Generado con IA de Canva |
Cito a dos profesores
venezolanos o palestinos al sindicato de maestros.
A una
la despaché a mediodía: la llevé por unos jardines y por unos paseos semejantes
a los de San Ignacio, y quedamos en que, si sabía de voleo, le avisaba.
Al
otro lo cité en el mesanino.
Me
devolvía por el trayecto que le di a la profesora y, en una mesa, el jubilado
Jorge, un negro rector y otro agregado. Los saludé —Jorge me recordaba— y no
les comenté, de una, que si tenían trabajo para dos matemáticos puros
refugiados, amigos míos. Les hice chistes. Mi mujer —diría mi esposa: blanca y
rellenita, del tipo caleño que vi hace poco— me veía a cierta distancia con los
brazos cruzados.
Se
acercó para decirme que me veía diferente.
—Es en
lo que me meto: abro y abro y no soluciono.
Me
sobó y me pidió que atendiera al profesor que me esperaba: mientras les echaba
carreta a los amigos, el profesor, allí, no hacía sino comerse las uñas. Lo
direccioné a la mesa de los acomodados pero no les dije que él era un genio ni
que, lo más fundamental, necesitaba trabajo urgente.
(La
visión vuela hacia el Hospital Al-Shifa: muchos brazos de doctores limpian el
cuerpo de un niño quemado —el Camino a
Mendieta 10 de Szyszlo— con unas pomadas de merthiolate: es la hija del
profesor.)
Lo
devuelvo —anochece— y a la entrada de la cafetería interior veo a Y. en la
puerta y en el correo de A.: ella dirige O.,
el correo de L. y de A.; pone las caritas felices y los chulitos a los mensajes
de las estudiantes...
Una
profesional.
No la
saludo, no entro a la cafetería y me olvido del profesor, allá, mordiéndose los
dedos, oscureciendo con el mesanino.
Carlos Figueroa
Itagüí, octubre 9 de
2023
___
Comentarios
Publicar un comentario