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"Ni los gallos cantaron" y "Pasilla (IV)"

Compañía Teatro ERA


Ni los gallos cantaron


Habíame negado a ver la final, vi uno de los partidos entre guaro y soda con el trío del taller, en la bodega, rodeada de pizzerías y restaurantes llenos de babosos, con el mapa topográfico de Antioquia sobre unas piernas arrecostadas, largas como barandales que suben a un concierto de melocotón, y vi la semifinal con Lisi asustada por las apariciones dentales del uruguayo, porque debía terminar unas tareas autoimpuestas que dejé para lo último del día, cuando los ojos no tienen lentes que los remedien, pero acabé viéndola en el portátil, sin nada hecho para comer, aguantando con una mandarina debilitada, unos chorros de agua tomados del grifo y una ansiedad que mordía recortes de la tira donde guardé el celular en las pruebas de Estado... En La Verde revivieron el jolgorio que le dedicaban al Nacional: la bandera de Colombia amarrada de poste a poste, bombas amarillas, azules y rojas entechando a los borrachos, cargueros, electricistas, obreros y un dueño de fábrica y de cantina, y el televisor pantalla grande en la pared de esta, el tumulto que preferiría ser pisado a darle paso a los trasteos, en esas condiciones el trasteado descarga y se alza al hombro la nevera, la lavadora, el tocador, el costal lleno de ropa y a la abuela que pregunta en qué hueco se metieron; y en la cañada, a última hora, la que vive con el esposo, antes carguero de ladrillera y ahora vendedor de variedades al por mayor y al detal, el hijo y la novia, esta pasó a vivir en uno de los cuartos que arriendan, como si el poliamor los obligara a aplicarlo al saber que existía, repitieron el adorno del parqueadero a la fonda.

La decepción en el minuto ciento doce, que creíamos imposible con el dominio en el primer tiempo, nos aguó toda esperanza de ganar los penaltis, de recibir el trofeo en vida. Se callaron las sorpresas, los aplausos; las teles, la canción oficial, los nombres de los jugadores; la gente anduvo por la calle arrastrada por la desgana donde acostarían su padecimiento, sin dirigirse un hola, sin prestarse atención, desplazando los alcoholes, intrusos en pena, y las latas que se les anteponían. Porque era mucha la confianza, los aguantes, la rabia generada con los partidos para que, ya cerca de probar bocado, se lo quiten... Con la derrota encima, preparé de comer y me acosté sin dar las gracias. El lunes amaneció lloviznoso, sin música ni aguacateros, unido a la general desgracia, sirviéndose como excusa para el sinsabor. Los trabajadores fueron a sus puestos, los estudiantes no corrían, las mujeres despacharon su quehacer con un caldo, los animales se sacaron solos y las aguas no tardaron en hundir la confirmación de que nuestros mejores jugadores no dan títulos. En estas palabras de una señora medio loca, pero sabia, se resume el estado psicosociológico del lunes: «Todo el mundo se apagó»; y otra, más loca aún: «¡Ay qué risa como perdieron esos de Colombia! Tanto escándalo y tanta bobada pa nada, ¿cierto? Perdieron esos bobos...» Y eso tuvo que ser porque don Pacho, el domingo, desafiando su azúcar en la panadería, le murmuró al pecho rosa: «Ahora pierde Colombia póngale cuidao». Las trompetas plegables y los fragmentos huérfanos de las bombas tricolor y las botellas y las tapas amanecieron desperdigadas; dejaron prueba de un conjunto lacrimoso, de una humillación incomunicable que no se deja ver; o tan a la vista que decir algo es caer en el absurdo de maltratar lo vergonzoso. Ineptos, segundones; la mejor Selección y los peores efectos, la defensa opaca, las letras y la publicidad y el aliento del comentarista, que dudó en celebrar el gol argentino, en balde; Ramón y Jamil Jesurún pagando fianza; y la borrachera del extendido en el ombligo del sol, indiferente a los neumáticos que lo rozan, a las patas que lo muelen y a los esculcadores, pasándose con los baldados de agua tirados desde un tercer piso... y él que se acuesta en la fachada, lo levantan, se abraza las piernas y vomita sobre la mano que le ofrece al compadre.

