Compañía Teatro ERA |
Ni los gallos cantaron
Habíame negado a ver la final, vi uno de los partidos
entre guaro y soda con el trío del taller, en la bodega, rodeada de pizzerías y
restaurantes llenos de babosos, con el mapa topográfico de Antioquia sobre unas
piernas arrecostadas, largas como barandales que suben a un concierto de
melocotón, y vi la semifinal con Lisi asustada por las apariciones dentales del
uruguayo, porque debía terminar unas tareas autoimpuestas que dejé para lo
último del día, cuando los ojos no tienen lentes que los remedien, pero acabé
viéndola en el portátil, sin nada hecho para comer, aguantando con una
mandarina debilitada, unos chorros de agua tomados del grifo y una ansiedad que
mordía recortes de la tira donde guardé el celular en las pruebas de Estado...
En La Verde revivieron el jolgorio que le dedicaban al Nacional: la bandera de
Colombia amarrada de poste a poste, bombas amarillas, azules y rojas entechando
a los borrachos, cargueros, electricistas, obreros y un dueño de fábrica y de
cantina, y el televisor pantalla grande en la pared de esta, el tumulto que
preferiría ser pisado a darle paso a los trasteos, en esas condiciones el
trasteado descarga y se alza al hombro la nevera, la lavadora, el tocador, el
costal lleno de ropa y a la abuela que pregunta en qué hueco se metieron; y en
la cañada, a última hora, la que vive con el esposo, antes carguero de
ladrillera y ahora vendedor de variedades al por mayor y al detal, el hijo y la
novia, esta pasó a vivir en uno de los cuartos que arriendan, como si el
poliamor los obligara a aplicarlo al saber que existía, repitieron el adorno
del parqueadero a la fonda.
La decepción en el minuto ciento doce, que creíamos
imposible con el dominio en el primer tiempo, nos aguó toda esperanza de ganar
los penaltis, de recibir el trofeo en vida. Se callaron las sorpresas, los
aplausos; las teles, la canción oficial, los nombres de los jugadores; la gente
anduvo por la calle arrastrada por la desgana donde acostarían su padecimiento,
sin dirigirse un hola, sin prestarse atención, desplazando los alcoholes,
intrusos en pena, y las latas que se les anteponían. Porque era mucha la confianza,
los aguantes, la rabia generada con los partidos para que, ya cerca de probar
bocado, se lo quiten... Con la derrota encima, preparé de comer y me acosté sin
dar las gracias. El lunes amaneció lloviznoso, sin música ni aguacateros, unido
a la general desgracia, sirviéndose como excusa para el sinsabor. Los
trabajadores fueron a sus puestos, los estudiantes no corrían, las mujeres
despacharon su quehacer con un caldo, los animales se sacaron solos y las aguas
no tardaron en hundir la confirmación de que nuestros mejores jugadores no dan
títulos. En estas palabras de una señora medio loca, pero sabia, se resume el
estado psicosociológico del lunes: «Todo el mundo se apagó»; y otra, más loca aún: «¡Ay qué risa como perdieron esos de Colombia! Tanto escándalo
y tanta bobada pa nada, ¿cierto? Perdieron esos bobos...» Y eso tuvo que ser porque don Pacho, el domingo,
desafiando su azúcar en la panadería, le murmuró al pecho rosa: «Ahora pierde Colombia póngale cuidao». Las trompetas plegables y los fragmentos huérfanos de
las bombas tricolor y las botellas y las tapas amanecieron desperdigadas;
dejaron prueba de un conjunto lacrimoso, de una humillación incomunicable que
no se deja ver; o tan a la vista que decir algo es caer en el absurdo de
maltratar lo vergonzoso. Ineptos, segundones; la mejor Selección y los peores efectos,
la defensa opaca, las letras y la publicidad y el aliento del comentarista, que
dudó en celebrar el gol argentino, en balde; Ramón y Jamil Jesurún pagando
fianza; y la borrachera del extendido en el ombligo del sol, indiferente a los neumáticos
que lo rozan, a las patas que lo muelen y a los esculcadores, pasándose con los
baldados de agua tirados desde un tercer piso... y él que se acuesta en la
fachada, lo levantan, se abraza las piernas y vomita sobre la mano que le
ofrece al compadre.
