Margarita García Alonso |
Jugos Carmen
Demoré encontrándole símil a la figura la de los
jugos: es una morza: el cráneo como un monte redondo o el fin de una ojiva
nuclear; el cuerpo amarrado por el guardapolvo; y las piernas de grulla. La
conocí una vez que me invitaron: según doña Carmen (!) cualquier jugo se toma
con agua o con leche: pedí mora en agua. El resto de idas tomamos tinto: lo
hace mejor, o en ese concepto lo tiene mi abuela, que las panaderías: incluso
la muchachona de variedades Encanto, que ahora veo lo tiene desde dos mil
veinte, pecosita y mona y con diseño de sonrisa en resina de alta estética y
pequeña, va de su negocio, donde mi prima le compra aretes, bolsos manos
libres, anchetas y perfumes con brillo, que lo deja a cargo de la que contrate
para ese día o de su esposo, y camina soplando los ovillos de fibra de la Ceiba petandra, ángeles maniobrados por
los flujos, metidos por el travesaño inferior de las puertas, respirados y
barridos o cogidos en el aire y amasados, y le pide a la señora uno y la señora
lo pone en la vitrina y le pica el ojo: no le habla porque está respondiendo un
desayuno sorpresa. Al tiempo fui sintiéndome o interpretando la tensión de sus
miradas, en parte de asombro y en parte de gusto; la abuela llegó a decirme que
a este paso ella me comería; no me ha comido; sabemos de ella, porque fuimos al
día de haberse ido su única criatura de la casa con su novio a San Gabriel, que
prometió dejar de tomar si su hija volvía; pero tiene la suerte de un bar
pegado: las mesas las riegan por la cera y los tomadores van a hacerle visita y
a invitarla; si se les acaba el trago, mandan a uno de los gotereros; si les da
hambre, un joven barrigón, que ayer me quedó debiendo la papa de un chuzo que cobró
como si lo tuviera, y su mujer más que pasada de entierro, les vende chorizos y
papitas y butifarras; si doña Carmen está que no puede sostenerse, la llevan
cargada al tercer piso que consiguió después de la fugitiva; y si se niega a
ir, le acondicionan unas cajas en colchón y la acuestan. Y al despertar se come
una golosa con jugo de mango y abre para irse a su cama, que por lo que he oído
es el camarote donde dormía con la hija. Hoy me la encontré, abrazada a dos
juventudes, viniendo de una exposición de caballos piafantes en prados de rosas
injertadas por un diseñador equis, y sentí que me veía pero demoró más de la
cuenta en saludarme: se despegó; se sostuvo, despertando una pierna; me sonrió
con la mirada perdida y luego me encontró; me puso la mano en la cadera y la
abracé; se le aguaron los ojos al quitarme del abrazo y la volví a abrazar: me
dio un beso en el cachete; preguntó por mi abuela: que cuándo se iba; ya se
fue; “¿Entonces usted quedó solo allá?”; “Sí... solo”; “¡Ay... me manda saludes
a la abuela! No se olvide de mí”; “Claro que no: compañe”; los hombres le
embutieron un guaro; adentro seis mujeres, piernas cruzadas, se llenaban y
cargaban a sus amores; al irme choqué con uno que trató de verme la cara pero
lo único que encontró fue la nubosidad de un destello.
San Pío X, marzo de 2024
Las ruedas del Jardín
Me dio por darle monedas a la señora de los
confites en la entrada del Cementerio por cuyo oeste pasan patrullas evacuando
a los encambuchados. Siempre la vi en su silla, mirando ¿al centro de
lubricación o a la bomba o a los busetones o al barco pirata quieto en su
bahía?, antes de los que amarran cuerdas de los semáforos a los palos del
Jardín y cuelgan pavas, mangas para moteros y aromatizantes, y de las bebidas
frías que pasan por los carros chocando dos envases vacíos, tentando la sed, y
de las escobillas y los tarros de jabón líquido con un hueco en la tapa alzando
las manos y apuntando a los parabrisas, y del almacén de disfraces, a un
costado del Cementerio, con monstruos a ambos lados de la puerta principal
frunciendo músculos y babeando lenguas, en una sola pose, con ropas oscuras,
montada a su silla de ruedas negra, bien encajada contra el espaldar, los
piececitos cruzados y sobre ellos la caja de dulces: confites de coco, de
menta, de café, chicles en diferentes presentaciones, paquetes de cigarrillos
abiertos y un encendedor verde amarrado al reposabrazos. Suele utilizar
conjuntos de jeans, más que todo
chaquetas, y siempre se tira los crespos detrás para no pisarlos con la
espalda. No sé quién la trae; a veces habla con alguien que o la conoce o la
trata lo que dure su respiro; a veces habla por el celular, apoyado entre
cachete y hombro, la mano, por física, se queda levantada, y si uno le va a dar
algo, lo que salga del monedero y lo que no detenga la compañía, coge el
celular con la otra mano, desocupa la que sostiene el aire, mueve el tronco,
pienso: como un robot, cual si se desperezara, y recibe los bimetales:
—Buenas... —su voz es aguda— ¿va a llevar algo?
