí había un palo de limas y a mí me fascinaba montame a ese palo de limas, a columpiame o a comer limas. Ay Alejo, cómo le parece que una vez me monté y yo lloraba pa que me bajaran y mamá ni siquiera me bajaba.

Ruth. —¡Si yo no era capaz! ¡Yo no eran capaz de bajala porque yo no era capaz de subime al palo! Pues, yo ni me acuerdo... Tantas cosas...

 

(Se entrecorta la llamada.)

 

Alejandro. —¿Ah?

Beatriz. —¡... y la entrada era más bonita!... ¡Historias, historias es lo que hay pa contar! Cómo le parece que... ¡Ah, cuando Liliana me perseguía con un cuchillo! En la casa nosotros nos criamos con Patricia, Andrés y Diego, y nosotros nos quedábamos haciendo comidas, arroz con leche —todo eso—; ay y una vez Liliana le dio la chiripiorca y me, nos perseguía con un cuchillo por toda esa finca, la vieja.

Alejandro. —¿Eso fue antes o después de haberse caído?

Beatriz. —Después... (se ríe.) ¡No y esa Liliana me hacía unas!: nos íbamos dizque pa cosas del colegio, a Itagüí, ¡y yo eran feliz! Y uno sin plata y a veces sin nada, y esa pelada pida lo más caro... ¡Y cuando uno no le daba arrancaba corriendo ahí parriba a pie! Jueputa, y yo persiguiendo a Liliana ahi parriba por ese Rosario, ¡uy no, qué cansancio! (Sofía se ríe.) ¡Yo a lo último decía: «No me vuelvo a llevar a esa china»!

Alejandro. —¿Y ella botaba la coca porque no le gustaba o por rabia?

Beatriz. —La comida, ahi pa bajo de la casa, como eso no estaba en coso sino en hierba, ¡uy!, ella estudiaba en El Rosario y ella botada toda esa coca, esa plata... ¡Uy no, Liliana fue tan rebelde! ¡Pero me defendía en el colegio! ¡Juepucha, a mí me cogía La Guerrillera y Liliana me defendía a capa y espada! Había una Guerrillera, una muchacha que todavía vive en El Pedregal, y me la tenía montada y yo decía que esa mujer me la tenía montada ¡y Liliana se agarraba con esa a defendeme! Y ella tiraba era a la cara.

Alejandro. —¿A arañazos o a puño?

Beatriz. —¡A arañazos!

Sofía. —¡Menos mal yo no soy ella!

Alejandro. —¡Ja!

Beatriz. —¡Ay sí mi mor, menos mal! ¡Ja ja, tan linda!

Alejandro. —¿No será?

Beatriz. —¡Tan linda mi Tilín!

Sofía. —¡Eso Tilín!

Beatriz. —¡La veo moviéndose!... Ay Alejo, ¿usted se acuerda cuando la luz a usted la, lo cogió donde Beatriz? ¡Uy Alejo usted estaba chiquitico! Mami ¿cuánto tenía Alejo? ¿Como un añito o menos?

Ruth. —¿Dónde fue?

Alejandro. —Donde Beatriz.

Beatriz. —Sí ma: Alejandro estaba muy chiquitico y estábamos ahí abajo, yo no sé si estaba viviendo la tía Oliva ahí todavía o qué pero había un alambre... Ay amá y el niño coge ese alambre y lo eletrocuta eso y esa Beatriz —yo de reacción yo me pasmé— y la Beatriz ahí mismo lo quitó; ¡ay pero eso es impresionante: yo pensé que el niño se me había muerto! Y eran así, cuando Beatriz lo tiró para allá, usted apenas lloraba y yo «¡Ay...!»

 

(...)

 

Alejandro. —Ma y cuando yo me quebré el brazo ¿usted cómo escuchó ese quebrón del hueso?

Beatriz. —No Alejo, usted tenía, cuando usted tenía siete mesecitos; usted estaba cumpliendo siete mesecitos de nacido, y yo le estaba poniendo la pijamita para acostalo, y yo no sé yo no le hice duro ni nada y de una traqueó —¡track! — y usted empezó a llorar y a llorar, ¡ y yo «Ay no»! Ma, ¿cierto que eso fue muy impresionante?

Ruth. —Sí y ahí mismo nos fuimos pal hospital con ese man.

Beatriz. —¡Eso fue tan...! ¡Uy yo no entiendo yo cómo le hice así a la manito...!

Alejandro. —Y yo no me acuerdo!

Beatriz. —¡Con siete meses mi amor! ¡Usted tenía siete meses!

Ruth. —¡O menos...!

Beatriz. —Ma, siete: había cumplido siete mesecitos: yo nunca olvido eso fecha.

Ruth. —¡Ay tan cha..., cierto?

Alejandro. —Oiga ma, entonces por eso cuando ustedes llegaban esos veinticuatros ustedes escondían las cosas con los regalitos.