 

El Pedregal, julio de 2024

 

***


Pasilla


IV

 

Regresa el cizañero sentir que mis errores acumulados han poseído lo que faltaba por salvar. Hace tiempo que no se recalcaba en los movimientos, en la disposición al deber, que no era la principal consigna. Y esta vez estoy solo... para no tener a nadie que me diga vacee el baño, el almuerzo está servido, compre la promoción de dos mil en buñuelos... cosas de esas que distraen las zafaduras fatalistas del pensamiento y lo ponen a operar al ras de lo básico. Es un error que esté aquí, solucionando consecuencias ajenas. Tuve todo el día para detenerme en justificaciones que no hallaron sino abatimiento, horas de rock progresivo y del Conjunto Electrónico de Pochonbo, con los cuadernos abiertos: ayer lloré sobre el párrafo de los regalos a las tías pensando en la abuela y en lo imbéciles que fuimos todos por dejarnos llevar a tanta inmundicia.

Este domingo fue inservible. Llovía a ratos, cada que al cielo le entraba en gana poner a correr y a destapar las goteras que la suciedad había tapado. Y no cerré las ventanas. Solo eso, no las cerré: nunca las cierro. Igual nadie se mete porque tiene reja y desde que vine no volví a limpiar el polvo que acumula y que pensaba propio de las casas en plena ciudad. Como a la que se pasó la compañera, en Robledo. Quién sabe si friega sus ventanas y los asientos de los cables; lo cierto es la limpieza es una esclavitud. Por algo las escobitas son pagas y las lluvias aliadas del saneamiento público. La tía que se jubiló limpiando la mugre de alumnuchos del Jaime Isaza no está para contarme, ni, estando ella, yo iría a Jericó o la cogería en los balcones de Granados, cómo hacía y cómo evitaba hacer las asignaciones cansonas.

Sí pude saber, en la cantina, oculta entre monte, casas de tres pisos máximo y callejones de tierra, de los costeños con nietas que preguntan el paradero de las mamás gemelas, de la muerte de Omar Geles, el sepelio en Valledupar como el de Darío Gómez en Medellín, y aunamos la conversa con la de un venezolano que calentaba una cerveza hasta que el oficial se la cambió. No era interesante y debíamos acabar un trabajo. Se mencionó algo del montón de canciones grabadas y un rayo pasó por mi mente, juntando su prolificidad con la de Diomedez y los vallenateros.

 

Si supiera adónde iría no hubiera empezado.

Me atacó una desgana desde el viernes. Hoy es lunes, madrugué a hacer vueltas, recibí unos zapatos del primo busero y de la mona, la dueña del almacén, y nos mojamos yendo a averiguar un farol para el carro en las cercanías del Brasil. Pasábamos de cuadra en cuadra bajo los techos de los balcones y corríamos los semáforos verdes. En Ricas, Famosas y Carnudas pedimos un tinto, él, y yo un café con leche y un palito al que solo le estiré el queso recién salido del microondas: supo a prodigio, a gusto, a amparo en las elocuencias de la cocina, a dejarse amasar por el cariño del panadero que atiende a su mujer de labios caídos y a su hijo que aprendió a caminar y a esconderse entre las piernas de la madre, empanada y gaseosa en las manos, al menor saludo de cualquiera.

Después vine al Ajizal a ver la expansión de las gotas en los charcos turbios de polvo de adobe. Y a desear que una muchacha se me acerque a la mesa, tome de mi bebida, me acerque a ella y nos desaparezcamos en un camino que desconozca... para no volver a donde soy conocido... al saludo de las tías haciéndose mandados, al lamber de un perro, borrachín como su dueño, y al gemir de la gorda a la que se le montan hasta los toros, el socavón desértico.

Más bien apareció don cusca a ambientarme la noticia del barrio en Amagá que se tasajea. El gobernador, en un comunicado, mandó a decir que va a destruir toda casa de vicio que le reporten. Ambas cosas no tienen relación, pero se le puede encontrar uniendo la salida de gentes de una puerta, cogiendo calle, inspeccionando pesos y yendo a hacer planes en el templo San Fernando Rey, a rondar, a inmiscuirse en las deshonrosas grietas que también tiene, y mejor salir antes que Dios saque un edicto.

