III
Para
Chelito
Sensación de doblez, nebulosidad, acuoso repiqueteo de túnel,
concordancia con la fecha y la hora pero no con los movimientos del pararse, el
sentarse en la silla de madera negra, hechura de mi amor. Caen las aguas
estancadas, se deslizan al vacuo arbusto, al cabezal, a los hierros parados. La
tarde está disfrazada en las gorras, malqueriente de la noche de verbena,
precisa para los tintos y los abuelos, y no tengo a uno y ya enterré al otro.
Entonces queda pasearme por la vida como un funcionario de la molicie, tirando
amores como monedas, apostando a lo desfavorable y ganando líos con los
poseedores de casas que, asociados con los compañeros de trabajo, ponen un
lote, lo entregan a una constructora y eligen el octavo piso para divisar desde
San Fernando los barrios, las unidades y las flotas, lo mismo que se ve a pie,
que veo yo sin estar donde los obreros, uno empezó la Licenciatura conmigo y
terminó picando y paleando lo público, se mojan. Ay si esas botellas sobre la
terraza fueran las que me tienen así, tambaleando el caletre, avispa balanceada
por los remolinos, y los remolinos son voces de orcos, perfumes de mamás
menores de veinticinco, esas grandiosas atletas que se suman bebés para aumentar
el récord que sus esposos se resignan a erigir. Hubo un perfume, o lo que fuera
esa combinación de aceites esenciales, fijadores y hormonas, «obscura luz que por tinieblas guía», que me cambió los caminos, truncó la calle en tierrero,
en barranco que lamben las lloviznas y por él me lanzó... y ella, galana,
aterradora, cómplice de homicidios, meneando la cabellera sobre el rapaz, el
semen crecido y altanero. Y eso perdió más a quien no supo por qué salió ni a
dónde se dirigía: lo sacaron dos muchachos que cargaban textiles, lanzándole
una soga, y le limpiaron los ojos para que hablara. No agradecí: ¿qué iba
agradecer si no me pareció eso una ayuda? Y ni siendo ayuda agradecería. Ellos
se fueron prometiendo nunca volver a darme la mano. Veo borroso: concentro la
mirada y los barrotes se difuminan, el ruido se aleja, lo que tiene que
acercarse pasa y me da la sensación de haberlo tocado, de asirlo en los
cachetes, imposible, cuando debieron entrar a las orejas. Nadie me habla, será por
mi espíritu cobarde, y yo tengo que elogiar la nube que aumenta mi desamparo,
mis ganas de romper vidrios y meterlos en las de las intrusas. Haría esto
porque lo oí. Fue ayer, lunes festivo, por la mañana, al frente de la
fabriquita de jabones líquidos, emprendimiento de tachirenses: la mujer salió a
botar la basura y, como el basurero provisional, en función solo tres días, queda
cerca de una cantina que riñe el Código de Convivencia madrugando la parranda,
otra mujer la cogió como los mariachistas, instados por los «directorios políticos y militares», en la plaza del pueblo, a Jacobo Prías Alape, solo que
a ella, Felicia, cuando le llegó otra, quebró una botella y las abrió a las dos.
Y vino a contar, a autorizarse con los vecinos, respirando la adrenalina,
llamando a las alturas como dedicando serenatas:
¡No era mi culpa! ¡Yo les dije: «Vayan a mi casa; yo mantengo ahí»! ¡Que vayan a mi casa!
—¡Ay marica! –exclama, por ayudar, el mecánico, teniéndose
el rostro.
—¿Qué pasó? —pregunta otro.
—¡Pero no era mi culpa! ¡La primera dijo que no era mi
culpa! ¡Le rajé esa botella! —la
soltó.
—¡Ay marica! —renueva el mecánico.
—¡Y si a uno le pegan uno se defiende...!
—Claro así es... —dijo el otro, por meterse en el chisme.
—¡«Vayan a
mi casa y me encuentra» les dijo
yo! ¡Que vinieran aquí lo solucionamos, que vinieran y no! —mete la mano chuzona en la camisa.
—¡Ay marica! ¡La cagaste chama! ¡La cagaste duro!
Y un retórico, un sofista, un gago se inmiscuye:
—Por ahí mandaron... de hospital a una muchacha...
»Quién sabe qué... sería...
—¿A cuál?
—Al del Sur se la... llevaron... en moto...
Y a poner el arroz y a extender los uniformes de los
niños, que ellos, no como los flojos universitarios que salieron a vacaciones
sin haber cogido La pedagógica
latinoamericana o un libro de didáctica de la literatura o cualquier cosa
con vampiros que inspiren a la colabora asidua, ya no porque incumple el
requisito de ser menor de veintiuno, de la revista juvenil con Medalla de Honor
de Barcelona, siguen estudiando, alzándose las maletas que mojan de venida por
no pasárselas al pecho, como yo casi todo el octavo, oh educación básica, qué
te has llevado de mí y por qué tan pocos recuerdos, los saludos a las niñas
esperando que les abrieran la puerta, las naranjas tiradas a discreción, los
chocolates que les tomábamos a las profesoras y las galletas saladas que
repartíamos cuando la cogía el chichí y parábamos la sustentación de los
talleres, los cinco puntos que acababan fastidiando la entrega y se terminaban
solo por vendérselos a los quedados, y les toca poner a secar las maletas, por
eso es mejor comprarlas sin rodachines: en estos agujeros y repechos no hay
nada que ruede sin motor.
El
Pedregal, junio 4 de 2024
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El Creacionista, Puebla, México, año 5, no. 69, julio de 2024.
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