Luisa Fernanda Oquendo |
Acosada por la plaga de ratones en la finca, por ver mordiscos
disonando los cuadros, las suelas, como tiros diminutos, retaliaciones a la
moda de pueblo y a las botas de faena, doña Ana sacó parte de sus ahorros y
madrugó a comprarse un minino en un punto agropecuario: uno mono, pequeño, para
amaestrarlo a las reglas caseras y a su función entre los vivientes.
La trajeron y se metió debajo de la cama, trinchera desde
la cual aruñó la mano invasora, la de don Luis, mano que por apretar cemento y
martillar edificios sangraba sin notarlo; mano que lo agarró —maquinaria morena— y lo puso frente a su cuidadora.
Doña Ana orientó a su hija para dedicarse al crecimiento
del gato —¿y despertarle algún
cogollo maternal no vislumbrado en sus quince venires?—: la leche, las amonestaciones, el arenero y la
insistencia en el arenero, las alturas probadas, las inyecciones y el puesto de
dormida.
Rasputín, como lo llamaron, desconocedores del ascendente
ocultista ruso, tomó por casa los árboles de matas delgadas —sacaba un pie para nivelar su peso— y por guarida los escondidijos al lado de las guaridas
de los ratones; y ya no le corría a los perros, que le servían en bandeja de
tierra, al pie de sus árboles, las ratas asfixiadas, agónicas felpas a
reventar.
Y el odio acechante se traspasó a los demás gatos:
Rasputín, ya grande, se subía al techo de la finca, postrer objetivo, y se
dormía contento por invadir un territorio que reclamaba como suyo: se lamía
viendo a los otros gatos echados por las cocadas de agua, las escobas-lanzas y
los despedía al borde de las tejas, como si fuese a tirarse, meneando la cola
según el céfiro... Por las noches se reñían sin intervención humana en el mismo
techo y chillaban como niños y gemían antes de arañarse a la carrera del
tejado, olfateando las aspersiones con la luna y despidiendo de su cama al intruso.
Lo que Rasputín ganó con sus garras, sus dueños, y en
especial la hija de la doña, apagaron llevándolo al veterinario que, con
escalpelo, le bajó los zumos testiculares y lo volvió añejo cuidador de
madrigueras y pernoctante deambulador de días, un viejito hogareño más, casi
que un perro que no gruñía, una linda pieza, adorno meneado sin regularidad
acomodaticia: avanzaba el letargo de doña Ana y su hija, a las tres de la
tarde, en modorra y sopor a sueño; daba calor a las barrigas de canes; arrasó
con los ratones y le quedó cazar pajarillos desprevenidos y cucarrones
volteados.
Esta caza se redujo, con el cambio de la finca a un
apartamento propio —lo metieron
a un costal de papas después de una semana sin querer bajar por sí solo—, más metido en el pueblo, a ratones huesudos, embebidos
en basura, y a grillos y pajaritos. Al comienzo quien recibió las certeras
garras reticentes fue don Luis; y con la poca sangre que salió, y con los mimos
de las cuidadoras, Rasputín eligió amañarse en el patio, el sótano y el solar.
Así fue haciéndose grande... muriendo: no es que se
desprevinieran con sus cuidados, con su comida —que él complementaba— y su cambio de aguas, ni mucho menos con sus baños a
cargo del inmutable don Luis, sino que así debía pasar —es como lo aceptaron— o eso fue lo que pasó: dificultábasele hacer chichí, se
le creció un gordo en la panza (que nunca supieron, pues no había con qué
llevarlo a la veterinaria, si eran parásitos internos, peritonitis infecciona
felina, tumores, hiperadrenocorticismo o síndrome de Cushing u obesidad) y doña
Ana y su hija esperaron que se definiera dentro de poco...
Un día Rasputín se paseó por el patio, bajó al sótano, se
metió a un prado y doña Ana pudo ver el hueco que abrió —o acomodó—
para internarse, una cuevita de tierra cuya sombra y hondura lo protegían de
otros asuntos climáticos ajenos a su muerte: las dos mujeres fueron a visitarlo
al día y lo encontraron acurrucado, la cabeza sobre la panza, el color gris y
las patitas exánimes, lejos de sus dueños y de su casa, apartado de los
testigos de su vida y de las espectadoras de su muerte... de sus adeptas.
Doña Ana mandó a su hija por una pala y, allí mismo, en
su hueco funerario, su última elección, le dio sepultura.
El Pedregal, enero 20 de
2024
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Cuenta gatos, Hermosillo, México: Minilibros de Sonora, junio de 2024.
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