—Sí, un confitico de café;
muchas gracias.
—¡Con gusto...!
Y mete los pesos en un recorte
de alcancía y prosigue su charla y reajusta el orden de la del aire y de la
otra en sus piernas. Lo ha hecho así todo este tiempo y no encuentro cómo
hacerme creer que lo hará de otro modo, así no sea yo quien le pague, que por
mí, lo tengo claro, no se rigen las esferas ni los planes de ordenamiento
territorial ni el aparato digestivo de los borbones ni la patraseada del
cuadragésimo sexto para con los israelíes. Ahora me surge la duda: ¿qué hará
cuando la puntee el correcorre? Más adelante hay una casilla hecha a bloques de
concreto, monopolizada por una barrigasuelta y un don sin un pie: el aseo es
cosa que se determina porque solo van allí los héroes que son capaces de
respirar una nube de orina concentrada y sentarse en las manchas anteriormente
sueltas, ejemplo excelso, y preservado por los comisarios, de un dripping naif.
San Pío X, marzo de 2024
Que eres tú
Esperar al de la moto con la última letra de la
marca perdida en el cemento de la una de la tarde. Detrás del muro pernocta un roñoso
la solidez de la canícula y las pulgas alelándose en sus telares resecos. Su
bolso es su almohada y el billete de moño está a punto de salirse a las
corrientes de la principal. Yo estoy algo mojado, secándome en partes,
sintiendo la insensatez del revoltijo en mis huellas, como si las pudiera
desmechar, y me antojo de un hielo, de la cupulita del hielo, de pasarlo por
mis labios y congelarme el monitor. Una trigueña en sudadera y saco se hace en
la silla del vendedor y se mete de últimas al bus del que salen estudiantes del
Jaime Isaza, tacones, fundas, tenis, bolsos rotos, crespos y vapeadores. Para
mí era una estudiante más que le pedía al busero la dejara montarse por encima.
Lo que hizo fue sacar del bolso un bafle, conectarlo al celular y subirle
volumen.
“Tú llegaste justo cuando
menos te esperaba” y te vi los labios delgados por el recuadro de la
ventanilla, el mover los dientes y el abrir la boca, todo independizado del
rostro, y eras nuca y cumbamba y filtrum
en la miniatura por la que te veía, en el detalle que me permitía oír y creer
que estabas en lo oscuro, cantando a los sentados, a la que pide un hielo, a la
que se abanica, al que cede su lugar y se sostiene, al que se hace un moño que
traiciona el chulito. La canción no ha terminado pero agradece, pasa por las
colaboraciones, recibe la devuelta del hielo y vuelve a la sombra del icopor.
Se pasa la mano por las gotas y se las seca en el muslo. Vuelve a sentarse y responde
al celular que los ahorros le darán para algo de los meses venideros, que come
lo que puede y que si Martín no consigue entonces hay que ponerlo con ellos o
si no que se devuelva a que lo cuide la mama. El polvo y el iluminador, y la
sudadera y su trote, la sitúan en pasillos, en cines y en las doble queso que
se comen encorvado, y no adherida al hollín ni a la transpiración de las
monedas.
Eso pensé agarrando las asas y
viéndola colgar para montarse a otro bus.
Carlos Figueroa
San Pío X, marzo 16 de 2024
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delatripa, Matamoros, México, año 11, no. 79, marzo de 2024.
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