El
Pedregal, julio de 2024
***
Pasilla
IV
Regresa el cizañero sentir que mis errores acumulados han
poseído lo que faltaba por salvar. Hace tiempo que no se recalcaba en los
movimientos, en la disposición al deber, que no era la principal consigna. Y
esta vez estoy solo... para no tener a nadie que me diga vacee el baño, el
almuerzo está servido, compre la promoción de dos mil en buñuelos... cosas de
esas que distraen las zafaduras fatalistas del pensamiento y lo ponen a operar
al ras de lo básico. Es un error que esté aquí, solucionando consecuencias
ajenas. Tuve todo el día para detenerme en justificaciones que no hallaron sino
abatimiento, horas de rock progresivo y del Conjunto Electrónico de Pochonbo,
con los cuadernos abiertos: ayer lloré sobre el párrafo de los regalos a las
tías pensando en la abuela y en lo imbéciles que fuimos todos por dejarnos
llevar a tanta inmundicia.
Este domingo fue inservible. Llovía a ratos, cada que al
cielo le entraba en gana poner a correr y a destapar las goteras que la
suciedad había tapado. Y no cerré las ventanas. Solo eso, no las cerré: nunca
las cierro. Igual nadie se mete porque tiene reja y desde que vine no volví a
limpiar el polvo que acumula y que pensaba propio de las casas en plena ciudad.
Como a la que se pasó la compañera, en Robledo. Quién sabe si friega sus
ventanas y los asientos de los cables; lo cierto es la limpieza es una
esclavitud. Por algo las escobitas son pagas y las lluvias aliadas del
saneamiento público. La tía que se jubiló limpiando la mugre de alumnuchos del
Jaime Isaza no está para contarme, ni, estando ella, yo iría a Jericó o la
cogería en los balcones de Granados, cómo hacía y cómo evitaba hacer las
asignaciones cansonas.
Sí pude saber, en la cantina, oculta entre monte, casas
de tres pisos máximo y callejones de tierra, de los costeños con nietas que
preguntan el paradero de las mamás gemelas, de la muerte de Omar Geles, el
sepelio en Valledupar como el de Darío Gómez en Medellín, y aunamos la conversa
con la de un venezolano que calentaba una cerveza hasta que el oficial se la
cambió. No era interesante y debíamos acabar un trabajo. Se mencionó algo del
montón de canciones grabadas y un rayo pasó por mi mente, juntando su prolificidad
con la de Diomedez y los vallenateros.
Si supiera adónde iría no hubiera empezado.
Me atacó una desgana desde el viernes. Hoy es lunes,
madrugué a hacer vueltas, recibí unos zapatos del primo busero y de la mona, la
dueña del almacén, y nos mojamos yendo a averiguar un farol para el carro en
las cercanías del Brasil. Pasábamos de cuadra en cuadra bajo los techos de los
balcones y corríamos los semáforos verdes. En Ricas, Famosas y Carnudas pedimos
un tinto, él, y yo un café con leche y un palito al que solo le estiré el queso
recién salido del microondas: supo a prodigio, a gusto, a amparo en las
elocuencias de la cocina, a dejarse amasar por el cariño del panadero que
atiende a su mujer de labios caídos y a su hijo que aprendió a caminar y a
esconderse entre las piernas de la madre, empanada y gaseosa en las manos, al
menor saludo de cualquiera.
Después vine al Ajizal a ver la expansión de las gotas en
los charcos turbios de polvo de adobe. Y a desear que una muchacha se me
acerque a la mesa, tome de mi bebida, me acerque a ella y nos desaparezcamos en
un camino que desconozca... para no volver a donde soy conocido... al saludo de
las tías haciéndose mandados, al lamber de un perro, borrachín como su dueño, y
al gemir de la gorda a la que se le montan hasta los toros, el socavón
desértico.
Más bien apareció don cusca a ambientarme la noticia del
barrio en Amagá que se tasajea. El gobernador, en un comunicado, mandó a decir
que va a destruir toda casa de vicio que le reporten. Ambas cosas no tienen
relación, pero se le puede encontrar uniendo la salida de gentes de una puerta,
cogiendo calle, inspeccionando pesos y yendo a hacer planes en el templo San
Fernando Rey, a rondar, a inmiscuirse en las deshonrosas grietas que también
tiene, y mejor salir antes que Dios saque un edicto.
