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Senteme en uno de los lunares de la montaña. Vine a sacar
a la perra a restregarse en boñiga y a corretear un palo que la enloquece.
Tengo ante mí el caserío: el que va a tener todos los lotes levanta un nuevo
apartamento detrás de los que recién levantó; los evangélicos van a formar una
colonia en el límite de la reserva; y a esta montaña ya le abrieron escalas —más anchas que las estrías que le abre el ganado—. La sombra de este pino me vela lo que he venido a
tratar. A lo que vine: Mefistófeles: «¿Dónde no falta alguna cosa en una parte
cualquiera de este mundo? A uno le falta esto; a otro, aquello...» La carencia
es la suprema madre. Siempre se tiene algo a costa de eso mismo o de otra cosa.
Apuesto a que el más rico y el más pobre —ni qué decir del de la mitad, que con nada roza o cae— tienen sus carencias: el más rico, porque sus riquezas
no se sostienen solas, y la misma riqueza que gana es para intermediarios, arreglos,
hijas, empresa, y que, aun teniendo mucho, no se puede dar los goces, o no a la
luz del sol, que desea: abrió una heladería en el primer piso de uno de sus
apartamentos. Y el pobrezuelo desearía no tener que cargar diario las sobras
para engordar a los marranos que él tendrá que matar y preparar. También tiene
hijas y esposa, y construye —él
y los suyos y sus yernos—. Se
diría que solo carecen, pero tienen sus cosas, sus «logros» —el uno más que el pobre: aclaro que sin planteamiento de
clase no habría reflexión, aunque me vaya por los lados y los iguale como
humanidad—. El vaivén del tener
y del no tener, la abundancia y la sequía, las cataratas y los lánguidos
riachuelos. Y si el hombre de por sí tiene sus preocupaciones, traigámoslas a
esta etapa en la que se ha de comprar para tres o más fechas, se ha de tener
con qué vestirse y qué tomar y beber. Ahora la carencia va por el lado de las
exigencias exteriores. Los anuncios venden la Navidad, los barbudos cargan
niños en sus piernas y se cierran proyectos con compartires de harina y azúcar.
Por varios flancos se espolea —aquí
vuelvo a la maquina— la compra, la producción, el deseo. El hombre rico
gastará lo de sus casas, no en ellas, sino en los obsequios y en vestir a sus
hijas para sus amantes; el hombre pobre gastará sus cerdos en barrigas de otra
gente pobre que hace vaca. Y el retorno: la ropa de las hijas se anchó, el
cerdo se comió, las tiendas nunca se vacían y las fábricas menos. ¿Cómo hace
uno: combate o se deja llevar por la noria? ¿A quién se le opone resistencia? ¿Al
capitalismo, a las multinacionales, a los valores instaurados o a uno que cree
que así ha de ser su vida? ¿Cuándo uno va a estar pleno?: sin tener en la cabeza la idea de que algo falta ni tener
en el estómago la sensación de que algo se consume. ¿Por qué la felicidad con
la plenitud? ¿Y quién quiere ser feliz, cuando se crean muros por la «religión»,
el testamento que certifican los organismos internacionales —y no la divinidad a la que se cree—? Ser feliz: el truco de la autoayuda: extraer frases de
antiguos estoicos, llenar páginas con palabras relamidas, imágenes de dientes
intervenidos y de barbas entrecanas. ¿La plenitud es eso: un estudio de
fotografía y una piel cuidada para los «otros» —nadie—?
Y si se acepta el desamparo, el tener hoy y el mañana quién sabe, el «este
momento ahora», la ida y venida de lo que tenga que ir y venir, ¿en qué me
convierto? ¿En un sujeto calificado para aplicar a cualquier cargo? ¿En un
modelo de hoja de vida andante, disponible para quien me desee explotar? Todo
esto lo aceptaría, dado mi catolicismo, si hubiese un Dios que rigiera los
empréstitos; mas eso de poner imágenes para la abundancia, santos para la
protección de los billetes y curas para bendecir fortunas, no, eso no es Dios.
Se consigue a costa del débil con el albedrío y se aclimata ese imperio con lo «sagrado».
¿Qué hacen los curas bendiciendo negocios y favoreciendo números de loterías
para que algo de eso que ganen sus fieles se los redireccionen? ¿Es posible
evadir lo social y convertirse en un mundo aparte, con sus leyes —retrógradas, primigenias—, y no entenderse con las gerencias ni para ser
sepultado? No creo; y si es posible, el anacoreta que a ello se entregue no
dejará testimonio de sí, pues eso sería un contacto con lo que rechazó. Queda
entonces aceptar, y no aceptar, la inconsistencia de la vida como una sucesión
de bombones y de fuetes. ¿Se da una racha de bombones? Antes o después de que
hastíen llegará el fuete. Pongámoslos al nivel de ciudad: la tasa de
analfabetismo o la inserción académica en los colegios y universidades: en una
alcaldía se propone que todos los jóvenes —desde las primeras infancias hasta los veintiocho años— estudien; los censa, dispone los cupos en los colegios y
los beca, los agrupa a un equipo de acompañamiento y en su gobierno consigue
aumentar o dar estudio a todos los jóvenes. En los cuatro años de la próxima
administración ese proyecto se mueve; y en las próximas de la que sigue, se
acaba: «Si tuviesen ellos la piedra filosofal, no habría filósofo para la
piedra.» Por muy estandarizado que deje los procesos, otro es el que va a decidir.
Y por mucho que se apegue a los derechos constitucionales, «Ese de la educación
no es el único», diría, y orienta los dineros públicos a los uniformados. ¿No
hay, entonces, nada concreto? Las vicisitudes, la casualidad, la mudanza. Y las
pocas certezas con que se cuente a lo largo del viaje son espejismos; aunque un
autor diría que espejismos es todo. Y creer, es estas circunstancias, en verdad
es un acto de fe: creer es afirmarse. Afirmarse a lo humano, a lo divino, a la
propaganda anual navideña, al hit
decembrino, al dictador, al anarcocapitalista, al cantante que cambia su lugar
de nacimiento o al que finje razones, ¿conduntentes?, para no suicidarse.
(Si la sombra que me cubre no fuera de pino, creería en
ella.)
Carlos Figueroa
El Pedregal, noviembre 27 de 2023
___
El
Creacionista: “La última palabra”, Puebla, México, año 5, no. 63, enero de
2023: pp. 99-102.
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