Quedé entonces como el gusano blanco: herido por hallarme debajo de un tanque cónico, pateado por chanclas fangosas, restregado con el cemento descascarado, bebiendo agua pútrida y secándome en un palillo de dientes, con el palillo de punta a punta, y sin saber si lo usó el carioso de mujer jubilada o la niña que gusta de hacer muñequitos de mierda adobadas con barro. Siendo así, el palillo era parte de una persona... y ahora es mi empalador... y no es común que la mano de alguien empale a un santamaría, oruga peluche o Megalopyge opercularis que produce dos generaciones al año...

 

Da gusto ver a los jaredíes, con sus tirabuzones, sus trajes y sombrero negros, y sus niños saltando, no para escupir proyectiles de leche, como si les encomendaran llenar los vacíos, ondeando banderas palestinas tras el discurso del profesor con cinco idiomas y estudios caribeños. Ojalá fuera así por estos montes. Me llegó la noticia de un inquilino del barbero de toda la vida, quien enseña a las nuevas cohortes para que le monten competencia en buhardillas que abren a los muros de contención, que izó la bandera israelí en el balcón donde se fuma los puchos. Entráronme ganas de ir a tirarle popó de perro, de ponerlo a ver conmigo Born in Gaza o Roadmap to Apartheid, de sacarle las estupideces televisivas a punta de sudar La revolución palestina de Rodolfo Walsh y su último párrafo: «El objetivo del terrorismo palestino es recuperar la patria de que fueron despojados los palestinos. En la más discutible de sus operaciones, queda ese resto de legitimidad. El terrorismo israelí se propuso dominar un pueblo, condenarlo a la miseria y al exilio. En la más razonable de sus represalias, aparece ese pecado original»; o lo esperaría con dos o tres peludos para tirarlo a la cañada, a un hueco entre rocas resbaladizas, imposibles de salir sin palos exteriores, a que se le suba el frío y se le afelpen las patas.

Interrupción de los testigos de Jehová: la señora que ahora pasó, la vi desde el lavadero, su blanquez deforme, sus mechones escasos, las costillas y el esternón apuntando la blusa, es la amable anunciadora de Cristo: sabe que a estas horas la gente asea y hace de comer y fue concisa: del catorce al dieciséis de junio va haber asamblea, todos pueden participar, no se miran religiones ni nada por el estilo, en el Coliseo Ditaires. Se entenderá, a la luz de las profecías de Jesús, por qué las «malas nuevas no nos asustan». Soy cordialmente invitado a asistir y me preguntó si leía la Biblia; me hice la pregunta y recordé el libro entre la riñonera con los recibos y los lapiceros que tengo guardados para no morderlos.

—Sí... voy por Levíticos.

—¿Y qué tal?

—Pues lo dejé un momento —para depurarme con Onetti, sugerencia olvidadiza del Terrible de la Piloto—; es la ley mosáica...

—Ajá: en Timoteos 3:16 Dios nos habla que leer toda parte de la Biblia es para su provecho y útil en cuanto a enseñanzas.

Y no contenta con estregarme una cita que creí verdadera por petulante sacó su celular, abrió la Biblia que leen, fue a Levítico y leyó: «Llamó Jehová a Moisés, y habló con él desde el tabernáculo de reunión, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles...», y mostró los pies de página y los hipervínculos como si fuera la última novedad humana, la ventaja sobre la Biblia de papel, el método de estudio que perfecciona el conocimiento de Dios... A mí me hizo quedar mal mi desmemoria: le quise decir cuál leía yo, nacida de la III Conferencia Episcopal de Puebla, después de la II en Medellín, y la tradición en la que me definía: la de mi abuelo, la católica, la que no tiene sede en Warwick ni interrumpe los desayunos de quien va a renovar día y condenación. Quedó de visitarme con más tiempo, me pasó un volante, deseando vernos allá, que doblé de inmediato como para hacer un avioncito, sus ojos lo vieron pero sus labios siguieron hablando, y, muy amable, las bendije, les di gracias y cerré la puerta con todas las fuerzas que guardaba mi cuerpo enguayabado, fuerzas de por sí sobrenaturales: me reí de sus gritos, una hermana la acompañaba, y del embale para abrir la reja: solo se abre machucando los dedos al hundir el pestillo. Pero como el humano se desenvuelve en cualquier situación, lograron salir de la visita.

  

El Pedregal, mayo de 2024


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delatripa, Matamoros, México, año 11, núm. 82, julio de 2024.

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