Beatriz. —¡Claro, hum! Por eso yo les hacía todo —hum—, porque la tradición de nosotros eran esa... ¡Ay yo recuerdo, yo me acuerdo cuando yo estaba en el Hospital y les hice ese poco de traídos pero yo nunca estaba por estar trabajando, que hasta a John Faber le tocó bicicleta! Yo creo que por ahi hay un video, ¿no?

Alejandro. —Ja, pa saber dónde...

Beatriz. —¿No se acuerda usted también?

Ruth (a lo lejos). —¡Ay acuéstese!

Beatriz. —¡Ay Alejo usted era todo chiquitico, y usted chupaba bombón!, ¿y se acuerda de esa peladita que estudiaba con usted, del Pedregal, donde Cruzana, la sobrinita de Cruzana? ¡Esa niña se pegada de su boca (se ríe), esa negrita, esa negrita se le pegaba a, a Alejandro de la boca!

Ruth. —¿Ya Alejandra se durmió?

Beatriz. —No ya nos vamos a dormir. Bueno, después les cuento más historias.

Alejandro. —Ah bueno ma, Dios la bendiga.

Beatriz. —Los amo mucho, Dios los bendiga (picos); son mi vida.

Sofía. —Chao...

Alejandro. —Ahorita vamos a ir a comer helado.

Beatriz. —Ay sí vayan, vayan a comer helado. Chao amores.

 

(La despedida duró unos minutos: mamá volvió a llamar. Aún le quedaba, influida por un deseo de comunicación indomable, otras historias. Y nosotros, sin más oficio que el de escuchas, atendimos.)

 

Alejandro. —¡Mamita está que se para en una punta de...!

Beatriz. —¡Alejo, Alejo, Alejo!, cómo le parece que yo, desde muy chiquita he sido muy pinchadita: a mí me gusta todo, yo no sé: vestir bonito, tener dos camisas... Cómo le parece que una vez que, que, ¡ay no!, mi mamá mantenía un platal por allá porque mi mamá hacía arepas; ay Alejo nos levantábamos mi mamá y yo a las cuatro y media: yo a lavar el maíz y mamá a hacer arepas. ¡Hijuemadre y yo vi dónde guardaba la plata —un costal por allá en la pieza última— y yo le saqué yo no me acuerdo cuánto!

Alejandro. —¿Eran puros billetes o monedas?

Ruth. —De cinco... El más grande era de diez.

Beatriz. —De dos mil, cinco mil, de diez mil... pero de los antiguos. ¡Ay Alejo y yo cogí un poquito de allá porque eso era mucha plata! Cuando yo me voy... Yo eran feliz y me fui por allá a Calatrava, toda una esquina —esa señora mejor dicho yo tampoco la podía ni ver de la vergüenza—. Cómo le parece que yo toda pinchaíta y me fui cuando terminé clases a comprame anillitos, cadenas...

Ruth. —¡De todo!

Beatriz. —¡Y llegué con un coso hermoso! Ah, ¡cuando hijuepucha y mamá buscando la plata y yo con esos anillos esas cadenas y yo «No eso me lo regalaron, eso yo no sé qué...»; «¡Culicagada dónde compraste eso!»; y me hizo ir esta mujer hasta allá... ¡Ay Alejo y me hizo que le devolvieran la plata! (Riendo.) ¡Ay no qué vergüenza! «¡Cómo le parece pues que ella me robó la plata; me hace el favor y entrega eso y...!» y me hizo ir hasta allá. Alejo, y santo remedio porque no volví a coger ni un peso; iba a coger la manía de los Espinosa, de coger las cosas ajenas.

Alejandro. —¿Y qué le decía usted?

Ruth. —¿Qué le decía? ¡Yo me fui con ella de la manito y la llevé allá y le dije «Qué pena señora pero me hace el favor y me entrega esa plata que es que la niña, esa muchacha —quién sabe yo como era de brusca—, ella me cogió la plata y eso no es pa eso; me hace el favor y me la devuelve», porque ella me metió un viaje de mentiras.

Alejandro. —¿Y qué dijo la señora?

Ruth. —Ah esa vieja me devolvió la plata porque yo le dije ya... Pero ja, Beatriz también daba unas vueltas ya... ¡No yo le hice pasar esa pena porque...!

Beatriz. —Yo pagaba escondedero para que esa señora no me viera.

Ruth. —¿Cierto que usted le robaba a su papá?

Beatriz. —Y esa señora tenía los hijos allá en el colegio, ¡uy no!... Claro, ella todavía existe: la de la, la mamá de esos pilotos, que ahi quedan en toda la esquina del Progreso ahi abajo. Una morenita. ¡Ay Alejo eso era... no mi mamá me llevó allá hijuemadre! ¡Yo no volví a coger nada!

Ruth. —¿Cierto que usted también le robaba a su papá? Que yo no le cogía un peso y él me decía «¡Vea me sacó plata!»

