Ha
de llamarse Edwin o Rubén; el nombre fue la causa del campo de acné
cicatrizado, de las entradas jalándole la cara, la posible impresión de un espíritu,
y las cejas bregando por arquearse y lanzarse al ataque de otro cuerpo, de otra
frente. Es de mediana estatura, su ropa es de compradero ni caro ni barato,
común: nadie la elegiría, en caso de repartición, y si la elige no se alegrará
de haberla elegido.
Su padre es un viejo soltero con medio cuerpo en pausa,
que bebe con el fumador de las unas cuatro paredes de madera, a las que le
tienen que buscar los escapes de las ratas, y un techo de tejas y una nevera
con candado fuera del negocio y el orinal con el tubo a la corriente de la
quebrada; le conocí una abuela de tres nietos, con tres recortes de barriga,
que no sé si lo dejó o se ven a escondidas o ella se ajustó un pasaje a Tolú y
van años desde entonces.
Volvamos a Edwin: tuvo un tiempo en que surgió en la
escena con la aparición de otra mujer: él, caricascado, una medianía, con un
primer matrimonio, o quién sabe qué fue eso, que le dejó un primogénito, igual
de imperceptible: se graduó por “solidaridad”, y ella, superando al hijastro
por poco, un monte virgen, flaquísima belleza proporcionada en la altura, en
las afueras de la calle, pidiendo de tomar cerveza y de comer papas con carne
asada, y tomando y comiendo parados, bailando lo que suene con los amigos,
preguntándose de dónde se la sacaría ese chichón de piso, de qué pueblo, con
cuánta labia, prometiéndole qué cielo, del amor o, si gruñe, con el amor; y
ambos se cargaban la borrachera los meses que duraron sin cría.
Lo que siguió fue el traspaso decrépito de la juventud:
las nalgas se le enhuesaron, la cabeza eligió curvarse hacia un hombro, el pelo
permanecía en cola, como si estuviera en permanente aseo, y el gordito hizo de
una cadera su silla y se plantó ahí. Se la veía despachar al hombre, ponerle la
tabla para que sacara su moto, besarlo antes de ponerse el casco, meterse a
arreglar a su hijo para la guardería, y hasta a despachar al hijastro, y no
provocaba sino decirle que se viera, que se salvara: los ojos de los
preguntones pasaron a la inapetencia: el amor montaba a la hija en el tanque y
la sacaba a pasear y dejaba a los dos jovencitos repartiéndose los deberes para
que cuando el patrón llegase recibiera todo impecable.
Por estos días, ya la muchacha se fue, él se pasó al
tercer piso de su propiedad, o suya y de su padre, y le mandó a colocar luces a
los cajones de la cocina y unas ventanas polarizadas; lo primero que hace es
retumbar las guitarras eléctricas mezcladas con vallenatos; solicita un
domicilio de papas francesas con carne asada y adición de queso, con todas las
salsas, y se sienta en el balcón, las ventanas medio abiertas, con los
pectorales al aire, y come, da una vuelta en la moto, sin la gordita en el
tanque ni la flaca viéndolos irse, para dormir, esto lo repite Rubén lo que
dure su infinitud, en la cama matrimonial que comparte con su hijo, su recuerdo
de ella.
Carlos Figueroa
El Pedregal, abril 9 de 2024
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