¿Supo a lodazal la rana? ¿Aúllas su leche en tus
intestinos? Esa hinchazón de publicidad, y ese clamar de infortunado, ¿es una
venganza? ¿O te convirtieron los gusanos en su hostal? Perro, ¿da mico la
inaguantable súplica a los cielos? Eres una migaja, y el artesano, si es que
así lo glorias, te puso a chillar en mi cerebro, y a traer de vuelta al perro
sarnoso de la india María, fiel inerte.
***
Desprecio total al eco de los domicilios cerrados.
Cantar, regañar, caerse enreda la acumulación del estruendo en los interiores
de la tusta, repitiendo el canto del que se baña escuchando Gitana de Colón (esa parte de «La
nota es porque es imposible seguir viviendo esta agonía / Quiero que sepas lo
que yo siento / Aunque nunca podrás ser mía»), el regaño al gato que se apoderó del sofá o el chillido
insoportable de la anciana al caerse. Es ocho mil veces insoportable: dentro
del andamiaje óseo se gesta la locura. Y no se atrevan a callar a los clamores
con un grito: en tal caso, se odiarían.
El eco no es tangible, les doy la razón; pero cobra
aliento y pelambre dentro de los curtidos.
***
Me desharía de las bolsas negras con las que recojo las
necesidades de mi perrita. Compramos un rollo y la abundancia rebasa los
bolsillos de las pantalonetas gaminas. Sasha es remilgada: si no la motivo,
solo pasea... Hay que demostrarle interés: «¡Haga chichí!... ¡Mire esa llanta!... ¡Qué verdura de prado!», y vergüenzas por el estilo. Y como la mayoría de las
veces no da del cuerpo, volvemos y no acumulo las bolsas cerca del rollo; las
dejo en las pantalonetas, y me recalientan, me estorban. Lo que me impide deshacerme
de ellas es la segura noción de ahorrarme el tiempo de ida al rollo.
***
Imprescindible, al agotar las energías con poco menos de
cinco horas de sueño, apartar un día para tumbarme en supino y contar lo que se
atraviese: mosquitos patilargos y moscas vagabundas; tablas y manchas; cortinas
y balcones en la unidad ricachona del otro lado; espacios entre las tablas y
operaciones aritméticas con las tablas y los espacios; espantos y
transformaciones de personalidad; glosas al minutero y combinaciones de
vestimenta; emergencia invernal y la banda sonora de Nino Rota en El padrino a los cincuenta años del
estreno; chirimías y fanfarrias; titiriteros y masones.
Otra cosa infinitamente necesaria son los niños y los
villancicos asistidos por las maracas y las palmas. ¡Ah! «Zagalillos del valle, venid / Pastorcitos del monte,
llegad», no me torturéis con vuestra ausencia; tened
misericordia con mi infancia; solo vosotros podéis salvarla, con las vuestras
propias.
Ya vendrán, ya vendrán, ya vendrán...
***
Me llevaría al fin del mundo los siete años de L.:
«Mami, regia, ande acompasada, levante el mentón, mire al
final de la calle, apréndase los huecos y sáltelos. Antes de salir, yo le
plancho la ropa y huela a muñeca. Sonría en las fotos y las amiguitas, si no le
hacen caso, no son amigas. ¿Me oyó? Princesa, eres el aliento de Dios, y en ti
me dispongo. Sepa los temblores que aguanto por su estabilidad; las hambres por
su llenura; la tristeza por... ¡Mami! Venga le acomodo el moño. ¡Estás divina!
Le empaqué desayuno y lonchera. Cómaselo todo y no me traiga ni un pedazo de
arroz: se lo hice con ganas de engordarle los cachetes. Bendición. Me le manda
saludes a la profe de nuestro equipo».
(Y un reproductor de audio con la voz de su madre,
leyendo el fragmento grabado en la radio del Tecnológico).
***
La perla que en este tiempo me exige es la obra completa
de Perec. El bagaje me posibilitaría retratar las estancias del Aburrá Sur: avenidas,
glorietas, hábitos de amarrar cordones; ¡cifraría a momias talleristas, y a los
discípulos que los sucederán, creyéndose universales de tabardo con el panorama
histórico en sus dientes podridos!
***
Carlos se acercó a borrar el tablero y tropezó con la
angosta mesa donde se exhibía un bodegón (sombrilla opaca, piedra anémica
redonda, libreta de ¿Polonia? —englobaré:
del Viejo Mundo—, tres tomos
—una antología de Pessoa compilada y traducida por Ciro, las
Elegías y uno de Redon—, Buda, pan de tomate, bolígrafo y el demalas), tirando
al piso al canino lleno, decapitándolo. Un paisajista le recomendó echarle «adhesivo
instantáneo», y el profesor le dijo
que él está acostumbrado a corregir desastres. Y sin notarlo, la cabeza
encontró su cuerpo, que volvió a separar don Ramiro al terminar la sesión,
curioso de la «estatuilla de San
Agustín».
Ventaja del degollamiento: la rana es libre: siento su
croar centuplicarse en mis desbarros.
