Nancy fisgoneaba las cajas con libros que amontonaron en
la bodega. Leía lo que podía salvar y lo que no. Vació una caja para llenarla
con los libros que ocupaban la caja a la que se dedicaría.
De folletos, gacetas, cuadernillos y fanzines pasó a las
revistas, los periódicos y luego a los libros en sentido amplio.
Los salvables los arrumaba en un rincón
y los que le eran indiferentes los metía a la caja. Abría
aquí y allá, veía que no tuvieran hongos y que conservaran todas las páginas,
que fueran salvables y leíbles.
Dieron las seis: la encargada de cerrar le prendió los
demás bombillos que le faltó prender a Nancy —en su afán por abarcar todas las cajas; el celaje de
polvo la hizo estornudar— y la encontró levantando la última, vacía y despanzurrada, hallando una
especie de boletín.
Nancy se acercó a la compañera y ambas leyeron.
Página tras página, escritas con la formalidad de un
protocolo de prevención de acosos, más se interesaron y más se metían en él. Al
término había una nota: «Aquí tienes la causa de un futuro donde algo como esto no sean necesario.»
Las dos lo libraron del rincón y lo guardaron para ver
cómo lo divulgarían, a primera hora, con todas las bibliotecarias.
El Pedregal, agosto 8 de 2023
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