Beatriz. —Porque es que papá mantenía eso, eran unos billetes morados más lindos de cincuen..., cinco mil pesos.

Ruth. —De cinco mil.

Beatriz. —Ay Alejo ¡eran hermosos! Y papá mantenía por todo lados; y papá mantenía donde guardaba las gafas; y como uno pa mecatiar o pa comprar cosas... Porque papá no me daba plata; papá me daba dique doscientos pesos... La ración de papá eran doscientos pesos.

Ruth. —Pero era buena plata: como dos mil pesos hoy en día. Porque doscientos pesos era así de plata; el billete más grande que había era el de cinco mil; después el de diez; ¡cuando llegó el de veint..., el de cincuenta... ya es de cien

Beatriz. —¡No es que! ¡No es que! ¿Alejo usted no se acuerda cuando recibíamos los marranitos que usted era todo chiquitico ahí conmigo? ¿Tampoco?

Ruth. —¿No ve la foto en que usted está todo lindo con un viaje de marranos?

Beatriz. —¡Ay Alejo le tenía el pavor a los marranos! Como ahí matábamos tanto, ¡Alejo usted lloraba, pagaba escondedero! ¡Uy...!

Alejandro. —Yo me acuerdo una vez que mataron un marrano frente a los apartamentos, que ya le estaban echando soplete... Que hubo una fiesta arriba en la terraza.

Ruth. —Eso fue un día de amigo secreto.

Beatriz. —¡Ah... sí, eso fue un día que hicimos con Leo y ese montonón de gente! ¡Nosotros pasamos muy bueno!

Ruth. —¡Y con el Fredy! Que Leo vi..., vivía allá el Fredy en la casa de nosotros.

Beatriz. —¡Pasábamos muy bueno! ¡Oiga... qué horror!... Ay Alejo una vez me dejaron ir pa unos quince de una pelada en el barrio —Andrea—, nos fuimos Liliana y yo; juepucha, como a las siete, y a las nueve teníamos que estar, y nos demoramos un poquito y nos dejaron afuera un rato mi mamá, ahi afuera en las canoas! ¿Ma te acordás cuando estábamos en la casa vieja? ¡Ay no y yo lloraba y lloraba...!

Ruth. —¡Ah pero por allá no entonces no se robaba nada, cuando eso no había maldad ni había nada de malo entonces yo las castigaba para que me hicieran caso...! ¡Es que así tiene que ser con Alejandra: cuando le diga Alejandra una cosa tiene que castigala!

 

(Sofía ríe.)

 

Beatriz. —Sí... Bueno chao los amo; chao chao; adiós.

Sofía. —Chao.

Ruth. —¡Aleja chao!

 

Itagüí, septiembre de 2023

 

___

Publicado en delatripa: narrativa y algo más: "Migración: patria es donde estoy" (Matamoros, Tamaulipas, México), núm. 74 (septiembre de 2023): pp. 25-30.


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Maria Susana Lopez ¿Descansas ahora que me dejaste, muchachón? Es lo que deseabas. Pasamos lo que teníamos que pasar en las condiciones climatológicas propicias para grabarnos con fuego eso que nos pasó. Y maldigo mis días a tu lado como maldigo el préstamo de mi atención en ti. ¡Boba! Te safistice, te inventaba comidas, te defendía de tus detractores — beneficiando a los míos con mi exposición en la palestra — y me vienes con dos malabares y me dejas, me dejas tirada en un terrero sin amistades, sin familiares, sin historia, sin baldíos qué poblar. ¿Imaginaste algo conmigo? No, no caeré en la misma trampa arreglada con mis gustos y mis debilidades. Debilidades que manejaste a tu favor, a tu voluntad de cortés niño mimoso, el de los mimos que me atraían a resolverlos... Me absorbiste, pelao, me amarraste feo. Y las suturas se abren, los algodones se ensangran, tú me dañaste como persona, hombretón... Me deshicieron tus cachos y tu mamá congelando mi nombre en un papel amarrado con u

Edicto del reino

Esther Ferrer Mi única pertenencia: el cuerpo con sus berrinches y temblores. Él me proclamó entres los que me recibieron y él me despedirá de los míos. Su nuncio es placa conmemorativa en los lugares que habité... Los calores y las inocencias provocadas él las arrastra con los tobillos, él las ofrece a los que compartirán con él sus trayectos. No tiembla ante el común desenlace de sus compatriotas; se adelanta para probar a qué sabor le recuerda; y es el sabor de la súplica, del heroísmo y de la humillación, tres ingredientes que lo conforman desde lo que lo amamantaron por primera vez... El sabor de mi única pertenencia solo lo conozco yo, porque solo yo lo he probado a cada instante. A quienes les ofrecí una degustación, que no la bandeja completa, apenas si probaron sus propias salivas, el asiento en sus bocas... Mis distancias las he marchado yo; mis instantes saben a mí. ¡Y conmigo mueren! ___ Primera mención en el II Concurso Internacional de Literatura Alegranza. Pu