***
Candidatura
a no suceder
Petrificaría
a los relojeros en eterna exposición de centro comercial. Los acompañarían las
vendedoras de tintos en vasos color mayonesa y palillos sucios, mugrientos y
reciclados; los detendría en el instante en que todos revisan la hora y la
comparan con la del ojo cíclope de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, de
la cual, una vez acabada la misa, llegan más compradores y amigos, haciendo
tiempo mientras empieza otra. Les reservaría unos bancos de iglesia para que
las mujeres y sus cafeteras tengan dónde apoyarse. Y, si están muy duchas en su
trabajo y no necesitan apoyo, sentaría, remplazando a los humanos, radios y
boinas desteñidas. Llevaría a todos los escolares del municipio, capacitaría a
un nieto de los viejos para contar la historia, mencionar los datos y las
fechas, atravesar anécdotas que no permitirían reproducir en el colegio y
decirles que, si no les va tan mal como para morir antes de los sesenta,
ocuparán esos lugares... con el fin de preocuparlos por el tiempo, ahora que no
lo sienten, ahora que se les pasa entre vacaciones, colegio, descansos, clases
y salidas pedagógicas, ahora que lo derrochan, para que después de sufrirlo en
multitud de ocupaciones, después de regalarlo para bien de otro, lo vendan en
el parque en ejemplares de cuero maloliente, con innovadores led o clásicos sin
pila. Además, a quien disponga en esa labor, le pediría que les diferencie a
los secundaristas el uso laico y religioso del tiempo, y su actual conjunción,
basándose en la Encyclopaedia Herder: en el siglo XIV la Iglesia consideraba
que el reloj mecánico usurpaba el poder divino del tiempo, al medirlo y al colocarlo
a disponibilidad de tantos que no lo merecían. Y, a causa de ello, se opuso el
tiempo eclesiástico —y aquí el guía menciona uno de los santos del 21: san
Pedro Canisio— al tiempo de los mercaderes —la jornada laboral—. Les contrapone,
asimismo, el calendario litúrgico y les cuenta un dato curioso: con la
Revolución francesa se creó el calendario republicano, sin influencias
clericales, que duró 13 años, y fue retomado efímeramente por la Comuna de
París. Dicha tanta palabrería, les da un rato libre para que vayan y toquen a
los viejos, se midan con ellos, soben las protuberancias de las señoras, se
sienten sobre las radios de las butacas, «sintonicen» carrangas y mastiquen
palillos. El guía, es de esperarse, se olvidaría de enlazarles la conjunción
actual del tiempo laico y religioso: los vendedores de relojes comparan sus
horas y minutos con la hora del pequeño ojo en el frontis de la iglesia, esa
circular blancura, que fuerza las vistas miopes e informa a los viandantes en
qué momento del día o de la noche se encuentran. Las profesoras le averiguarán
al guía quién moldeó las piezas, en qué año, cuál es su material, quiénes
fueron los modelos originales, y el ingrato le responderá que apenas sabe la
historia de uno solo de esos viejos, pero que lo sabrá en un santiamén: llama
al curador, le hace las mismas preguntas. Él le pregunta, a su vez, si leyó la
lista. «No, señor, ni fui a la capacitación», responde el guía. «¿Y entonces
cómo sabés lo del tiempo?». «¿Y usted cómo sabe que yo sé lo del tiempo?». «Yo
soy quien hago las preguntas. Responda». «Me inquietan los misterios del
tiempo, señor». «Ah, ¿sí? A mí me inquieta que dejen de visitarnos los colegios
por falta de didactismo». «Entonces venga y dé la cara», termina colgando el
guía. «Profesoras, ¿ya saben la conjunción actual del tiempo laico y religioso?».
«No, aún no». «Pues lo que se propone la exposición es descubrir ese misterio;
y nosotros somos parte de él». «Ajá... ¿y?». «Nada más. Se descubre el misterio
y se acaba la atracción. Aunque, viendo a los ágiles muchachos destruir los
meñiques de los viejos, rascarle las barbas, esconderse detrás de los tumultos
para hacerse cosquillas, me viene un chispazo: puede que esos achacosos
eternizados no merezcan, por méritos propios, estar ahí; mas lo están por
agruparse. Fueron esculpidos por sus maneras de vivir. A lo que me lleva esto
es a cuestionar si nuestra manera de vivir marca una generación, o un periodo,
y si será esculpida en un futuro, haciéndonos eternos... ¿Ustedes les enseñan a
sus estudiantes a merecer la eternización? ¿Ustedes, portadoras del saber,
serán recordadas como a los padres de sus ciencias? ¿En algún momento una como
ustedes, actualizada y con nuevos enfoques, le preguntará a un guía por el escultor,
el material, el año y la historia de las modelos originales? Observen que unas
vendedoras de tintos dieron pie a que ustedes quisieran saber quiénes fueron.
Pero yo, un simple y alelado guía, no tengo por qué meterme en esos asuntos; y
en los que debería meterme, profesoras, no sé nada... Y se acabó la moneda;
vendrá otro grupo y otro colegio, quién sabe. Avisen a sus muchachos. Les dimos
tiempo suficiente: la pareja de allá se emocionó más de lo debido. Si vuelven,
y si no me han echado de aquí, prometo memorizarme lo que pidieron. O nos
podemos encontrar en la verdadera Iglesia de Nuestra Señora, escuchamos misa,
le compramos un reloj a mi papito y que él las saque de dudas».
El
Pedregal, noviembre 26 de 2022
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Codex Sulpurista, Letrán, España, no. 5, febrero 19 de 2024.
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