Quedé entonces como el gusano blanco: herido por hallarme
debajo de un tanque cónico, pateado por chanclas fangosas, restregado con el
cemento descascarado, bebiendo agua pútrida y secándome en un palillo de
dientes, con el palillo de punta a punta, y sin saber si lo usó el carioso de
mujer jubilada o la niña que gusta de hacer muñequitos de mierda adobadas con
barro. Siendo así, el palillo era parte de una persona... y ahora es mi
empalador... y no es común que la mano de alguien empale a un santamaría, oruga
peluche o Megalopyge opercularis que produce dos generaciones al año...
Da gusto ver a los jaredíes, con sus tirabuzones, sus
trajes y sombrero negros, y sus niños saltando, no para escupir proyectiles de
leche, como si les encomendaran llenar los vacíos, ondeando banderas palestinas
tras el discurso del profesor con cinco idiomas y estudios caribeños. Ojalá
fuera así por estos montes. Me llegó la noticia de un inquilino del barbero de
toda la vida, quien enseña a las nuevas cohortes para que le monten competencia
en buhardillas que abren a los muros de contención, que izó la bandera israelí
en el balcón donde se fuma los puchos. Entráronme ganas de ir a tirarle popó de
perro, de ponerlo a ver conmigo Born in
Gaza o Roadmap to Apartheid, de
sacarle las estupideces televisivas a punta de sudar La revolución palestina de Rodolfo Walsh y su último párrafo: «El
objetivo del terrorismo palestino es recuperar la patria de que fueron
despojados los palestinos. En la más discutible de sus operaciones, queda ese
resto de legitimidad. El terrorismo israelí se propuso dominar un pueblo,
condenarlo a la miseria y al exilio. En la más razonable de sus represalias,
aparece ese pecado original»; o lo esperaría con dos o tres peludos para
tirarlo a la cañada, a un hueco entre rocas resbaladizas, imposibles de salir
sin palos exteriores, a que se le suba el frío y se le afelpen las patas.
Interrupción
de los testigos de Jehová: la señora que ahora pasó, la vi desde el lavadero,
su blanquez deforme, sus mechones escasos, las costillas y el esternón apuntando
la blusa, es la amable anunciadora de Cristo: sabe que a estas horas la gente
asea y hace de comer y fue concisa: del catorce al dieciséis de junio va haber
asamblea, todos pueden participar, no se miran religiones ni nada por el
estilo, en el Coliseo Ditaires. Se entenderá, a la luz de las profecías de
Jesús, por qué las «malas nuevas no nos asustan». Soy cordialmente invitado a
asistir y me preguntó si leía la Biblia; me hice la pregunta y recordé el libro
entre la riñonera con los recibos y los lapiceros que tengo guardados para no morderlos.
—Sí...
voy por Levíticos.
—¿Y
qué tal?
—Pues
lo dejé un momento —para depurarme con Onetti, sugerencia olvidadiza del
Terrible de la Piloto—; es la ley mosáica...
—Ajá:
en Timoteos 3:16 Dios nos habla que leer toda parte de la Biblia es para su
provecho y útil en cuanto a enseñanzas.
Y
no contenta con estregarme una cita que creí verdadera por petulante sacó su
celular, abrió la Biblia que leen, fue a Levítico y leyó: «Llamó Jehová a
Moisés, y habló con él desde el tabernáculo de reunión, diciendo: Habla
a los hijos de Israel y diles...», y mostró los pies de página y los
hipervínculos como si fuera la última novedad humana, la ventaja sobre la
Biblia de papel, el método de estudio que perfecciona el conocimiento de
Dios... A mí me hizo quedar mal mi desmemoria: le quise decir cuál leía yo,
nacida de la III Conferencia Episcopal de Puebla, después de la II en Medellín,
y la tradición en la que me definía: la de mi abuelo, la católica, la que no
tiene sede en Warwick ni interrumpe los desayunos de quien va a renovar día y
condenación. Quedó de visitarme con más tiempo, me pasó un volante, deseando
vernos allá, que doblé de inmediato como para hacer un avioncito, sus ojos lo
vieron pero sus labios siguieron hablando, y, muy amable, las bendije, les di
gracias y cerré la puerta con todas las fuerzas que guardaba mi cuerpo
enguayabado, fuerzas de por sí sobrenaturales: me reí de sus gritos, una
hermana la acompañaba, y del embale para abrir la reja: solo se abre machucando
los dedos al hundir el pestillo. Pero como el humano se desenvuelve en
cualquier situación, lograron salir de la visita.
El Pedregal, mayo de 2024
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delatripa, Matamoros, México, año 11, núm. 82, julio de 2024.
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